El sueño de Steve Jobs; la pesadilla de Steve Wozniak
El debate sobre el derecho a reparar enmascara un asunto mucho más importante, tanto para los usuarios como para la industria misma: los estándares abiertos versus los cerrados
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Como ocurre con quizá demasiada frecuencia en medio de los grandes cambios de paradigma, se usan analogías del todo inválidas para justificar decisiones de apariencia noble y justa. Por ejemplo, comparar autos con celulares para justificar el derecho a reparar nuestros propios dispositivos. Dejando de lado que ninguno de nosotros repara ya su propio vehículo –de hecho, muchas veces se llama al remolque para que cambie un simple neumático pinchado–, por lo que la idea de meterse a reparar un celular suena algo desconectado de la realidad, el caso es que todo este asunto es mucho (pero mucho) más complicado de lo que parece.
El debate sobre la reparabilidad arranca con los granjeros de Estados Unidos y sus tractores, que antes podían arreglar con lo que tenían a mano y salvar el día (un día en el campo es mucho tiempo) y en los que hoy o no pueden intervenir o directamente lo tienen prohibido. De ahí a cambiarle la pantalla al celular hay un largo trecho. Especialmente, si pretendemos además que ese celular sea estanco al agua y mida 7 milímetros de espesor.
Pero esto de reparar nuestros propios dispositivos enmascara un problema mucho mayor al que seguimos sin prestarle atención, mientras la industria avanza sobre otro derecho adquirido que durante un breve período nos permitió soñar con un mundo donde las computadoras dejaran de ser cajas negras. El poder de la informática, el más disruptivo desde la imprenta de Gutenberg, fue puesto en nuestras manos, casi sin restricciones, entre 1977 y 1981, período en el que nacieron la Apple II y la IBM PC.
La primera, un equipo extraordinario que alimentó las arcas de Apple durante 11 años, fue el centro de fuertes discusiones entre Steve Wozniak, que había diseñado esa computadora, y Steve Jobs, que quería mantener el control férreo sobre lo que las personas hacían con la máquina. Wozniak, formado en la computación tradicional, donde todo se compartía, desde el código fuente hasta las mejoras (llamadas hacks), pretendía que la Apple II fuera lo más compatible y abierta posible. Ganó en gran medida Jobs.
En cambio, la IBM PC nació como una arquitectura abierta para atraer a fabricantes de periféricos y desarrolladores (esto me lo contó Jim Bradley, uno de los doce ingenieros que diseñó la PC), con lo permitió el surgimiento de los clones; hoy las PC son exclusivamente clones. Dicho brevemente, IBM registró el BIOS de esa computadora como copyright, no como marca, de modo que si no lo copiabas literalmente, no infringías la ley. Así fue como nacieron compañías como Dell y Compaq, entre otras.
Y aquí viene el dato clave: al revés de lo que había pasado con los negocios nacidos de la revolución industrial, donde los secretos se guardaban bajo siete llaves, la arquitectura abierta se quedó con el mercado. Esto es muy contraintuitivo. ¿No se supone que uno debe proteger los secretos industriales? Bueno, depende, y esa es la razón por la que hablamos de un cambio de paradigma: ideas y conceptos que antes funcionaban se vuelven obsoletos. Hubo una constelación de motivos detrás de este cambio, pero básicamente una arquitectura abierta le daba lugar a miles de pymes que, con el tiempo, se convertirían en colosos. Samsung y Nvidia, por citar solo dos que hoy están en la cima. Pero había algo más.
La arquitectura no solo era abierta puertas adentro, para la industria en sí, sino también para nosotros, los usuarios. Por mucho que ahora se pretenda justificar el derecho a reparar comparando computadoras con coches, la informática personal era mucho más avanzada que los coches, en este aspecto. Si querías, podías comprar un PC armada, como si fuera un auto. Pero si no, comprabas los componentes y la armabas por las tuyas. Al revés que los vehículos, la computadora personal nació como un dispositivo modular. Además, los componentes eran fáciles de ensamblar. O sea, en lugar del derecho a reparar teníamos el derecho a armar. Si tenías ese derecho, tenías el otro garantizado.
Como saben, he armado mis computadoras, de la primera a la más nueva, y por eso sé que el derecho a intervenir y modificar (que también busca garantizar la ley hoy en debate en Estados Unidos) se deriva del primero. Nunca reparé un disco duro fallado, una placa de audio quemada o los circuitos internos de un microprocesador. Lo que llamamos reparar significa que podemos sacar una pieza rota y poner otra. Típicamente, la fuente de alimentación. Casi siempre es lo primero que se rompe. ¿Qué hacías entonces? Comprabas una fuente nueva y en media hora salías andando.
No estamos hablando, como los granjeros, de reparar con lo que tenías a mano, sino de modularidad. ¡Ay, qué ganas de complicar! ¿Cuál es la diferencia? Bueno, es lo mismo que confundir fabricar con ensamblar. Y en esa diferencia se esconde un asunto clave. A eso vamos.
Hablemos de música
Aunque las computadoras del tipo IBM nacieron como dispositivos modulares, lo cierto es que siempre fue más cómodo comprar todo armado. Con el software instalado. Llave en mano. Y es comprensible. Las PC de escritorio, además, resultaban un poco aparatosas. Así que, de a poco, las notebooks y los smartphones se quedaron con la parte del león. En el medio, la industria hizo un pase de manos que casi nadie advirtió, pero que era preocupante: descartó la modularidad. Hoy estamos discutiendo si el enchufe del cargador tiene que ser universal o no. A los veteranos tal discusión nos parece simplemente obscena. Toda la increíblemente próspera industria de la música usa un estándar público y abierto llamado MIDI, que las compañías acordaron en 1984.
La modularidad, no la reparabilidad, fue lo que desapareció de los dispositivos. Todavía es posible sacarle el disco SSD a una notebook que ya no anda y ponérselo a otra, pero en los celulares la miniaturización es tal que el derecho a armar tu propio dispositivo se ha perdido por completo. Es verdad que hubo intentos, como el Ara, de Google, y todavía existe el Fairphone, entre otros, pero la tendencia es evidente y posiblemente irreversible.
El problema de fondo de que los equipos no sean modulares (y difícilmente vuelvan a serlo, insisto) es que son nuevamente cajas negras. Va más allá de la coveniencia personal, de un derecho individual. Afecta la competencia y cancela la inclusión de nuevos participantes en la industria (así nacieron Apple y Microsoft, sin ir más lejos). Sí, sella por entero cualquier posibilidad de que los usuarios intervengan en el equipo, pero el problema no es cambiarle la pantalla a tu celular, sino que si Linus Torvalds no hubiera contado con la información pública sobre la plataforma x86 de Intel nunca habría escrito el núcleo de Linux. Que hoy hace andar los teléfonos con Android. Que a su vez han tenido toda clase de problemas para actualizar, por ejemplo, drivers de video, por el cada vez más cerrado secretismo de los fabricantes.
No son menos disruptivas estas tecnologías que la rueda o el teorema de Pitágoras, y cerrar estándares al máximo –el sueño de Steve Jobs; la pesadilla de Steve Wozniak– no puede ser bueno para nadie. Ni siquiera para la propia industria.