El desliz de Mark Zuckerberg, el futuro de Internet y una broma sin gracia
El fin de semana, mientras esperaba que empezara una película en el cine, me puse observar a las personas allí en la sala y tuve una suerte de revelación. Todos los que alcancé a ver, y no fueron pocos, estaban mirando su smartphone. La inmensa mayoría mensajeaba por WhatsApp. Un par miraba Facebook o Twitter. Varios, Instagram. La mayoría, con Android. Algunos iPhones, también. Es decir que toda ese electrónica increíble y todo el poder de Internet estaban concentrados en solo cuatro compañías: Google (Android), Facebook (WhatsApp e Instagram), Apple y Twitter. Viceversa –y a pesar de que también allí hay un par de firmas que lideran lejos el pelotón–, vi bastante variedad de dispositivos. No eran solo de Samsung y Apple, sino también LG, Motorola, Huawei y algunas más; y había, como ocurre con los coches, desde smartphones carísimos hasta equipos muy modestos.
Lamentablemente, la diversidad de tareas que hacemos con nuestros teléfonos es cada vez menor, a pesar de su potencial. Básicamente, estamos chateando, usando el GPS para conducir, algo de home banking, dos o tres jueguitos que tienen su verano y caen en el olvido, y, desde luego, mucha música, video, películas y series. De cierto modo, hemos vuelto a convertirnos en espectadores. Las computadoras e Internet habían logrado liberarnos del sofá y el control remoto, pero ahora el teléfono es el nuevo control remoto. La diferencia entre la tele y el smartphone es que ahora, cuando nos enteramos de algo que nos indigna, ventilamos la bronca en WhatsApp. Y asunto terminado. Estamos dejando de crear cosas, de actuar sobre la realidad, que fue uno de los grandes logros de las computadoras e Internet. Ahora, en lugar de quejarnos en el living nos quejamos en el living usando WhatsApp. Quejarse no cambia nada ni crea nada. Nunca lo hizo.
Lapsus linguae
En su conferencia F8 de este año , Mark Zuckerberg dijo que "el futuro es privado". No me queda claro si fue adrede o si, como ocurre a menudo en el discurso, dijo mucho más de lo que habría querido. Internet, que es pública, se ha ido privatizando con la conquista de más espacios por parte de un puñado de compañías. Cierto que Zuckerberg se quiso referir a la privacidad, pero hay otra lectura, y no es promisoria.
La infraestructura de Internet está sostenida por compañías privadas, es un hecho. Y, sin sombra de duda, sería un delirio que la Red se volviera una entidad estatal. Pero para entender esto hace falta ir al hueso e intentar comprender qué es exactamente Internet.
Internet es una idea. Nada más. Es como la libertad o como la definición de aceleración en la mecánica clásica. Cuando ejercés tu libertad o cuando pisás el acelerador del auto ponés en práctica esas abstracciones. Pero, por sí, Internet es una idea, la de que todas las redes puedan interconectarse (internetworking, en inglés; de allí la palabra Internet). Como el correo postal, los paquetes de datos de la Red llegan a destino sin importar el idioma que se habla allí, si las calles son de tierra o de asfalto, si hace frío o si hace calor, más un largo etcétera. No es casual, de hecho, que el tipo de gobierno en el país de origen y destino sea el único factor que puede hacer que una carta no llegue o sea censurada en el camino. Lo mismo ocurre con Internet. Por eso sería catastrófico que Internet se volviera estatal. (¿Están en pensando Rusia? Por supuesto.)
Esa idea, la de comunicar redes entre sí es conveniente para todos los actores del circuito, puesto que una red aislada de las demás es una isla insignificante en medio del océano virtual.
Los protocolos para hacer este internetworking son públicos y no tienen costo alguno. Así, cada fabricante puede implementar el conjunto de protocolos de Internet (llamado TCP/IP) como le guste. Algunas de estas implementaciones, naturalmente, son de código fuente abierto (como las de Linux o BSD; BSD está en la base del MacOS X, por ejemplo).
En resumidas cuentas, antes de llegar al código, antes de ser un software específico, Internet es una idea y un conjunto de estándares públicos. Lo mismo ocurre con el correo electrónico y con la Web, por citar dos de sus servicios más conspicuos. Cuando Google inauguró Gmail empleó protocolos como SMTP, POP3, IMAP y HTTPS. Dicho más simple, Google pudo ofrecer este servicio y monetizarlo gracias a cuatro estándares públicos: el servidor de envío de mail, el que los recibe (POP o IMAP) y el de la Web segura (HTTPS).
Facebook, lo mismo. De no haberse encontrado con una cancha razonablemente nivelada, no podría haber aprovechado HTTP (y luego, tras la crisis del FireSheep, HTTPS) para erigir su imperio. Para que quede claro: nadie sería capaz de destronar a Facebook desde dentro de Facebook. Zuckerberg, en cambio, dejó en el olvido a MySpace y eclipsa hoy a varias otras docenas de redes sociales. Porque la cancha que encontró estaba nivelada.
Pero no se trata solo de que resulta imposible competir con Google o Facebook. Eso es un hecho (aunque también es cierto que mañana podría surgir un fenómeno disruptivo y borrarlos del mapa; ya pasó y va a volver a pasar). El mayor perjuicio de la concentración es que resulta nociva para la innovación. Yahoo! estaba obsoleto cuando nació Google, pero Brin y Page no habrían llegado tan lejos de no haber sido porque tenían esa herramienta increíble creada por Tim Berners-Lee, la Web. Tampoco tuvieron que pedirle permiso a nadie (la permissionless innovation es un concepto clave, y no de ahora, sino de toda la historia de la civilización) ni inventar la idea de Internet y sus protocolos.
Cuando el grado de concentración aumenta en una industria, se desincentiva la innovación. Pruebas hay de sobra, pero alcanza con ver el caso de Microsoft. Cuando se encontraba en la cima de todas las cimas (a la que ha regresado, hay que decirlo, y gracias a Internet) la compañía pasó por alto la importancia de la Web y creó un sistema operativo para móviles tan mediocre que, paradójicamente, le hizo perder la revolución móvil. Nadie podía contra Microsoft, excepto la propia concentración. Que sí, es tóxica para toda la industria, y eso incluye a los que se llevan la parte del león.
Doble sentido
Por cierto, y como el mismo Zuckerberg admitió con una broma que no le hizo gracia a nadie, Facebook no tiene precisamente una buena reputación en cuanto a la privacidad. La privacidad no es un derecho menor o pasado de moda. Es, como dice el criptógrafo Bruce Schneier, un derecho fundamental para que las sociedades evolucionen. Las ideas que hace 200 años parecían inconcebibles hoy están establecidas como norma; los supuestos dislates de hace medio siglo hoy están en el debate público. Eso es porque esas ideas no fueron canceladas antes de siquiera poder discutirse en privado. Porque existía la privacidad. Porque había una vigilancia estatal rudimentaria.
Así que no es ninguna broma lo de la mala reputación de Facebook. Y el doble sentido, menos. Espero, de verdad, que el futuro de Internet no sea privado, sino que vuelva a ser un ecosistema público, nivelado, con oportunidades para todos.
La fallida broma de Zuckerberg puede sonar anecdótica, pero está lejos de serlo. Primero, porque no existe ninguna forma de que Facebook funcione sin inmiscuirse en nuestra privacidad. Es pedirle peras al olmo. Segundo, porque desvía la atención de los dos problemas que dan origen a esta invasión a nuestra intimidad –motorizada, además, por la inteligencia artificial–; esto es, la opacidad de los algoritmos y la concentración.
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