El incómodo lujo de no tener Internet ni aplicaciones en el celular
Pasamos un mes con el MP02 de Punkt, un moderno teléfono de los de antes que combina la anacronía del teclado físico con su recién incorporado acceso a Signal
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Hace un mes arranqué la tarjeta SIM de mi teléfono y la metí en algo más parecido a una calculadora. Dejé atrás WhatsApp y otras 82 aplicaciones (¡ochenta y dos!). Y me mudé a la isla que es el MP02 de Punkt. Este teléfono suizo, a la venta por 329 euros, se presenta como “lo mejor de dos mundos”. Tiene conexión Internet y acaba de incorporar acceso a Signal, el sistema de mensajería que rivaliza con WhatsApp, pero no sirve para navegar ni para usar ninguna otra aplicación. Solo puede usarse el dispositivo como un router que da conexión a otros aparatos. Más allá de esta posibilidad, los MP02 son teléfonos de los del diccionario de la Real Academia Española: “aparatos para hablar por teléfono”. No tienen ni el juego de la serpiente.
El objetivo de esta mudanza de SIM era poner a prueba la vida sin esas pantallas que nos derraman todo tipo de información encima cada vez que las encendemos. Que unas veces nos ayudan y otras nos estorban. Que unas veces nos conectan a nuestros seres queridos y nos venden a los anunciantes más avispados. Que tienen nuestra atención durante una media de 4,2 horas diarias, según los últimos datos de App Annie.
Una pequeña ventana al mundo
Durante este experimento procuré no utilizar Signal para evitar hacer trampa, pero lo habilité para probarlo al concluir el mes de desconexión. Tener esta aplicación de mensajería –y alguien al otro lado para recibir nuestros mensajes– cambia bastante el panorama.
Aunque Punkt precisa que lo han habilitado como una medida de seguridad extra para llamadas de voz, también están disponibles los grupos y las benditas notas de voz, que ahorran luchar con el teclado físico
El principio del fin
El arranque del experimento tiene un punto ceremonioso. Preparo un mensaje para distribuir entre mis contactos frecuentes, reviso las aplicaciones para ver cuál voy a echar más de menos ―ay, Google Maps―, y apunto los teléfonos que creo que voy a necesitar. El anuncio de la inminente desconexión despierta un abanico de reacciones que van desde la incredulidad hasta la envidia. “Es broma, ¿no? Me niego”, sentencia un amigo. “Odio el puto móvil”, resume otro.
Desactivo el teléfono pensando en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos, en lugar de prender una antorcha estoy apagando un cacharro que durante los últimos 4 años no ha pasado desconectado más de 24 horas. “¿Todavía tienes WhatsApp?”, me pregunta mi pareja. Veo un último video viral –un perro corriendo desbocado hacia el mar– y procedo.
Ya en el nuevo móvil, me reciben la silueta y el currucucú de una paloma. Tecleo mi pin por primera vez en teclas físicas después de al menos cinco años (tardé en desprenderme de la Blackberry) y trasteo por sus funciones: el viejo combo de llamadas y SMS lo completan calendario, reloj, notas, calculadora y el acceso a Signal (que no vamos a utilizar durante el mes de prueba), bautizado como Pidgeon. El MP02 cumple con lo que promete, es fácil de utilizar, permite llamadas de calidad y efectivamente puede dar acceso a Internet a terceros dispositivos. Los móviles como este, conocidos como teléfonos minimalistas, tienen un mercado pequeño pero persistente. De acuerdo con los datos de Pew Research, un 20% de los españoles utilizan teléfonos que no son un smartphone, frente al 78% que sí recurre a los teléfonos inteligentes y el anecdótico 2% que no usa ni lo uno ni lo otro.
Las primeras horas las paso en tensión. Imaginando escenarios en los que voy a necesitar el móvil y preguntándome si habré olvidado avisar a alguien importante. Una clara carencia de WhatsApp que hasta ahora me había resultado invisible es la imposibilidad de establecer el envío de un mensaje automático como los que programamos en el correo del trabajo cuando nos vamos de vacaciones: “No estoy. Llámame o envíame un SMS”.
Esa misma tarde quedo a tomar algo con amigas: privada de Google Maps, memorizo el camino al bar antes de salir, tomo nota mental de la potencial necesidad de comprarme un mapa y descubro que no puedo ver las cartas de los restaurantes porque el MP02 no tiene cámara y ahora todo son códigos QR. Esta es la primera y probablemente la más estúpida de las incontables ocasiones en que no tener un teléfono móvil normal me ha obligado a recurrir a la generosidad de los demás.
Cambio de rutinas
Hasta este último mes, podía afirmar sin exagerar, que el móvil es lo primero que veo al despertar cada día y lo último antes de irme a dormir. Mientras me espabilo, hago una aletargada gira por las portadas de los periódicos, Twitter, WhatsApp, Slack, Instagram y el correo electrónico y no menos de media hora más tarde, me arrastro hacia la cafetera. La primera mañana con el MP02, cogí el teléfono, vi un SMS, y me quedé mirando al techo luchando por no dormirme de nuevo. Al cabo de cinco minutos me despegué del colchón. Despertar sin un océano de plataformas en las que bucear no ha sido mi experiencia favorita de este mes, pero sí ha hecho mis mañanas más productivas. Para las noches, confieso avergonzada que acabé mudándome a una tableta.
La sed de notificaciones se intensifica a lo largo del día. Pero el teléfono está seco. Desesperada, le envío un mensaje a mi hermano: “Qué sola estoy”. A las dos horas, suena la celestial vibración del móvil: “Porque quieres”. Durante el día, se me van los ojos a las pestañas abiertas en el navegador, buscando sin éxito el icono de WhatsApp Web. En incontables ocasiones lo abro sin darme cuenta, por puro reflejo. Pero la plataforma de mensajería propiedad de Facebook no permite por ahora chatear si el móvil no está conectado a Internet. Esta opción, por cierto, sí que está disponible en Signal y Telegram, pero salvo contadas excepciones, ambas aplicaciones son habitaciones vacías en las que solo responde el silencio. Al tercer día empiezo a mirar con cierto desprecio esa pantallita vacía. Aun así, cuando la gente me pregunta si seguiría usando un teléfono así, respondo convencida: “Sí, cuando no esté trabajando”.
Durante la jornada laboral, la desconexión no es una opción. No tener acceso al correo electrónico o a la plataforma de mensajería instantánea Slack me obliga a tener un ojo siempre puesto en esas dos pestañas, siempre abiertas en la computadora. Dentro y fuera del trabajo, esta herramienta se convierte en la principal sustituta para todo lo que normalmente haría desde el móvil: encargar un taxi, pedir comida a domicilio, leer el periódico, grabar entrevistas, hacer gestiones con el banco, ver series... El problema es que, por muy portátil que sea, llevarlo encima siempre que salgo no es una opción. Tampoco es especialmente cómodo llevarlo a cuestas por toda la casa.
La calma
Conforme pasan las semanas, el mutismo del MP02 se vuelve parte de la rutina. Desaparece la ridícula ansiedad por falta de estímulos y apenas miro el móvil porque no espero nada de él. Con todo, no estoy desconectada. Sigo recibiendo algún que otro SMS cada día -infinitamente menos que en WhatsApp- y, lo mejor de todo, mi correo personal deja de ser un vertedero de ciberbasura: una amiga me envía una ecografía 3D donde se puede ver la cara de su hija, que esta al caer. “Espero que este siga siendo tu correo”, dice el asunto. Mi madre se las apaña para enviarme una foto de los tomates que están empezando a crecer en el huerto de casa. Yo misma utilizo el correo electrónico para compartir una buena noticia con lo que antes era un grupo de WhatsApp. Y estoy convencida de que valoro y recuerdo mejor esos intercambios porque no llegan perdidos entre las llamadas de atención de cerca de un centenar de aplicaciones.
También está claro que vivir con uno de estos teléfonos exige renunciar a las conversaciones constantes que permiten no solo estar al día de las pequeñas cosas, sino también ver qué están haciendo nuestros seres queridos en las fotos que nos envían. La insoportable lentitud del teclado físico se asegura de ello y me acerca un poco más a los quicios de mí misma cada vez que borro sin querer todo lo que había escrito.
Por otra parte, el lujo de la desconexión impone sobre familiares y amigos la necesidad de hacer un esfuerzo extra que en muchos casos es diminuto, pero no deja de parecerme injusto. Me han leído la carta de los restaurantes. Me han pedido taxis. Me han enseñado Instagram. Me han guiado por teléfono por las calles de Madrid porque a partir de cierto punto olvidé que no tenía Google Maps.
—Al salir del metro, sigue hacia el este.
—¿Perdona?
—Hacia la dirección contraria en la que van los coches.
Me han venido a buscar a la otra punta de un parque porque en la jungla de asfalto me oriento regular, pero entre los árboles tengo el sentido de la dirección de una peonza. Me ha prestado un teléfono para poder seguir los avances de mi hermano en su primera maratón. Han tenido en cuenta mi ausencia y se han tomado la molestia de llamar para las cosas importantes y enviar SMS para las que no son vitales, pero hacen compañía. Y me han ido contando todo lo que me he perdido.
También tuve que aceptar las pequeñas incomodidades de no tener linterna, no poder pedirle al asistente virtual que me haga las llamadas, me ponga el despertador o me diga si los perros pueden comer cerezas. Se me hizo especialmente cuesta arriba no poder escuchar música en el supermercado o en los ratos muertos en el metro. Y no pude compartir la foto de mi perro luciendo una golilla hecha con un cartón de pizza. Pero las frustraciones conviven con una ventaja que creía perdida. Cuando utilizo el teléfono, hago lo que tenía pensado y lo suelto. No divago por las notificaciones y las redes sociales hasta que me doy cuenta de que me he perdido y acabo preguntándome para qué demonios había cogido el móvil.
¿Se puede vivir sin internet en el teléfono? ¿Sin aplicaciones? ¿Sin cámara de fotos? La respuesta simple y obvia es que sí. El problema es que la desconexión exige pequeños sacrificios de comodidad en un mundo lleno de códigos QR y servicios digitales que ya no está pensado para la existencia al margen de Internet, pero también permite ganar cierta perspectiva sobre la relación que tenemos con estos aparatos y cuáles de sus cantos de sirena son los que verdaderamente necesitamos escuchar.
EL PAIS