¡Esto está lleno de bichos!
Luego de lidiar con computadoras desde hace unos treinta años (eso, si dejo de lado mi adolescencia y las primeras Commodore y Sinclair que compartimos con mi hermano), podría decirse que he visto cosas. Y lo que más me asombra no es la inteligencia artificial, los videojuegos de altísimo realismo, la movilidad o la geolocalización. No son los instrumentos de música digitales ni el cine 3D. Tampoco Internet ni nada de lo que aparece en los titulares. Lo que realmente me asombra es la casi infinita variedad de bugs con los que me he encontrado. Es decir, errores y conflictos, generalmente de software, que conducen a comportamientos anómalos. Sus consecuencias van desde catastróficas (un caso de verdad trágico sería el de los Boeing 737 Max) hasta simplemente irritantes. Algunos serían cómicos, si no fuera que el chiste se repite una y otra y otra vez, hasta perder toda gracia. Sé que todos los sufren, luego de haber respondido miles de consultas de lectores aquí en LA NACION.
Por "todos" me refiero a todos. Recordarán el blooper que experimentó el mismísimo Bill Gates durante la presentación de Windows 98, cuando al conectar un scanner el sistema se colgó con una bonita pantalla azul de la muerte. Frente a miles de personas. La prueba más cabal de que los bugs son cosa cotidiana, aceptada y normal en esta industria es que Chris Capossela, el empleado de Microsoft que enchufó ese scanner y debió sortear un muy incómodo momento frente al jefe máximo, sigue trabajando en la compañía; hoy se desempeña como Director Ejecutivo de Marketing.
Por eso, por muchos bugs que haya visto, la creatividad del código a la hora de cometer errores es tan vasta que este texto debería ser una construcción colectiva. Así que siéntanse libres de compartir sus historias de errores informáticos, sobre todo las más disparatadas. Cuentan teléfonos, tablets, IoT y cualquier cosa que tenga un cerebro electrónico adentro. Por ejemplo, hace unos años, mi decodificador del canal de cable se reiniciaba si apretabas el botón de avanzar de canal 16 veces seguidas. #facepalm
¿Guardaste?
Uno de los más antiguos que recuerdo estaba bien escondido en un programa de autoedición con el que hacíamos una publicación. Era un error ya reconocido por la compañía, pero el técnico que mantenía el software no se había tomado el trabajo de leer la documentación. El caso es que si activabas la función de guardado automático, no solo no guardaba automáticamente, sino que tampoco salvaba los archivos cuando apretabas Ctrl+S o Archivo> Guardar.
Por supuesto, un bug no avisa. Así que nos pasamos todo un cierre muy confiados de que, como había sido siempre, los archivos estaban siendo almacenados en el disco duro y, además, que se hacía un backup en un servidor. Hasta que cuando estuvimos listos para mandar a imprimir, abrimos uno de los archivos y estaba vacío. Ouch. Supongo que conocen la sensación de pánico y vacío en el estómago. Conocen asimismo todas las etapas que siguen a esta clase de situación. Abrimos el archivo equivocado. Es un error de la máquina (¿qué sería eso?). Todavía tenemos el backup.
Pero no. El programa no había guardado nada de nada. Y los archivos del backup era copias de estos ficheros vacíos. O sea que estábamos con las manos vacías a horas de entregar la publicación a la imprenta. Una sola cosa iba a salvarnos del desastre. Habíamos sacado copias de cada página. En papel, sí. Los bits se habían esfumado en el limbo virtual gracias a que un técnico había activado una opción que sonaba razonable, pero que en ese software resultaba letal. Fue tal vez una suerte que, por mi obsesión de leer la documentación, estuviera al tanto de lo que podría estar ocurriendo.
Recuerdo que fui a la configuración, y allí estaba, sonriendo sarcásticamente; el guardado automático se encontraba habilitado. En resumidas cuentas, nos fuimos a descansar un rato (era tarde), volvimos a las seis de la mañana y, ayudándonos con las copias en papel, volvimos a armar esa edición. No fue divertido.
ATR
Uno de los bugs más recientes con los que me está tocando lidiar es tan odioso como ridículo. En una de mis máquinas, el control de volumen se olvida del nivel en el que lo tengo ajustado cuando pongo Spotify en pausa. Al volver a darle play, se va a 100% y te perfora los oídos. Fue tal vez una suerte que cuando lo descubrí estaba oyendo unos conciertos barrocos de lo más tranquilos. Con Deep Purple habría saltado por el aire. Es odioso porque cada vez que vuelvo a poner música, tengo que volver a ajustar el volumen. Para sumar humillación al insulto, el deslizador sigue en, digamos, 40, pero el nivel se ha ido a 100.
Un poco por suerte otro poco por experiencia, fui a revisar los cuadros de diálogo de la configuración de Windows, que ahora sufre de doble personalidad, y descubrí que si ajustaba el volumen de salida de Spotify, entonces el problema se resolvía. Es decir, el control de volumen de la configuración para Spotify (no el de Spotify, que a su vez tiene el suyo) le pasaba por encima con un camión al de Windows 10. Tres perillas de volumen para lo mismo.
Listo, dirán, lo resolvió. No. Fue una ilusión momentánea. Sigue ahí, detonándome los tímpanos cada vez que vuelvo a poner play.
Radio y horno
Estos errores disparatados están por todos lados. Por ejemplo, una de las actualizaciones del software del sistema de audio de mi auto dio por resultado que al conectar el teléfono por Bluetooth e intentar transferir los contactos, la radio se apagaba. Así que, durante un par de años, hasta la siguiente actualización o hasta que cambié de teléfono, ya no recuerdo, tuve que cancelar esa función.
Mi horno eléctrico tiene una bonita perilla para ajustar el temporizador. Fantástico, pero no le pidan precisión. Pasa de 20 a 38, o de 40 a cero, o de 21 a 52 sin importar mucho la destreza manual del operador. Así que cada vez que tengo que poner el reloj en hora (porque se cortó la luz, digamos), parezco un ladrón tratando de abrir una caja fuerte. Para cocinar, establezco un número muy alto y luego recurro el temporizador del teléfono.
LibreOffice y el pendrive de la muerte
Un bug especialmente insoportable ocurrió durante un largo tiempo en el procesador de texto de LibreOffice, que es por lejos mi principal herramienta de trabajo. Cada vez que elegía la opción "Corregir siempre por" en una palabra mal tipeada, el procesador perdía el foco. Es decir, tenía que apretar Alt-Tab para poder seguir escribiendo. Ocurría en Windows y Linux. Lo reporté en 2017, pero lo desestimaron con el mensaje de que "no habían podido reproducirlo". Luego, al pasar de la versión 5 a la 6, esta piedra en el zapato desapareció. Qué digo piedra. Era un asteroide.
Una de las fallas más interesantes que he visto ocurrió con un pendrive. Había funcionado bien un tiempo y era de un buen fabricante. Pero un día lo conecté a una PC y la máquina se apagó. Así, de una. Para peor, esa PC ya no quiso volver a arrancar. Hasta que se me ocurrió probar un botón de Reset que los equipos de esa marca tienen en la parte de atrás. Volvió a la vida. No sin cierto temor, esa noche conecté el pendrive a una notebook con Linux, y el sistema solo me informó que el dispositivo no podía leerse. Al otro día volví a probar con la PC. De nuevo, la mató. Sin anestesia. Era obvio que algo estaba muy mal en ese pendrive, pero en un caso daba un error de lectura y en la otra te dejaba sin máquina (salvo que estuvieras al tanto del botoncito oculto en el respaldo del equipo).
¿Tenés Wi-Fi?
Un amigo un día me dijo que cómo podía ser que su conexión anduviera siempre bien, excepto para bajar archivos grandes. "Incluso me puedo pasar el domingo viendo series en Netflix, pero las descargas las cancela", sostuvo. Culpaba, por supuesto, al proveedor.
Me sonó muy raro, y algo me decía que no era la conexión, sino el router. Así que le presté uno y me llevé el suyo. En efecto, cuando el archivo pasaba de los 500 megabytes (500 MB; la cuarta parte del archivo de instalación de Ubuntu 19.04), la descarga fallaba. Todo lo demás seguía funcionando bien. Lo probé unas 23 veces, y sistemáticamente, sin excepción, a los 500 MB cortaba las descargas. Los mismos archivos, descargados con otro router o por Ethernet, bajaban sin chistar.
Por si acaso, lo restauré a valores de fábrica y revisé toda su configuración. Nada. Busqué actualizaciones. No las había. Le encendí una velita al patrono de Wi-Fi. Todo siguió igual. Le devolví el router a mi amigo y le dije que fuera a protestar al que se lo vendió o al fabricante. No era la conexión. Me llevé un cable Ethernet para demostrar mi punto, pero confió en mi palabra y al tiempo compró un router nuevo. Siempre hay un bug que no podés corregir. Es inevitable, dado su número.
Original y copia
De postre, el más raro que me tocó hasta ahora, y que al final demostró no ser una falla de software, sino otra cosa, por completo inesperada. Una impresora que hasta entonces había funcionado a la perfección durante varios años empezó a mostrar toda clase de defectos cuando me mudé, en marzo de 2017. Insisto, cuando me mudé.
Durante meses supuse que el traslado habría dañado algo en este equipo –las impresoras de chorro de tinta son sistemas de relojería muy delicados–, porque para sacar una página más o menos decente había que alinear y limpiar los cabezales. Cada vez. Un verdadero engorro. Pero la había llevado en mi propio auto y el viaje había sido de escasos 7 kilómetros por un bulevar recién construido. Era otra cosa, estaba seguro. Dato clave: el scanner andaba perfecto.
De pronto, un buen día, se normalizó. Imprimí texto, una foto, el seguro del auto. Todo perfecto. No había movido la impresora. No había instalado nuevos drivers (tenía los más nuevos). Ni siquiera se había instalado una actualización general de Windows. Me quedé parado, ahí en mi estudio, mirando las páginas preguntándome qué había pasado, por qué se había arreglado. Una cosa es casi siempre cierta: los problemas no se resuelven solos.
Probé el printer durante varios meses. Anduvo bien. Hasta una nochecita, a mediados de la primavera de 2018, cuando volví del diario, subí a imprimir no recuerdo qué y otra vez salió cualquier garabato. Solo que ahora tenía el culpable ahí, todo alrededor, en cada rincón. ¡Cómo no lo había pensado! Uno se siente muy, pero muy tonto cuando le pasan estas cosas.
–Lógico –gruñí, furioso–, mientras sacaba de un cajón el control del aire acondicionado.
La historia es así: mi estudio está en la planta alta. Le da sol durante prácticamente todo el día. Sin edificios y sin el filtro del smog, el sol es, en mi zona, impiadoso. El cuarto queda cerrado. Todo el día. Como consecuencia, la temperatura sube mucho. No tanto como para dañar los equipos electrónicos. Pero los cabezales de la impresora, que en general se usa poco, terminan por resecarse y dejan de funcionar. Excepto, claro, en invierno.
La invitación sigue en pie. ¿Cuáles son los bugs más raros con los que te encontraste en tu vida?