En internet nadie tiene la última palabra
La dirigencia sabe que pasó algo muy grande en los últimos 30 años, pero no logra metabolizar esos cambios; un decálogo y medio para la política del siglo XXI
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La frase apareció en mi cabeza durante alguno de los incontables discursos que políticos, funcionarios y cuadros partidarios nos obsequian a diario. Esa frase, que fue como una bofetada, decía: “Mientras la dirigencia sigue discurseando, nosotros chateamos”. Por chatear me refería a WhatsApp, pero también a Twitter, Facebook, Instagram y todo lo demás. Ese foro sin fronteras con 4700 millones de participantes.
Algo en esto que llamamos la mente había tenido una suerte de reacción alérgica. ¿Cómo era posible que siguiéramos oyendo la misma épica, los mismos lemas, incluso las mismas construcciones gramaticales que antes de la llegada de internet, los smartphones, las comunicaciones sin frontera a costo cero, la nube y los algoritmos de inteligencia artificial? Es decir, antes del siglo XXI. No por echar mano de un recurso falaz, pero para aclarar un punto: no toco de oído en este asunto del discurso político. Estudié su fabricación con la lingüista Beatriz Lavandera y su equipo, en la UBA, en la época en la que regresó la democracia. Analizamos cientos de discursos. Ahora, mientras mi celular ardía de vox populi, mis oídos seguían recibiendo los mismos dichos que 40 años atrás. Incluso en el nivel sintáctico.
Puede sonar medio a delirio esto de mezclar la sintaxis con el discurso político, pero es al revés. Exactamente al revés. Un ejemplo clásico es el de poner un mensaje incómodo dentro de una doble subordinación, todo rodeado de épica ferviente. Por supuesto, lo que sigue es una andanada de aplausos, a pesar de que el funcionario nos acaba de dar una pésima noticia. Funciona, no es broma.
La pregunta es si sigue funcionando igual en el siglo XXI. La gramática es la misma y los mecanismos para esconder los mensajes incómodos o para hablar 10 minutos sin decir nada no han cambiado. Pero el contexto es muy diferente. Hace 40 años el poder de la palabra se encontraba en un solo lugar. En un único lugar. Ese contexto cambió por completo y lo que antes rezongábamos en la mesa del café, hoy tiene el rango de indignación global y es monitoreado a cada minuto por operadores de los gobiernos, los partidos, el poder judicial, los legisladores y los gremios.
Anoto, de paso, que la indignación por sí, a mi juicio, no alcanza. Pero tampoco es mi área, así que no opinaré sobre ese asunto. A lo mejor sí alcanza. A lo mejor alcanza con atreverse a decir fuerte y claro que no nos gustan los modelos piramidales de poder. Hasta ahora muy pocos han sido lo suficientemente explícitos al respecto. Pero no lo sé. Lo que sí sé es que mientras el funcionario habla, ocurren muchas otras conversaciones públicas en tiempo real y en paralelo. Antes no era así. No era pública. El foro era doméstico y se cancelaba a unos pocos metros de distancia. De esa vox populi la dirigencia o no es consciente o es consciente y la desprecia como “cosa de haters”. O sostiene que es “solo una operación”.
Su problema, el del funcionario, el del político, es que no todo es lo mismo. No todo es igual. Es una pretensión de moda. Pero es una pretensión falsa. La mayor parte del discurso público no es una operación, es lo que sentimos, nosotros, el soberano.
Frente a este cataclismo, en el mejor de los casos, el político o el funcionario intentan prestar oídos, pero con éxito desigual. A veces, tratan de quedar bien con todos, cosa inviable. A veces, intentan quedarse con la última palabra, como estaban acostumbrados hasta ahora. Pero nadie tiene la última palabra en internet.
El poder, atomizado
Cuando llegué a este punto me dije: el problema parecería ser no tanto que están ignorando el cambio brutal de contexto, sino más bien que no han conseguido metabolizarlo. Saben que algo pasó, algo muy grande, pero no tienen las enzimas para digerirlo. A cualquier costo, están tratando de hacer encajar su visión del mundo en un mundo que es esencialmente otro. Se nota especialmente con aquellos que pregonan un discurso feudal, porque en esos casos no solamente se han salteado el siglo XXI, sino los cinco siglos anteriores.
Se me ocurrieron algunas ideas, mientras meditaba sobre esto, acerca de lo que parecería no estar quedándole claro a la dirigencia (sobre todo a la local, pero creo que es un mal generalizado). Eso que muchos califican como “desconexión de la realidad” es en realidad una desconexión con el siglo, con el Zeitgeist. Aquí van algunas de esas ideas. Espero que les sirvan. Vengo analizando sus discursos desde que estudiaba en la universidad; incluso escribí un ensayo sobre Lógica y Discurso Político, para la cátedra de Carlos Alchourrón. No son buenas noticias, concedido. Pero, con entera franqueza, lo que sigue es el resultado de una larga reflexión. Casi cuarenta años de reflexión.
- Nadie tiene la suma del poder. Todos la tenemos.
- El discurso político ya no es unidireccional, monofónico y escenográfico. Es polifónico, multidireccional y en red.
- Así que es más importante escuchar que arengar.
- Todo lema va a convertirse en meme. Para bien o para mal, pero es lo que va a ocurrir.
- La épica y el relato solo funcionan si no se los refuta. Hoy todo se impugna. De nuevo, para bien o para mal, es así como funciona.
- O sea que la política del atril y la gesta son cosa del pasado. Funcionaron en su momento. También la diligencia funcionó en su momento. Ya no más. Van a tener que pensar en otra cosa.
- En una red informática todo queda registrado. La realidad se comporta como una red informática ahora. Si no hay un log que lo demuestre, nadie lo va a creer. Por eso tantas declaraciones suenan a pretexto, a verso, a chamullo (disculpas por los porteñismos).
- En semejante contexto, el único valor que realmente importa es la consistencia y la integridad. Eso también es típico de las tecnologías de redes.
- El dinero puede comprar seguidores y campañas, pero no consistencia e integridad. ¿Por qué? Porque la consistencia y la integridad dependen de la entropía. Funcionan como las cadenas de bloques. No puede cambiarse el pasado, y todo el pasado está online, a pesar de los vanos (en general hilarantes) intentos militantes por alterarlo. ¿Por qué vanos?
- Porque dato enviado, dato publicado. No importa si fue enviado mediante un mensajero desarrollado por las agencias de inteligencia de los países más poderosos de la Tierra y cifrado con 5 algoritmos anidados. Si sale a internet, adiós.
- Por eso el código es poder.
- El aparato partidario parece seguir funcionando. Pero funciona exactamente de la misma forma que las máquinas de escribir después del 12 de agosto de 1981. Es solo cuestión de tiempo.
- Es imposible no ser transparente.
- Hoy los únicos íconos que cuentan son los del smartphone o la notebook. Y no son precisamente intocables.
- La palabra clave de la política hoy no es redes, algoritmo o inteligencia artificial. La palabra clave es actualización.
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