El byte se corta por lo más delgado, Parte VI
Ahí vamos de nuevo. Cuando hay computadoras y otros dispositivos digitales involucrados, el origen de un problema puede estar en el lugar menos pensado. Me ha ocurrido tantas veces –y casi seguramente les pasa a todos los que se encargan de resolver este tipo de conflictos– que así nació esta serie de columnas, El byte se corta por lo más delgado, hace ya muchos años. En rigor, debe ser una suerte de regla no escrita en cualquier ámbito en el que hay que develar un misterio; la serie Dr. House explota este hecho de forma genial.
En todo caso, arrancó con una frase más o menos previsible. Tal vez lo único previsible en esta breve historia. Algo había dejado de andar. Vaya novedad.
–Creo que mi impresora dejó de andar –exclamó a viva voz desde su estudio. Sin anestesia. Desde luego, tenía que imprimir una pila así de alta de cosas, y tenía que hacerlo ese día. No mañana o pasado. Fantástico.
Fui a ver la máquina, una robusta Workforce K101, de Epson. Titilaban todas sus luces. Parecía un arbolito de navidad con bandeja para papel. Como de costumbre, en el preciso instante en que me encontré con el equipo fallado, tuve una corazonada (sí, me pasa cada vez). Dije:
–Esa máquina anda bien. Es otra cosa.
–Sí, pero no imprime.
–Va a imprimir –prometí.
Le presté entretanto mi printer y me llevé la K101 al estudio. Leí los mensajes de error. Papel atascado. El papel estaba bien, era lo primero que había revisado. Así que se quedó ahí unos días, mientras –podía apostarlo– mi cabeza iba a ir madurando alguna idea. No fue ni por casualidad lo que terminó ocurriendo, pero esa es mi forma de resolver casi todos los problemas.
Una semana mas tarde, volví a encenderla. Había estado todos esos días apagada. Si algo se había colgado en el firmware, ya tenía que haberse corregido (de todos modos, sabía que no era eso). Pero no. Otra vez era Navidad. Tampoco se me había ocurrido ninguna idea original en el transcurso de la semana, así que fui a lo obvio: los drivers. Es decir, seguía con la idea de que era muy improbable que un equipo que se había mostrado siempre confiable y que soportaba una carga de trabajo muy baja hubiera fallado catastróficamente. Por carga de trabajo me refiero a la cantidad de páginas que se imprimen por año. No sabía, aunque iba a descubrirlo esa misma mañana, que había otra carga de trabajo, la más insólita de todas. No completamente inesperada, pero por completo insólita.
Como suele ocurrir, hubo algo de turbulencia hasta que la computadora detectó la impresora. Pero uno aprende a golpes que ciertos puertos USB son más afortunados que otros y, al final, conseguí que el instalador la viera y la dejara lista para trabajar. Las lucecitas habían dejado de parpadear y todo parecía normal.
–Drivers –gruñí–. Siempre la misma historia.
Descubrí de esta forma que la máquina estaba por quedarse sin tinta; tal vez esa fuera la razón de la falla. Sabía perfectamente que eso era imposible, pero, bueno, te lleva una vida aprender a no creer en lo inverosímil. Le pedí a Windows que sacara una página de prueba. La máquina hizo unos ruidos raros, saltó un error en pantalla y las luces volvieron a encenderse y apagarse rítmicamente.
OK, veamos los cartuchos. Tal vez un falso contacto. Los saqué y los volví a colocar, mientras varias neuronas se reían de mi ingenuidad. No hubo cambios. La apagué y la encendí de nuevo, esta vez con la tapa levantada, para ver si descubría algo extraño en el mecanismo. Todo parecía en orden.
Las mismas neuronas de antes me decían ahora, con la ayuda de un megáfono de cortisol, que revisara el papel. Ya había hecho eso. Solo que lo había hecho mal. No lo sabía, pero lo había hecho mal. En todo caso, las lucecitas titilando me ponían cada vez más nervioso. Apagué la K101. La miré con los ojos entrecerrados. Ahora que el show lumínico no me distraía, noté algo extraño.
–Vos estás cambiada –le dije. (¿Qué? Hay gente que le habla a las plantas, ¿por qué no hablarle a una impresora?)
Además estaba cambiada en serio. Había algo en el perfil, en el aspecto, que no me cerraba. Me costó bastante darme cuenta, pero por fin recuperé el recuerdo. Cuando era mi impresora principal, la bandeja de papel sobresalía un poco. Ahora, no.
–¡Es el papel, es el papel, es el papel! –exclamaban las neuronas. No estaban en lo cierto, pero por poco.
Saqué la bandeja. La examiné. No noté nada raro (era muy difícil darse cuenta), excepto que la primera hoja tenía unas marcas raras en el extremo por donde el mecanismo las toma. Como si algo las hubiera raspado hasta dejar la superficie brillante.
Solo entonces descubrí que la bandeja les quedaba chica a esas hojas A4.
–¿Está mal configurada la bandeja? –pregunté, al aire, estupefacto. Volví a mirar. En efecto, estaba en la posición para papel A5.
Esta máquina tiene dos mecanismos bastante sencillos para ajustar la bandeja a los diferentes tamaños de papel. Uno de ellos es una suerte de botón que hay que presionar y deslizar hasta ajustar en el orificio de A4, A5, etcétera. Estaba en A5. No podía entender cómo, porque nadie tiene acceso a ese equipo, excepto nosotros, y ninguno había necesitado cambiar la bandeja a A5. Ni siquiera habíamos tenido hojas A5 en la casa.
Corregí la configuración de la bandeja. Volví a encender la impresora. Las luces ya no parpadeaban. Me senté ante la computadora con la más completa convicción de que ahora todo iba a salir bien. Y, en efecto, la página de prueba salió impecable.
Le devolví la impresora a su dueña, que se alegró de recuperarla, aunque me miró con incredulidad cuando le pregunté:
–¿Vos en algún momento usaste papel A5?
–No, ni siquiera sé cómo es.
–¿Segura? Pensalo. Algún folleto, tarjeta, ficha, misiva, aviso, catálogo...
–No, en serio.
Sabía que era cierto. Sabía, asimismo, que las bandejas de papel no se cambian solas. Fin. Punto. Y eso es lo peor, para los que nacimos con este TOC de resolver problemas: ignorar el origen de lo que pasó.
Me quedé ahí parado, con los brazos en jarra, mirando alrededor. La respuesta tenía que estar en ese cuarto, en alguna parte. Hacía dos años que esa impresora reposaba en la misma mesa, en el mismo lugar, en la misma posición.
De hecho, la causante del problema se encontraba bien a la vista, cómodamente acostada en posición de esfinge sobre una silla: Pinky, una de nuestras gatas. Tan pronto vio de nuevo su impresora, saltó encima y se acomodó sobre la tapa.
Le dije a su dueña:
–¿Siempre duerme ahí, no?
–Sí, cuando está acá, sí.
–Llevatela abajo, a la cocina.
Como lo sospechaba, al bajar de la impresora Pinky, usó la bandeja de papel como escalón. Ningunos tontos los gatos, hay que reconocerles eso. Pero esta acción, ejecutada varias veces por día durante más de dos años, daba un total de 4000 impactos, con una leve inclinación en diagonal y hacia abajo. Exactamente el tipo de movimiento que se requiere para mover la bandeja a la posición A5, cuya muesca queda justo delante de la de A4. Quizá le llevó varios meses cambiar la configuración de la bandeja, pero al final lo consiguió. Sin proponérselo. Supongo.