Comunidades: esto podría ser peor que los grupos de WhatsApp
Meta lanza Comunidades y un sudor frío nos corre por la espalda; pero esperen, quizá no es una idea tan mala
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Podría ocurrir en cualquier momento. Pero todavía, en mi experiencia, nunca pasó. Nunca nadie dijo que los grupos de WhatsApp son una experiencia agradable. Todo lo contrario. “Son un infierno”, es lo más suavecito que me han dicho las personas a las que, informalmente, consulté antes de sentarme a escribir. Digo informalmente porque, vamos, todo sentimos exactamente lo mismo.
Volveré sobre esto enseguida, pero, hasta donde puedo ver (y ojalá me equivoque), no hay solución a la vista. Los grupos de WhatsApp son, fueron y van a seguir siendo como pequeños infiernos de bolsillo. No todos, no siempre. Pero tienen mala fama, eso es innegable. Ahora, démosle una vuelta de tuerca. Vamos a reunir varios grupos en un solo supergrupo. O comunidad, para usar la jerga de Mark Zuckerberg. Llamar Comunidades a un conjunto de grupos de WhatsApp es como llamar debate a una trifulca entre barras bravas.
Suena mal, ya lo sé. Pero es mucho menos grave de lo que parece. Por dos motivos. O tres. El primero es que todavía no estamos ahí. Es un anuncio, que pasó más o menos inadvertido, pero que tarde o temprano va a impactar en nuestras vidas. Como los grupos en su momento, digamos. O la confirmación de lectura, de donde nació algo que hoy forma parte del habla cotidiana: te clavaron el visto.
Así que hasta que las Comunidades no estén entre nosotros, no vamos a poder estar seguros de cuál será su dinámica o cómo afectará nuestras vidas. Tengo la sensación de que no van a cambiar nada. Facebook ya experimentó con esta idea, y no le fue bien. Quizá porque (y es posible que nadie se atreva a decírselo a Mark) las comunidades humanas se originan espontáneamente, no son una función de una plataforma online ni nacen de una decisión comercial.
El segundo motivo es que no es posible crear algo peor que los grupos de WhatsApp. Ya llegaremos al por qué, pero como son el non plus ultra de lo que está mal en una organización humana, las Comunidades no podrán empeorar las cosas. Ya tocamos fondo, no hay de qué preocuparse. Puedo anticipar nada más esto: a lo sumo las Comunidades conseguirán que la gente se baje más rápido de los grupos (récord que terminará en el libro de Guinness) y que más personas se enemisten por semana dentro de una cierta, bueno, comunidad (otro récord).
Dicho muy simple (cuando lleguen aprenderemos a usarlas en 15 segundos), las Comunidades son grupos de grupos. ¿Estás en ocho grupos que conciernen a las actividades de tus hijos o hay cinco grupos relacionados con el mismo proyecto en tu trabajo? Bueno, la Comunidades los pondrán todos dentro de una misma superestructura. Un supercluster, como se diría en astronomía.
El tercer motivo por el que esto no es tan malo como parece es que, para bien o para mal (o sea, para mal), en la diaria hemos reemplazado el mail por WhatsApp. Esto es pésimo por al menos dos razones. No existe ninguna clase de paraguas legal que me proteja de que alguien reenvíe, editado, fuera de contexto o con total malicia lo que le mandé por WhatsApp. Con el e-mail es exactamente al revés. Además, mientras que el e-mail tiene un gran número de herramientas administrativas y de auditoría, WhatsApp no tiene nada de nada. No hay reglas ni filtros, no hay marcas de tiempo, no hay hilos, cero. Es una gran pelota de datos del tamaño de la Antártida ahí en nuestro teléfono. Las Comunidades, es de suponer, vendrán a ponerle un poco de orden a eso y le proveerán al administrador ciertas herramientas. ¿Van a alcanzar? La respuesta corta es no. Y es no porque si alcanzaran no sería WhatsApp, sería el viejo y nunca bien ponderado correo electrónico. Por eso en una corporación lo que digas vale algo si lo hacés por mail; si no, es puro vapor. Guapos de WhatsApp, como me he tomado la libertad de bautizarlos. Lo que me lleva al núcleo de la cuestión.
Mucho ruido y pocas drupas comestibles
Es decir, qué es lo que hace tan malos a los grupos de WhatsApp y por qué sumar no significa, en el caso de las Comunidades, lo mismo que multiplicar.
Hace años participé de un grupo de WhatsApp con muchos miembros. En ese grupo había siempre eso que básicamente es la esencia de los grupos de WhatsApp; o sea, el escándalo y el conventilleo. Alguien, en algún momento, confundió (cosa de lo más común) ese escándalo y ese conventilleo con una verdadera pueblada, con un clamor generalizado, con la vox populi. Así que, en una charla cara a cara, le hice la siguiente pregunta: “¿Vos contaste cuántos son los que se están quejando?” La respuesta fue que no.
Le dije: “En el grupo hay 200 personas. Los que se quejaron fueron ocho”. Me preguntó si realmente era así, si de verdad me había tomado el trabajo de contarlos. Le respondí que no solo los había contado, sino que tenía un dato más, más escalofriante: siempre eran los mismos ocho.
Para esos ocho todo era siempre era un problema, así que tocaban las sensibilidades de diferentes subgrupos dentro de ese grupo. Por eso daba la impresión (falsa) de que WhatsApp ofrecía la posibilidad de participar, de formar comunidad. Era al revés, y era al revés estadísticamente. Los ocho (o cuatro o doce, da igual) siempre hacían escándalo por todo. Pisaban un callo diferente cada día, por lo que daba la impresión de que todos participaban. Pero no. Todos participaban de acuerdo a cuando eran atacados por esta banda de sujetos, no porque hubiera una verdadera voluntad de crear cooperar, participar o colaborar.
En WhatsApp se vive a la defensiva. La causa es un conjunto casi siempre pequeño de individuos que parecen haber nacido para exagerar y escandalizar, para el conventilleo y el drama. No importa si es una pavada o algo serio (ya llego a esto), siempre inundan el grupo con afirmaciones explosivas. Y no se andan con chiquitas. No dicen “creo que quizá lo que estas diciendo podría verse de otro modo”. Te dicen “sos un mentiroso”. Delante de todo el mundo, de tus colegas, de los otros padres de los chicos del colegio, y así. El día que me llamaron mentiroso en un grupo de WhatsApp entendí todo.
Ese día, para empezar, y sin ni una palabra más, me bajé. Debo decir que fue una de las mejores decisiones que tomé ese año. La cantidad de tiempo que el conventilleo de los grupos de WhatsApp nos roba es demencial. Luego, fui a los hechos. Si algo no soy es un mentiroso. Por varios motivos, entre los que, naturalmente, está la ética y todo eso. Pero, sobre todo, no soy un mentiroso porque tengo muy mala memoria. De las mentiras hay que acordarse. En cambio, la verdad es lo que es. Así que, aunque algunos me toman por poco diplomático, prefiero decir la verdad y listo. Vivo más relajado.
No obstante, alguien me había llamado mentiroso públicamente. Sin el más mínimo empacho. Si no tuviera los años de exposición que tengo en los medios de comunicación, obviamente me habría puesto como loco. Entonces me di cuenta de que por eso me habían llamado mentiroso. Porque eso me iba a doler. La intención no era formar comunidad; la intención había sido lisa y llanamente lastimar, insultar, injuriar. WhatsApp normaliza el agravio.
Por eso, con el tiempo, las personas o bien se bajan de los grupos de WhatsApp o bien, cuando no tienen más remedio que seguir tolerándolos, los archivan. El grupo sigue siendo un infierno, pero un infierno asordinado. Para los que continúan haciendo un escándalo por todo –ignoro qué les pasa o cómo pueden vivir así– la ilusión persiste, porque nunca fueron muchos los que mensajeaban, y eso sigue siendo igual. Siempre hubo muchos mensajes explosivos, pero pocos mensajeros; y esos no se bajan nunca, porque no les importa la voz de los otros, sino la propia. Y solamente la propia. De comunidad, cero.
Hay un número de otros problemas, algunos muy serios, en relación con los grupos de WhatsApp. Y también es cierto que los grupos pueden ser muy útiles, si se los usa bien. Por usarlos bien me refiero a emplearlos como un walkie-talkie. Como hacemos en el trabajo. Es más fácil intercambiar mensajes cortos y operativos en tiempo real por WhatsApp que llamar por teléfono, ir hasta el escritorio de ese colega o viajar hasta su casa. Se llama chat. Es chat. Solo chat. Y nada más que chat.
Pero salvo cuando lo usamos para mandar mensajes cortos y operativos en tiempo real (“Hay un error de concordancia en la bajada de la 2, lo cambio”; “Dale, cambialo”), WhatsApp causa la impresión de que quejándonos cambiamos la realidad. Y este es su pecado original.
Quejarse en WhatsApp no cambia nada. Ir a una fiscalía y hacer una denuncia puede cambiar algo. Salir de la casa y ayudar a buscar un chico perdido cambia algo en el mundo real. Mandar un mensaje colérico en WhatsApp, no. Eso es solo mandar un mensaje colérico, que no solo a nadie le importa, sino que a todos les cae pesado, porque, además, cada uno de nosotros tiene sus propios problemas.
Quejarse es una de las formas más bajas (y, llegado el caso, miserables) de interacción que conocemos los humanos. No sirve para nada y amplifica asuntos que, en la inmensa mayoría de los casos, no son tan importantes. Pero, por algún motivo, la queja es muy popular y los grupos de WhatsApp la explotan comercialmente. Es la industria de la queja. Si Facebook (o sea Meta) filtrara mediante inteligencia artificial la maledicencia, la queja, el rumor y los verbos en formato impersonal (“Se dice que van a aumentar de nuevo la cuota”, por ejemplo), los grupos de WhatsApp reducirían su actividad (que es lo que le importa a Meta, o sea a Facebook) sustancialmente. Y no, no es una propuesta. Se llama hipótesis, y hace milenios que nos ayuda a pensar los problemas.
¿O sea que a la mayoría le gusta el escándalo y el conventilleo? No. Pero la mayoría de nosotros necesita usar el chat para trabajar, organizar proyectos y demás. Ahí es donde se cuela la minoría ruidosa que nos confunde a todos, nos altera y nos hace reaccionar, y para eso hay que descender al nivel del agravio, debatir la fake news, embarrarse sin necesidad.
Ahora lo saben. La próxima vez que sientan que están en presencia de una pueblada, de un clamor generalizado, hagan números. Cuenten. Formulen la estadística precisa de cuántos son los que se quejan en realidad. Son unos pocos. Y son siempre los mismos. Los que de verdad quieren cambiar el mundo se juegan. No se quejan por WhatsApp.