El extraño caso del teléfono que nunca se rompía (o casi)
Tres años de golpes, caídas y porrazos no habían conseguido doblegar a este noble S4, hasta que entró en escena BB8 y le causó un accidente fatal. Ahora era menester resucitarlo, porque en su interior se escondía una joyita insustituible
Desde que compré mi Galaxy S4, hace más de 3 años, el pobre se vio sometido a mi bien conocida torpeza. Sufrió caídas de toda magnitud, incluida una en el Puente del Inca, cuando el viento me hizo volar la gorra e instintivamente –qué rara es la mente– solté el teléfono para salvaguardar un pedazo de tela casi sin valor alguno. Como un pelele, gorra en mano y boquiabierto, hube de presenciar, con horror, cómo la delicada maquinaria se estrellaba contra las piedras. Pero sobrevivió. Con los años, acumuló cicatrices, claro, pero nunca falló. Soportó parquets, adoquines, asfaltos, porcellanatos, cerámicos, baldosas, mosaicos e innumerables veredas sin que su pantalla ni sus funciones sufrieran ni una derrota. Llegué a creer que me había tocado uno de esos escasos teléfonos que se jubilan con la pantalla intacta.
Pero era cuestión de tiempo. Hace más o menos un mes, mientras probaba si los BB8 pueden andar por el césped (no, no pueden), mi coordinación falló una vez más y mi querido S4 blanco voló por el aire y terminó sobre el deck de madera. Tras haber enfrentado situaciones mucho más inelásticas, imaginé que también esta vez habría salido indemne. No. Ni ahí. Quizás este golpe terminó por quebrantar la castigada estructura cristalina y la pantalla se deshizo. Todavía peor, el display ya no encendía. Oía como caían las notificaciones, pero nada más.
Dirán que, luego de 3 años, lo mejor que podía hacer era aprovechar el incidente para comprarme un teléfono nuevo. De hecho, siempre tengo un muleto, para situaciones como ésta. Pero nada nunca es tan simple.
Por razones que no vienen al caso, necesito una app en particular, la Google Camera, que me permite hacer fotos esféricas. Se preguntarán, con razón, porqué no cambiar de teléfono e instalarle la dichosa app. No tan rápido.
Cuando puse en marcha el muleto y busqué la Google Camera en la tienda, ya no estaba. Por un minuto supuse que el dispositivo de respaldo no cumplía con algunos de los requerimientos de la app. Pero no. Además eso no evitaría que Play muestre una cierta aplicación. Simplemente, Google la había integrado a Street View, como ocurre en los iPhone.
En fin, necesitaba seguir haciendo fotos esféricas sin invertir en un hardware especial, y la app que me había servido durante meses para esto estaba encerrada dentro de un teléfono al que no le funcionaba la pantalla.
Tenía, pues, que recuperar esa joyita y mis opciones se reducían a cinco.
Primera, comprarme un Nexus, únicos dispositivos –supe estos días– en los que Google permite ahora instalar Camera. Por supuesto, si algo quedaba descartado de entrada era adquirir un modelo en particular para recuperar una app. Además, no pude confirmar el dato.
Segunda, usar Street View, lo que no me seducía para nada.
Tercera, bajar la apk (el instalador) de Camera desde alguna de las tiendas alternativas. Demasiado aburrido.
Cuarta, usar otra app, como Sphere 360, que no me convence.
Quinta, cambiar la pantalla de mi S4. No, no mandar el equipo al service, sino desarmarlo y reemplazar la pantalla por mi cuenta (y riesgo).
Adivinen cuál me tentaba más.
En el quirófano
Para ser enteramente honesto, creo que estaba buscando una excusa para intentar arreglar un smartphone, algo que todavía no había hecho. Miré un par de videos sobre cómo intervenir un S4 y decidí que la misión era perfectamente viable. Esto no quiere decir que la aconseje, como se verá enseguida. Pero la experiencia me parecía de lo más interesante, así que le propuse la idea a Samsung, que en unos pocos días me envió el repuesto.
Aguardé a tener una tarde de domingo más o menos tranquila, preparé mis herramientas y varios recipientes pequeños para ir guardando de forma ordenada tornillos y piezas, y puse manos a la obra. Desarmar un S4 es en verdad muy sencillo. Se quitan la tapa trasera y la batería y se extraen 9 tornillos. Casi todo lo demás, con excepción del tornillo que ajusta el motherboard, se basa en módulos que se encastran y varios cables planos que encajan con precisión en los slots. Para reemplazar la pantalla hay que quitar todo el marco de plástico con sus módulos (los del micrófono y parlante, por ejemplo) y, por último, el motherboard, que ocupa poco más de un tercio de la superficie interna del equipo. En el proceso hay que desconectar varios cables planos. Una pavada, a decir verdad.
Pero, como se sabe, siempre es más fácil desarmar que volver a armar. Dicho y hecho. El S4 está muy bien conceptuado en cuanto a la facilidad de repararlo, habiendo obtenido 8 puntos sobre 10 en el sitio de IFixit, pero la escala de los componentes representa un desafío. Todo es muy pequeño y delicado. Una pinza de depilar ayuda y los kits de reemplazo suelen ofrecer herramientas adecuadas. Además, la tarea pide a gritos ciertas condiciones especiales. Primero, una vista aguda. Una lupa con luz –las buenas cuestan más que la pantalla del S4– no es ninguna mala idea. Segundo, un pulso de neurocirujano; quizá para compensar mi torpeza, la Providencia me ha obsequiado una gran precisión para trabajar con las manos. Tercero, una superficie generosa donde ejecutar la operación, de tal forma que ninguno de estos tornillos diminutos vaya a parar al piso (donde pasaríamos 16 semanas buscándolos).
Una vez despiezado, empecé a ensamblarlo otra vez, sobre la base de la nueva pantalla, que viene a funcionar como soporte de todo lo demás. Las cosas fueron razonablemente bien, pese a las dimensiones liliputienses, hasta que llegué al único componente que realmente me dio trabajo: la antena. Es un cable de corte circular que recorre gran parte del teléfono. Mientras los cables planos tienden a quedarse en su lugar y los slots cuadrangulares funcionan como guías para encajar el enchufe, ajustar la antena fue como enhebrar una aguja durante una travesía en 4x4 por el Valle de la Luna (de noche). Pero luego de un rato, lo logré.
El componente que más llamó mi atención es el que causa la vibración del S4. Es un oscilador lineal o, de forma más hermética, un propulsor resonante lineal. Esto quiere decir que no tiene partes móviles externas –funciona, grosso modo, según los mismos principios de un altavoz– y su aspecto es el de una pila de reloj gruesa. Luego de la batería, el motherboard y el objetivo de la cámara, es la pieza más grande del dispositivo. Todo lo demás es casi intangible: chips delgadísimos, cables planos ínfimos y mecanismos que parecen de relojería. Lo que hemos logrado en términos de miniaturización en tan poco tiempo corta el aliento.
Algo no está bien
Terminado el ensamblaje, hubo unos segundos de suspenso desde el momento en que presioné el botón de arranque hasta que apareció el mensaje de bienvenida en la pantalla. El booteo concluyó sin novedad, pero noté enseguida que el LED de las notificaciones no se había encendido durante el proceso. No era una buena señal, de modo que probé todas las funciones una por una hasta que descubrí que no sólo el LED había fallado, sino también el sensor de luz (adiós al brillo automático) y la entrada para los auriculares. Noté todavía una cosa más: todos esos componentes estaban juntos y del lado del teléfono que había recibido lo peor del impacto.
Durante la semana, traté de convencerme de que, luego de semejante accidente y tras una cirugía tan delicada, estas bajas eran perfectamente aceptables. Pero ya saben cómo es. Como una piedrita en el zapato. Una astilla en el dedo pulgar. Una basurita en el ojo. Me molestaba mucho el no haber recuperado al 100% mi teléfono y la intriga sobre lo que podía haber ocurrido rozaba lo insoportable. La combinación de perfeccionismo con una curiosidad extrema constituye una fórmula letal, créanme.
Para empeorar el escenario, en algún momento noté que la pantalla y el marco de plástico no habían quedado bien ajustados. No servía presionar. Algo estaba mal ahí dentro. O, mejor dicho, había hecho algo mal al ensamblarlo.
Obvio, al final no aguanté más y me volví a sentar con las herramientas, los recipientes y la lupa. Fui desarmando todo con la idea de dar con un cable mal enchufado. Pero no, nada. Estaba por rendirme ante la evidencia de que o el golpe o la cirugía habían roto esos componentes cuando mi vista recayó sobre un slot libre en el motherboard. Un slot libre es perfectamente lícito. Pero un slot libre justo al lado del módulo que estaba fallando constituía evidencia suficiente.
Sin embargo, el cable correspondiente no estaba en ningún lado. Raro. Sabía con absoluta certeza que no me había dejado ninguna pieza afuera. Así que el cable tenía que encontrarse en alguna parte. Y si no estaba fuera del teléfono, necesariamente tenía que estar dentro. Miré la zona con la lupa y ahí entendí todo. El conector, de medio milímetro de espesor, había quedado atrapado entre el motherboard y la pantalla, lo que no sólo había desvinculado el LED, el sensor del luz y el enchufe para auriculares, sino que además impedía que las piezas calzaran a la perfección.
Muy bien, había que sacar el motherboard, que es la maniobra más laboriosa, doblar el cablecito plano sobre sí mismo, volver a colocar la plaquita, pasar el conector por encima y enchufarlo en el slot. Con sólo dos manos, no fue fácil, pero al final encontré la serie de movimientos adecuada.
Esta vez, la secuencia de arranque fue todavía más tensa. Un smartphone no es el tipo de máquina a la que le guste que la desarmen y la vuelvan a armar muchas veces. Lo primero que noté, sin embargo, es que el LED se encendía. Cuando estuvo en línea, probé el sensor de luz. Andaba perfecto. Lo mismo que los auriculares.
Había aprendido mucho con este pequeño proyecto de fin de semana y había sacado algunas conclusiones sobre cómo seguirá la electrónica de consumo. Pero supongo que eso será tema de alguna otra columna.