En memoria de Eduardo, un hacker de los buenos
Varios días después su avatar seguía apareciendo como conectado en Skype y en Facebook. Pero Eduardo Suárez ya no estaba con nosotros. Había fallecido el 21 de diciembre al atardecer.
Eduardo, que trabajaba como administrador de la red del Observatorio Astronómico de La Plata, fue mi amigo durante casi 20 años. Fue también parte inseparable de esta columna, no sólo porque la esperaba cada semana, al punto de preguntarme, los días de cierre, con qué tema iba, sino porque en innumerables ocasiones actuó como mi consultor y mi consejero. Por si esto no fuera bastante, Eduardo parecía una inagotable usina de ideas, de datos y de primicias.
De todas las personas que he conocido, y no son pocas, fue la más buena, la más querible y la más transparente, y fue también la que me dio una de las lecciones más importantes de mi vida: que la felicidad es una elección. Pese al enorme sufrimiento que le causaba la enfermedad progresiva e incurable que lo había confinado a una silla de ruedas dos décadas atrás, pese a los colosales obstáculos que el destino le puso en el camino, Eduardo era un hombre sonriente. Muchos de nosotros, tal vez la mayoría, nos amargamos a diario por verdaderas tonterías. Él, en cambio, abrazaba la existencia con una curiosidad y un entusiasmo que no parecían conocer límite. Sabía de todo, y sin embargo no dejaba de maravillarse cuando aprendía algo nuevo. Entonces sonreía.
Creo que fue en esta curiosidad a toda prueba donde nos identificamos y nos hermanamos. Con los años se convirtió en uno de los dos grandes amigos con que la vida me ha honrado.
Gracias a la Red, Eduardo conseguía superar muchas de sus limitaciones y, con esto, me enseñó también que esa cantilena de que Internet nos aísla, nos deja solos y nos deshumaniza es un discurso miope. La vida se ve muy diferente desde una silla de ruedas, eso lo aprendí con él. Queda re bien pontificar con que es mejor verse en persona, ir a tomar un cafecito y charlar cara a cara, pero cuando la esquina de la confitería no tiene rampa, las cosas se te complican. O si la rampa está presente en la esquina, pero no en la confitería. O si el baño está al final de una larga, empinada y angosta escalinata. O si ese baño no está adecuado, como no lo está la mayoría, a las necesidades de una persona discapacitada.
Pese a los 50 kilómetros que nos separaban, Eduardo era para mí una presencia constante, ahí en el chat. No teníamos ningún protocolo para hablarnos, ni horarios. Sabíamos que si el otro no respondía era porque no estaba o no podía. Salvo en ocasiones excepcionales, cuando un cierre arreciaba o él se encontraba emparchando todas las máquinas de su red porque había aparecido alguna vulnerabilidad endiablada, podíamos estar charlando todo el día, de ratos, como si estuviéramos sentados trabajando uno junto al otro. Costaba creer que, en la práctica, nos habíamos visto en persona no más de una docena de veces. Sólo en estos pocos días desde su desaparición me he topado con veinte temas que me hubiera encantado charlar con él. Voy a extrañarlo una enormidad.
Sí, Internet era su manera de superar lo que la suerte le había deparado. No sólo porque socializaba sin fronteras –logró así hacerse querer por muchísima gente–, sino porque era también el modo en que lidiaba con las necesidades cotidianas. En los últimos años, las restricciones y controles a las compras por Internet le habían complicado mucho la vida. Háblenme de inclusión, cuando tengan ganas.
Una de las últimas conversaciones que tuvimos fue sobre los controles que había empezado a imponer también Uruguay. "Caminan al revés de la historia, se aferran a algo pasado", me puso.
Era, claro está, un hombre inteligentísimo, de esos que no creen tener todas las respuestas, esos sujetos extraordinarios a quienes jamás se le agotan las preguntas. Hablar con él era una dicha.
Pero no se había recluido en el intelecto. Vivía sus sentidos intensamente. Tiempo atrás se había enamorado de la cocina, y se abocó a eso como hacía con todo lo demás, sin descanso. Aprendió, leyó, practicó, hizo. Muy pronto fue un experto y en sus cumpleaños nos preparaba delicatessen a todos, y luego disfrutaba de la charla hasta la madrugada. Tenía un don: lo que tocaba, lo mejoraba. Era un hacker de los de verdad. No importa si se trataba de código, de una carne al horno o de un debate filosófico. Eduardo lo mejoraba.
Su pasión eran las redes. Jorge Amodio, que fue su amigo durante 30 años, me contaba estos días que Eduardo solía firmar sus mails como "Netman". Su dedicación al trabajo, su atención a los detalles y su capacidad para mantenerse constantemente actualizado no tenían igual. No porque sí fue uno de los pioneros de Internet en la Argentina, como me apuntó ayer Amodio, testigo privilegiado de aquél proceso (Amodio conectó a la Argentina con Internet desde la Cancillería en 1990).
Una de las cosas que siempre me llamó la atención, y que me hizo quererlo tanto, fue su absoluta falta de maldad. Nunca, ni una sola vez en estos casi 20 años, lo oí decir algo cargado de maldad. Siquiera con una hebra de maldad. Podía enfurecerse como Zeus. Se apasionaba sin el menor escrúpulo. Lo oí (y lo leí) airado más de una vez. Pero nunca percibí ni vileza ni abyección, ni mucho menos intenciones aviesas. Era, en uno de los sentidos etimológicos de la palabra, un hombre inocente. Es decir, incapaz de hacer daño; "no nocivo", en latín. Le encantaba la etimología a Eduardo, me acabo de acordar de eso.
Era incapaz de hacer daño, pero no era ingenuo. Le preocupaban y le dolían su nación y el mundo; su último avatar en Facebook fue el hashtag #SaveKobane. Sobre todo, le preocupaba Internet, a la que veía como un nuevo espacio de democracia, de civilización. Cada vez que un gobierno intentaba controlar, condicionar, limitar o de cualquier otra forma domesticar la Red, Eduardo podía estar horas despotricando y argumentando. Tenía razón, además.
El domingo a la tardecita se quedó dormido en su silla de ruedas, como era usual, y nunca despertó. Nos quedaron millones de cosas en el tintero. Esas cosas que dejás para después, para cuando no estés ocupándote de lo urgente. Si quieren un consejo, no dejen cosas para después.
Muchas veces le pedí a Eduardo que leyera esta columna antes de que saliera publicada, para asegurarme de que no estaba metiendo la pata con algo. Siempre, invariablemente, lo hizo. Siempre tenía tiempo para ayudarme, y me corregía hasta los errores de tipeo, a pesar de que, claramente, no habían sido el motivo de la consulta. Tal era su generosidad.
Esta es la única columna que nunca hubiera querido escribir. Es también la que Eduardo nunca podrá leer. Pero sé que le encantaba que lo citara. "Después me cargan en la Facultad", me decía, pero no podía ocultar su orgullo.
Eduardo fue uno de esos hombres enormes que ennoblecen a la humanidad, que te devuelven la fe en medio de tanta atrocidad, tanta ignorancia y tanta barbarie. Hoy he venido aquí a rendirle tributo y a dejar constancia de su grandeza.
Le toca descansar ahora. A él, que era incansable, le toca descansar. Así que dejaremos de chatear. Al menos por un tiempo.
@arieltorres