Donald Trump, su destierro de Facebook y la libertad de expresión
A vuelo de pájaro, la cuestión es prístina. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, violó ayer los términos y condiciones de uso de Twitter y Facebook y, como consecuencia, sus cuentas fueron suspendidas y algunos de sus videos, eliminados. Hasta da un poquito de envidia. Solo en Estados Unidos el Presidente de la Nación es tratado como se trata a cualquier otro ciudadano, ¿no? No tan rápido. Bajemos al mundo real. De cerca, cuando removemos un poco la historia reciente, el escenario se vuelve mucho más turbio. Una enumeración rápida:
- Facebook y Twitter (la plataforma favorita de Donald Trump) tuvieron al menos cuatro años para darse cuenta de que en los mensajes presidenciales había mucho más que –digamos– vehemencia, una nueva forma de hacer política o algún otro eufemismo de esa clase. Tardaron cuatro años en darse cuenta de que sus mensajes incitaban a la violencia, contenían misoginia, justificaban el racismo, y un largo etcétera. Solo ahora, cuando Trump está de salida y cuando el próximo presidente disfrutará de suficiente poder en ambas cámaras como para blindar al Silicon Valley, truena el escarmiento. La paráfrasis es adrede, claro.
- Hace dos años y ocho meses, Mark Zuckerberg debió dar explicaciones ante el Congreso estadounidense. Entre otras cosas porque, tal vez, las elecciones en las que Trump se hizo con la presidencia habían sido, en parte, el resultado de campañas sucias cursadas gracias a su red social. Pidió disculpas y no pasó nada. Así que no puede responsabilizarse solo a Facebook y Twitter de mirar para otro lado.
- Pero sí, la medida se ejecuta cuando la sangre ya llegó al río. El miércoles, una horda de salvajes se llevó puesta una de las principales instituciones de toda democracia, y en particular la estadounidense. El daño ya está hecho y al país le va a resultar muy difícil recuperar el prestigio que, justificado o no, supo tener.
- Esa institución que el miércoles fue violentada es el mar mediterráneo en el que durante medio siglo habitó el presidente electo, Joe Biden. La turba fue al hueso.
Así que todo esto sabe a cosecha tardía. Y tarde, en este caso, significa mal, porque desde mucho antes de hacerse con la presidencia, Donald Trump y sus acólitos explotaron el poder de las redes sociales mejor que nadie para exacerbar el odio y la grieta, para fomentar las visiones binarias, fabricar un enemigo y construir relato. Si suena conocido es porque desde tiempos inmemoriales la política del juego sucio ha echado mano de las nuevas tecnologías para convertir al facineroso en héroe nacional.
Responsables que cotizan en Bolsa
Hace más de veinte años, cuando Microsoft estaba en la cumbre y esa posición parecía inexpugnable y eterna, le pregunté a Bill Gates, en una entrevista, si no sentía alguna responsabilidad social, política o de otra clase, dado que controlaba el 96% de la industria de la computación personal, que en esos años estaba cambiando el mundo para siempre. Su respuesta fue simple, acerada y de apariencia irrefutable (como siempre): “Solo siento responsabilidad para con los accionistas de Microsoft”, me dijo.
Esto es lo mismo. Aquí no está en debate la libertad de expresión ni si las medidas adoptadas (tarde) por Twitter y Facebook constituyen censura previa; los términos y condiciones son una mescolanza ilegible que combina la letra de la ley –que prohíbe el discurso del odio– con asuntos legales, para quedar a salvo de demandas. La censura previa existe, sí, pero está en otro lado. Tampoco está en tela de juicio si las dos redes sociales han sido funcionales al trumpismo o, para el caso, a toda agrupación política que recurra a la descalificación y la intimidación cada vez que oye algo que no le gusta. Es evidente que fue así, y es precisamente ahí donde reside la censura previa.
Los militantes totalitarios atacarán al disidente (aunque el disidente sea la mayoría del pueblo y su representante haya ganado las elecciones), y lo harán con tal saña, tal violencia y tal persistencia que el opositor (o el simple ciudadano con vocación democrática) terminará por pensar dos veces antes de abrir la boca. O de tuitear. Mientras no se incurra en intimidación o incitación a la violencia, no hay delito. Por eso Trump machacaba, cuando ya era tarde para eso, con preservar la paz.
Así funciona. La prepotencia a escala global, motorizada por maquinarias ciegas que no juzgan ni opinan, que solo replican, son una novedad inédita en la civilización. Semejante ataque piraña termina por amedrentar, censurando al opositor, y de esta suerte se encumbraron muchos líderes que, de otro modo, por la vía civilizada, jamás habrían llegado al poder.
División y monopolios
Damos por sentado que el poder lo tiene la política. De una forma u otra, desde que nos organizamos en tribus, imperios, feudos, reinos y naciones, ha sido así. Por ese motivo, y como una solución ingeniosa que funcionó durante bastante tiempo, se dividió el poder en partes. Tres, en general. Lo que no garantizaba de por sí nada, porque era imposible evitar las alianzas subterráneas entre esos poderes. Pero, insisto, funcionó muy bien, y, por eso, seguimos pensando que el poder al final lo tiene la política. Solo que ya no es enteramente así. Las marchas convocadas por Twitter sin aparato alguno son la contracara de la prepotencia que ahora tanto preocupa a las redes.
En todo caso, el día que un joven empresario de 33 años tuvo al Congreso de la mayor potencia nuclear de la Tierra colgado de sus palabras, casi hipnotizado, ese día quedó claro que Facebook, Google, Amazon, Twitter, Microsoft y Apple, por citar solo las más notorias, tienen al menos una cuota de poder político significativo. Esto no ha podido decirse siquiera de la prensa, tan vapuleada y eventualmente masacrada por los totalitarios; en este caso, el lector siempre podía optar por leer o no leer, por creer o dudar. Ahora, ¿quién puede abstraerse de las búsquedas, las redes sociales, los sistemas operativos, los móviles y la Nube?
Nadie. Así de simple. ¿Y en manos de cuántas compañías se encuentra este poder inmenso que mueve al mundo, que sirve de megáfono para la verdad o para la fake news, que emplea algoritmos para torcer voluntades o crear la confortable, pero riesgosa sensación de leer solo aquello con lo que estamos de acuerdo? Una red social. Un Twitter. Un buscador. Un Windows. Y así. Monopolios. Sobre eso, justamente, ningún legislador le preguntó a Zuckerberg en 2018, cuando lo tuvieron delante. Curioso, porque el poder legislativo existe precisamente para evitar los monopolios del poder.
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