Pero la tecnología y la cultura cripto no tienen que ver; lo que falló es algo más elemental, y a los argentinos nos sobra experiencia en eso
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De la estrepitosa caída de FTX, que llegó a ser la segunda casa de cambio de criptomonedas más grande del mundo y que hoy pasa por ser uno de los mayores desastres corporativos de todos los tiempos, los argentinos sabemos mucho. Lo que ocurrió con FTX, en tan solo ocho días y con un Sam Bankman-Fried, el supuesto genio detrás de esta casa de cambio, en bancarrota y arrestado, no fue otra cosa que una corrida bancaria.
El catastrófico colapso –que dejó a medio mundo preguntándose cómo puede ser que este mismo sujeto que ahora está preso y sin posibilidad de salir bajo fianza haya sido tapa de Forbes y que Fortune lo comparara con Warren Buffet– no tiene que ver con la tecnología cripto. Tiene que ver con la confianza.
Al boceto que dibujaré enseguida le faltan algunos detalles financieros –que hacen al corazón del asunto, pero de los que podemos prescindir para ver el panorama completo– y técnicos –que no vienen al caso–; pero es lo de menos, porque el gigante fantasmal pergeñado por Bankman-Fried (lo acusan de fraude y lavado, y se conoció en las últimas horas que la plana mayor de FTX tenía un chat interno llamado Wirefraud) se habría desplomado con cualquier moneda.
Relaciones carnales
Cierto es también que la mística cripto ayudó. La cuestión es cómo. La tecnología detrás de las criptomonedas tiene muchas cosas objetables –desde su sideral consumo de energía hasta el hecho de que las implementaciones de software pueden tener fallas que los piratas explotan–, pero es consistente y funciona. El efecto cripto aquí fue mucho más sutil. Ya llegaré a eso.
FTX era (o es, porque en los hechos sigue existiendo, tras recurrir al Capítulo 11) una casa de cambio de criptomonedas. En la jerga, un exchange. Ahí podías cambiar tus criptomonedas por billetes, para decirlo toscamente. Llegó a estar valuada en 32.000 millones de dólares. Solo había un problema, uno que en el mundo del dinero centralizado no se habría dado; no, al menos, en esta escala. FTX estaba asociada a otra compañía, esta vez un trader (u operador, en español). Se llamaba Alameda Research y compraba y vendía activos digitales (criptomonedas, para simplificar). Lo hacía, claro, para revenderlos y obtener ganancias. Es muy turbio que una casa de cambio esté en las mismas manos que un operador, porque nada le impediría usar los dineros de sus clientes para invertir en activos digitales, que fue exactamente lo que ocurrió. En septiembre, un medio especializado, Bloomberg, publicó la noticia de esta relación carnal entre FTX y Alameda Research, y esa fue la primera alerta. Pero estaban pasando otras cosas en el universo cripto, que este año vio derrumbarse el castillo de naipes especulativo que se había erigido durante años, y la noticia de Bloomberg no tuvo mayores consecuencias para FTX.
Entonces, el 2 de noviembre, se filtraron documentos que daban cuenta de un escenario escalofriante: Alameda no era solvente. Debido a esto, cuatro días después, la mayor casa de cambios cripto del mundo, Binance, decidió vender su participación en FTX. Como pasó en la Argentina y en otros países muchas veces, si Binance se salía, los clientes de FTX decidieron hacer lo mismo y retiraron sus depósitos. En masa.
Esta corrida bancaria fue desastrosa y dos días después FTX hizo otra cosa que conocemos bien: suspendió las extracciones. Ese mismo día, el 8 de noviembre, el CEO de Binance (se llama Changpeng Zhao, y había estado peleándose con Bankman-Fried por Twitter, lo que no ayudó para nada) anunció que tenía intenciones de comprar FTX “para proteger a los clientes”. Al día siguiente (acá viene el tiro de gracia), Changpeng Zhao se echó para atrás argumentando que FTX había administrado mal (hoy sabemos que horrorosamente mal) los fondos de sus clientes y que el gobierno estadounidense estaba iniciando investigaciones legales al respecto. En un negocio donde la confianza lo es todo (siempre fue así, desde que existe la humanidad), FTX implosionó, y el 11 de noviembre Bankman-Fried renunció como CEO y acudió al Capítulo 11; es decir, la bancarrota. Le debe, se estima, miles de millones de dólares a más o menos un millón de personas; quedó debiéndole, solo a sus 50 inversores principales, 3145 millones de dólares. Antes de ser arrestado, había dicho que “esperaba reunir el dinero para pagarles a sus acreedores”. Mr Bankman-Fried, no es tan fácil; el mundo no funciona así. No es solo una deuda en dinero, sino una deuda con la sociedad por los delitos que presuntamente cometió. No alcanza con devolver la plata. En eso está la justicia ahora.
Cripto o no, da lo mismo
Como se ve, lo que falló fue la falta de regulación. Por eso, el CEO de Binance ya había dicho en más de una oportunidad que “no había prohibir las criptomonedas (como hizo China, y por eso Changpeng Zhao tuvo que mover sus servidores a Japón), sino regularlas”. Alameda y FTX no podían tener esa relación (más otras cuestiones, más finas, como una criptomoneda muy inflada por esta misma relación espuria, llamada FTT); allí radica el conflicto principal que terminó detonando todo y, encima, en un pésimo año para las criptomonedas. Más allá de la tecnología, ¿quién va a volver a confiar, después de algo así?
Con todo, a Bankman-Fried lo endiosaron, y eso también contribuyó a inflar la pompa llena de humo. ¿Por qué? Por ignorancia, básicamente; muchos hablaron de cripto sin saber nada de cripto. Cuando no sabés, lo que te queda es creer en la magia. Las criptomonedas tienen sus ventajas y sus desventajas. Objetivas y concretas. Pero el pensamiento mágico se originó en la misma idea que llevó al colapso de la burbuja puntocom, en 2002. Es decir, que es posible hacer fortunas fácil y rápidamente, y que ciertas palabras mágicas (web, en 2002; cripto, veinte años después) pueden sortear las leyes más elementales del capital. Y no, no se pueden sortear. Una de esas leyes dice que cuanto mayor es la ganancia, mayor es el riesgo. Uno de los clientes de FTX perdió más de 260 millones de dólares en esta aventura delirante. Casi lo mismo que le costó el diario The Washington Post a Jeff Bezos, el fundador de Amazon. Y es poco probable que alguna vez los recupere.