El chico que no pudo cambiar al mundo
No suelo estar muy al día con el fútbol. De los partidos me entero por los gritos cuando alguien mete un gol (o lo erra). Pero ayer, con el primer superclásico desde el fin de Fútbol para Todos, muchos de los gritos y ecos entre edificios estuvieron ausentes. El premium es caro y el streaming se corta, y es por eso que parece haber revivido la costumbre de invadir bares para mirar fútbol.
Es interesante cómo nos acostumbramos a vivir según las leyes de propiedad intelectual. Damos por hecho que toda información tiene dueño, y si algo se vende, entendemos que es porque le pertenece al que lo vende. ¿Pero hasta dónde llegan estos derechos? ¿Cómo funcionan las leyes de propiedad intelectual? ¿Debemos celebrar o criminalizar la creatividad?
“No hay justicia alguna en obedecer leyes injustas ” es en gran parte la idea que motivaba a Aaron Swartz, un activista y programador estadounidense. Es probable que no hayas oído hablar de él, pero sin el esfuerzo de él y otros activistas hace algunos años internet no se hubiera salvado de uno de los mayores atropellos a la libertad de expresión en su historia. Sin este esfuerzo, cualquier sitio web que pusiera un enlace a un contenido con copyright hubiera quedado expuesto a ser dado de baja apenas con una denuncia. Las consecuencias de esto son aterradoras si tenemos en cuenta que no siempre es claro el límite entre lo que está protegido por copyright y lo que pertenece al dominio público.
Por ejemplo, ¿qué pasa con la producción científica de la humanidad? Podríamos pensar que artículos científicos publicados hace más de cien años, que moldearon el mundo en el que vivimos, estarían ampliamente disponibles, pero rara vez es así. Ante este disparate es que en 2010 Aaron decidió descargar de forma masiva varios millones de artículos que, si bien pertenecían al dominio público, estaban detrás de un sistema de suscripción pago. Esto le valió una desproporcionada persecución de parte del gobierno estadounidense. Luego de casi dos años de batalla legal y antes de enfrentar su juicio, el 11 de enero de 2013 se suicidó. Tenía 26 años.
Aaron era un hacker. Era alguien que creía que la información debe compartirse, que la tecnología no es sino un medio para la democratización que no debe quedar únicamente en manos de expertos. Aaron era un feroz autodidacta y un polímata, que sufría en carne propia un sistema educativo insuficiente para una curiosidad incontenible. Aaron creía que la política estaba estancada y que muchas voces no eran escuchadas. Aaron dedicó su vida a la denuncia del robo privado del dominio público. Algunas de estas ideas son las que se vislumbran en “The Internet’s Own Boy” (2014; está disponible con subtítulos en español), el documental sobre su vida que dirigió Brian Knappenberger.
Cuando arrestaron a Aaron, las noticias estaban plagadas de historias sobre Anonymous y sus secuaces saboteando sitios web a mansalva. A muchos les parecía que había una suerte de “ejército de hackers marchando”. Christopher Soghoian, experto en privacidad de ACLU, dice que “las autoridades ven a los hackers como hechiceros cuyas intenciones no entienden, con poderes que tampoco entienden. Aaron se veía igual a ellos, hablaba igual y usaba los mismos stickers en su computadora”.
Pero la diferencia crucial estaba en que no él no había filtrado el último éxito de taquilla, ni información militar (como Snowden o Wikileaks), sino que había amenazado al establishment del copyright, aquel del que dependen los abultados ingresos de marcas que van desde Apple o Microsoft hasta los grandes estudios de Hollywood. Quizá por eso es que era tan peligroso. Lo que buscaba era facilitar el acceso al conocimiento académico, y fue acosado por la justicia para hacer de él un ejemplo. No fuera cosa que otros hackers allá afuera pensando en ‘cuestionarlo todo’ se animaran a hacer algo al respecto.
Unas semanas antes de su muerte, según el director del documental, Aaron se preguntó qué haría internet si él muriera. Estaba convencido de que nadie lo notaría. Pero al enterarse de la noticia, Tim Berners-Lee, el padre de la web, tuiteó: “Aaron está muerto. Caminantes del mundo, perdimos a uno de nuestros sabios. Hackers por derecho, perdimos a uno de los nuestros. Padres todos, perdimos a un hijo. Lloremos”.
Aaron dead.World wanderers, we have lost a wise elder.Hackers for right, we are one down.Parents all, we have lost a child. Let us weep.&— Tim Berners-Lee (@timberners_lee) January 12, 2013
Quizá algo bueno pueda salir de esta nueva era de fútbol codificado. Tal vez la búsqueda desesperada de maneras de hacer streaming de los partidos nos ayude a abrir conversaciones entre quienes “se dan maña” con la tecnología y quienes preferirían hacer otra cosa. Y si tenemos mucha suerte, tal vez nos invite a preguntarnos por el alcance de las leyes de propiedad intelectual y cuál es el costo que debe pagarse por ellas.
Hoy, cuando en Argentina está empezando a discutirse nuevamente la ley 11.723 de propiedad intelectual, antes que llorar podemos levantar la cabeza y dar las discusiones necesarias. Es necesario ocupar los espacios de discusión con el debate por las formas de producir conocimiento, por las formas de recompensas a quienes lo producen, y por cuál es la mejor y más justa manera de que el conocimiento circule.
Aaron no pudo cambiar al mundo, la tarea nos quedó a nosotros. Mañana hubiera cumplido 31 años.
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