El demonio de la tecnología al final está evitando un naufragio
Hace unos cuantos años, en un reportaje que me hicieron para un documental, apareció la pregunta de rigor, obligada, políticamente correcta. Si las relaciones virtuales no nos deshumanizaban. Si acaso no estábamos más conectados pero menos comunicados. Si las nuevas tecnologías no nos convertían en una suerte de zombis encapsulados en sus propias burbujas virtuales. Si era posible reemplazar el cafecito cara a cara por una gélida videollamada.
Respondí (y había dicho esto ochocientas veces antes) que esa era la mirada de la persona que disfruta de total libertad de movimientos o no padece de ninguna limitación visual, auditiva o de alguna otra clase. En mi opinión, el planteo sonaba muy progre, pero era de lo más discriminatorio.
Pensaba, al decir esto, en mi amigo Eduardo Suárez. Eduardo tenía la más completa convicción de que gracias a estas tecnologías había podido ejercer su profesión y sus numerosas y apasionadas vocaciones. Constreñido desde su juventud a una silla de ruedas, incluso cuando no había ninguna pandemia, salir de su casa era para él un desafío. Vivía en La Plata y solo nos veíamos dos veces al año, para su cumpleaños (que habría sido hace muy poquito, el 7 de marzo) y para el mío. Nuestra relación fue, por lo tanto, mayormente virtual, por chat y largas charlas telefónicas. Pero sobre todo por el chat, durante los casi 20 años que lo conocí. Fue uno de los dos mejores amigos que me obsequió esta vida, y, desde que falleció, el 21 de diciembre de 2014, lo extraño un horror. Dónde está la incomunicación, díganme.
Ahora, de pronto, la perspectiva políticamente correcta ha quedado confinada a cuatro paredes. Salir está vedado, salvo en casos especiales y empleando accesorios tan inesperados como distópicos. No podés acercarte a nadie a menos de un metro y medio. Y, excepto para aquellos que viven en una lata de conservas, trasponer el umbral hogareño y aventurarse al mundo exterior es una experiencia que combina la ansiedad con el miedo. Miedo al contagio; miedo, para peor, a una amenaza invisible.
Acompañé una vez a Eduardo a una charla sobre accesibilidad (una de sus obsesiones, por razones obvias) que se daba en el edificio anexo de la Cámara de Diputados; fue una odisea, por lo pobremente preparado que estaba (y en muchos casos sigue estando) el mundo para una persona que, como él, no podía caminar. Lo descubrí entonces de una forma brutal. Era una realidad paralela y durísima que Eduardo debía enfrentar toda vez que dejaba su hogar. Cuando venía a casa, me ocupaba personalmente de conducir su silla de ruedas, algo que para mí era un honor y un privilegio, y que suponía destrezas complejas que él mismo me había enseñado, con la paciencia y la alegría que lo caracterizaban. Una de las últimas cosas que me dijo fue que, cuando construyera mi nueva casa, no me olvidara de instalar un baño apto para personas con discapacidad, palabra que no temía utilizar, con una valentía y una sinceridad que, francamente, he visto muy pocas veces.
La primera semana del aislamiento social preventivo y obligatorio pasó. No fue divertido, pero pasó. Luego transcurrió la segunda. Ahora, tras 50 días y sin una fecha clara para salir de este encierro enajenante, todos somos Eduardo Suárez, y todos, incluso los críticos más feroces de las nuevas tecnologías, se suben dichosos a las videoconferencias, hacen compras online y esperan con impaciencia al delivery, menos por la vianda del día que para ver una cara humana en persona. Aunque sea con barbijo.
Perdidos en el espacio
Por desgracia, porque nadie quiere una pandemia, esta cuarentena ha venido a probar, muchos años después, aquella tesis que planteé en el documental. No, la virtualidad no reemplaza ni va a poder reemplazar nunca la presencia real. El estar ahí y los abrazos . Pero ahora todos estamos experimentando lo que millones de seres humanos sufren a diario, silenciosamente. Esa durísima realidad paralela de los que no pueden salir de sus casas despreocupados y tarareando una canción de moda, sino que deben tomar mil recaudos y contar con la logística adecuada. Todos ellos, salvo excepciones, ni siquiera cuentan con la esperanza de que la pandemia alguna vez se termine. Eduardo sabía perfectamente, y lo hablábamos a menudo, sin pelos en la lengua –como a él le gustaba–, que su silla de ruedas y su realidad paralela, ignorada por muchos de los que pretendían sonar progres, eran para siempre.
Estos pastiches ideológicos, que se repiten más que nada porque al opinador de turno lo hacen quedar super bien, se han visto de pronto acallados. El hecho, claro y distinto, es que sin las computadoras económicas y una Internet pública esta pandemia estaría provocando algo parecido al Apocalipsis. Pienso en un virus igual de agresivo (quiero decir, infeccioso) que el de Covid-19 propagándose en la década del '80 del siglo XX (ayer nomás) y me aterra.
Tuve el año pasado un alumno, Francisco, que es ciego. Con su teléfono y un par de auriculares era el primero en resolver los ejercicios que les planteo cuando el cuatrimestre ya está avanzado. Son ejercicios repletos de trampas semánticas y preguntas capciosas, destinados a mostrarle a la clase que todavía no están pensando como periodistas. Francisco los resolvía antes que nadie. Fue para mí una revelación. Veía el aula llena de alumnos con sus grandes pantallas y sus teclados confortables sin poder descifrar el intríngulis, y, del otro lado, con un smartphone –que sus manos manejan con la destreza de un pianista virtuoso–, a Francisco, que en algo así como 30 segundos daba la respuesta correcta. Sentí y sigo sintiendo una profunda admiración por él. Dónde está la deshumanización acá, díganme.
Hablé para esta nota con Francisco, ayer, por teléfono, y me contó que, además, vive solo. Me aclaró, también, algo muy cierto, y que refuerza la tesis que planteo aquí: hace mucho tiempo que los ciegos pueden llevar vidas productivas, incluso en cargos de muy alta responsabilidad. Pero desde el Braille para acá, es la tecnología la que funciona como puente. Los orígenes del Braille son de principios del siglo XIX, pero eso no significa que no sea una tecnología. Lo es, y en su momento resultó revolucionaria.
Así que indigna un poco. Ahora, como quien mira para otro lado, las apps, la videoconferencia, Internet, el chat, todas esas cosas demonizadas durante décadas son nuestros mejores amigos. No solo para poder verle la cara a la familia, sino para que el mundo, aunque escorado, no naufrague. Insisto: si la economía todavía al menos se arrastra y si no tenemos decenas de millones de muertos es porque al menos una parte de la población puede ejercer el aislamiento y a la vez continuar siendo productiva.
Estoy dando clases virtuales; de otro modo, adiós cuatrimestre. No tiene nada que ver con dictarlas en persona. Para empezar, y pese a que me ahorro una hora y media de traslados, termino mucho más cansado. Hay todo un análisis por hacer al respecto, que vengo madurando. Una pista: "Muchacho, pensar cansa mucho más que hacer ejercicio físico", me explicó una vez un neurólogo. Parece ser cierto. Ahora, en el aula virtual, todo está en la mente.
Pero no terminan allí las novedades pedagógicas (supuestas novedades). Resulta que de forma remota los alumnos participan más. Los veteranos del espacio virtual sabemos esto desde hace décadas: hay cosas que solo nos atrevemos a decir en el chat. En clase tal vez ocurra algo semejante. Tengo que seguir reuniendo información.
Como todos, espero que este aislamiento termine pronto. Algunos tenemos la fortuna de poder trabajar desde casa, gracias a Internet y todas esas tecnologías que hasta hace unas semanas algunos podían darse el lujo de ignorar con desdén indisimulado. Para otros, los que para ganarse la vida necesitan –y no pueden– salir de sus casas (o recibir personas en sus consultorios y bufetes), la cuarentena es además una pesadilla económica. Como los infectólogos y los epidemiólogos, creo que el distanciamiento es casi el único aliado con que contamos. El otro es el progreso técnico. Ya pasó con las vacunas, con los antibióticos, con los nuevos métodos de diagnóstico, los tratamientos de última generación y, ahora, con Internet. En la cuenta final, espero que esta vez aprendamos, en carne propia, lo que de verdad significan las palabras accesibilidad e inclusión. Ojalá.
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