El byte se corta por lo más delgado, Parte IX: estamos en el horno
La historia de cómo una buena práctica se convirtió en un laberinto del que fue muy difícil salir, y solo después de muchas vueltas vimos la luz al final del túnel
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En el fondo, me siento un privilegiado. Mis problemas técnicos siempre pueden convertirse en el tema de una columna, si así lo ameritan. Y como prácticamente todo lo que usamos a diario es o está controlado por una computadora, los temas abundan. Igual que los problemas. Así fue como nació, muchos años atrás, esta serie de El byte se corta por lo más delgado; y hace poco ocurrió algo que es de no creer y que, más que nunca, demuestra esta tesis.
Cuando digo que casi todo dispositivo que usamos hoy utiliza alguna clase de computadora, no exagero. Eso incluye el lavarropas, la tele (y desde mucho antes de que fueran smart), el coche, el aire acondicionado y el horno. ¿El horno?
Sí, claro. Salvo que sea uno a la antigua, con una hornalla de gas y una termocupla para evitar accidentes, el horno es controlado por una computadora. Por eso, como es el caso del que tenemos en casa, ofrece una pantallita, reloj y temporizador, diversos programas y hace pitidos tipo PC de los ’80. Es eléctrico, dicho sea de paso, pero eso es por una estrategia que adopté cuando nos mudamos aquí. Puesto que todavía no nos habían conectado el gas (es un barrio muy nuevo), decidí que no podía apostar uno de los principales avances sanitarios de la historia humana (es decir, la cocción de alimentos) a un solo número. Por eso, contra todos los consejos, no puse ni todo eléctrico ni todo a gas. El horno es eléctrico, porque al principio no teníamos gas, y el anafe es a gas, porque la luz se corta con cierta frecuencia. ¿Alguna vez hirvieron pasta en un horno? Requiere de un poco de investigación físico-química, pero se puede.
En fin, la cuestión es que ese horno, que compré por internet en 2017, ha venido dando un resultado excelente. Cuando las restricciones por la pandemia aflojaron un poco, y puesto que es el único horno en la casa (tampoco soy tan fanático de la redundancia), decidí que era momento de llamar al service. Luego de más de tres años de operar casi a diario, cualquier cosa que produzca semejante cantidad de calor (250 grados como máximo, y eso es mucho) pide una revisión de rutina.
Lo que sigue es insólito y califica como una de esas cosas que sentimos que solo ocurren en la Argentina, pero estoy seguro de que no es así, y de que en este caso solo tuve mala suerte.
Acá están los tornillos
No recuerdo los detalles exactos, pero cuando llamé al service y pedí que viniera un técnico, la persona que me atendió me preguntó cuál era el defecto. Le expliqué que ninguno, pero que ya llevaba mas de tres años funcionando (etcétera) y que quería asegurarme de que no fallara. Solo después de un rato asumió el hecho de que alguien quisiera gastarse 800 pesos (que después, mágicamente, se convirtieron en 900) en un service para un equipo que andaba bien. Como no soy de dar explicaciones –me irrita como pocas cosas en esta vida–, agendé la visita del técnico y cortamos.
No sin cierta ingenuidad, debo admitirlo, había imaginado que esos hornos tendrían un puerto de algún tipo (un USB, un RS232, algo) y que el técnico traería una notebook, un tricorder o algún otro dispositivo, que conectaría al horno para efectuar un diagnóstico. Pero no. Ni cerca.
Más o menos tan desorientado como la persona de atención al cliente, el técnico que vino a casa se limitó a tocar el interior del horno para ver si andaban las resistencias (que son las que producen calor) y alguna cosa más, pero nada de tricorders. Le pregunté por la lámpara interior. Me dijo: “Funciona.” Sí, ya me había dado cuenta de eso, así que indagué un poco más, y le sugerí cambiarla, salvo que él supiera que todavía le quedaba bastante tiempo de vida útil. Pero no, no tenía ni la más remota idea. “¿Vos me decís que tengo que esperar a que se queme para cambiarla?”, le pregunté. La respuesta fue tan escueta como sintomática: “Sí”, me dijo. Pero el show no terminó ahí.
La puerta de este horno (supongo que las de muchos) puede desmontarse, para limpiarla. Tiene un vidrio doble, claro, e inevitablemente la mugre va metiéndose entre ambos paneles. Así que por mucho que friegues, la puerta sigue pareciendo la de una película de terror. Nada peligroso, porque después de poco tiempo eso es solo carbono, pero como los 800 (es decir, 900) pesos le estaban saliendo demasiado fáciles, le consulté sobre si era posible desarmar la puerta, además de sacarla, para poder limpiar entre los paneles de vidrio.
Solícito, y para mi más absoluto asombro e indignación, lejos de sacar la puerta, desarmarla y limpiarla (tal vez con un producto para tal fin provisto por el fabricante), procedió a mostrarme dónde estaban ubicados los tornillos para desarmar la dichosa puerta. Cosa que ningún mortal en su sano juicio haría, por fácil que parezca.
Así, inmutable, y sin haber hecho otra cosa que constatar que el horno no tenía fallas (algo que el cliente ya sabía) y sin siquiera haber aprovechado el centro que le tiré (limpiar la puerta o, al menos, enseñarme a desarmarla y volverla a armar), se fue con sus 900 pesos en el bolsillo.
Pero esperen, que ahora viene lo mejor. Exactamente una semana después de que el técnico pasara por casa, la lámpara del horno falló. No fue su culpa. Ni siquiera la había sacado para examinarla. Era, simplemente, que llevo una vida con estas cosas y al final le vas tomando el tiempo: después de tres años, algo tenía que fallar. La lámpara tenía todos los números. Y falló.
Un cero menos
Conté hasta nueve millones seiscientos doce mil trescientos once y volví a llamar a atención al cliente. No entré en detalles, porque ya sabía de antemano que había tirado 900 pesos a la basura. Todo lo que quería era conseguir la dichosa lamparita interna del horno y cambiarla. Si puedo hacerlo con mi coche (ambas son halógenas), podía hacerlo con la del horno.
Me mandaron a hablar con otras personas que me informaron que había que pedir la lámpara afuera. Les dije: “OK”. Me dijeron el precio. Era un asalto comando, con munición de uranio empobrecido y misiles tierra aire, pero hice un cálculo rápido en dólares, lo amorticé a una vida útil de 3 años multiplicados por dos (no creo que un horno fabricado en estos tiempos vaya a durar mucho más de una década) y me dije que no tenía sentido seguir arriesgando el celular para mirar cómo iba la comida. Así que les pedí por favor que la pidieran. Me dijeron que me avisaban cuando llegaba. Y quedamos en eso. Pero en el medio hablé con un amigo.
Me enteré, por su intermedio, de que la lamparita de mi horno se conseguía en MercadoLibre por un precio escandaloso. Por escandaloso me refiero a mucho más barato. Un cero menos, digamos. La historia es un poquito más compleja, pero en resumidas cuentas, y antes de que llegara la lámpara oficial, tenía tres nuevas en mis manos, y a una fracción del precio que pretendían cobrarme. Había solo una pequeña luz roja encendida en mi mente: un técnico de atención al cliente, mucho más proactivo que el que había venido a casa, me hizo saber que la recomendación del fabricante era cambiar todo el componente –es decir, el zócalo, y tal vez alguna cosa más– y no solo la lámpara. Le dije que había constatado que el filamento estaba cortado y que pidiera el repuesto.
Al final, solo tuve que ponerme guantes adecuados (no hay que tocar nunca una lámpara halógena con las manos desnudas al colocarla) y reemplazar la lamparita. En cosa de 35 segundos, mi horno estaba como nuevo otra vez.
Al pan, pan
Varias semanas después empecé a advertir que pasaba algo raro. Cuando uno cerraba la puerta –por ejemplo, tras poner dentro una pizza– no volvía a precalentar. De pronto, tenía un horno que violaba descaradamente las leyes de la termodinámica. Porque, salvo que en el interior de mi cocina hicieran 250 grados, abrir la puerta de ese horno debía dejar escapar bastante temperatura, y, como consecuencia, la máquina necesitaba recuperarla de alguna forma, volviendo al modo de precalentar. Así había sido desde que lo compré. Bueno, ya no más.
En los días subsiguientes se me ocurrieron unas treinta ideas. Así, probé de cambiar de modo, probé apagándolo y probé incluso cambiando la hora del reloj (el reloj del horno, no piensen mal). Pero nunca, ni una vez, había conseguido reproducir un resultado de forma sistemática. A veces, se le daba por ponerse a precalentar. A veces, simplemente, no. Hiciera lo que hiciese.
Poco a poco, como ocurre en estas circunstancias (especialmente con un horno, que rara vez ocupa mucho tiempo en nuestra consciencia), empecé a darme cuenta de que estaba quedándome sin fichas. Intenté comprar un termómetro interno por MercadoLibre (porque tal vez lo mío era una sensación y la temperatura del horno era la correcta, o porque había un bug que no mostraba el indicador PRE en pantalla, aún cuando el horno de todos modos precalentaba). Pero el envío del termómetro era más caro que el termómetro en sí. Lo descarté (de momento).
Iluminame
Empecé a darme por vencido, cosa que no me sale bien, por lo testarudo que soy, y me puse a evaluar la posibilidad de volver a convocar a un técnico, pero la misión era tan kafkiana, y era además tan probable que se llevara el horno “para revisarlo en el taller”, que, con toda franqueza, no me animé.
Por otro lado, precisamente porque había llamado al técnico oficial de la marca, que no había atendido mis advertencias sobre la lamparita, ahora me encontraba con un horno que andaba mal. Antes andaba bien. Luego de que viniera el técnico, había empezado a andar mal.
Esperen, ¿era exactamente así?
Un sábado al mediodía, luego de cocinar, apagué el horno y, unos tres o cuatro segundos después, advertí el sonoro clic que hizo el mecanismo de la lámpara interna al apagarla. Siempre lo había hecho, pero ahora, con la mente enfocada en el problema del horno, fue, literalmente, un momento de iluminación. Me dije:
–¿Qué fue lo único que cambió en este aparato durante los últimos tres años?
Correcto: la lamparita. Así que volví a hacer la prueba de apagar el horno, pero esta vez esperé que la luz se apagara antes de volverlo a encender. Entonces, el horno arrancó a precalentar de la forma normal. Lo probé veinte veces y en diferentes circunstancias, modos y temperaturas (salvo una), y siempre funcionó. Había encontrado el eslabón débil de la cadena y podía volver a usar el horno de una forma predecible. Lo que no es poco.
El incidente no absuelve al técnico, que debió cambiar la dichosa lamparita; ni a la compañía, que debería enviar a sus técnicos con lamparitas de repuesto, porque, a ver, no es tan difícil, muchachos: se queman, y como todo componente tiene una vida útil bien documentada; así que saben de sobra cuánto tardan, más o menos, en quemarse.
Ahora, ¿por qué el cambio de la lamparita sin seguir los procedimientos indicados por el fabricante habían causado este problema? No tengo idea. ¿Un erro en el código? ¿Un sistema de seguridad por si al usuario se le da por experimentar con algo que puede causar un incendio? Lo ignoro, y por lo que puede percibir, no daba para consultárselos a las fuentes disponibles. Por otro lado, ¿qué sentido tiene ponerle una tapa de vidrio a rosca a una lamparita que no se puede cambiar independientemente del zócalo? Raro.
Al final, el horno estuvo andando de nuevo y, tomando el recaudo de dejar que la luz interna se apague, vuelve a comportarse de la forma normal (todavía me queda probar de hacerlo andar sin la lámpara). Con una sola excepción. Si está al máximo de temperatura (250° C), que es la que se usa para cocinar pan, entonces el truco no funciona. Quizás algún día me entere de dónde esconde este otro bug, pero lo dudo.
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