Distanciamiento, clases virtuales, el retorno del teletrabajo y un poco de nostalgia geek
Hasta ahora, el distanciamiento social no me viene causando demasiados trastornos. Un poco por suerte y otro poco porque tocaba, había hecho una compra preventiva poco antes de que se dictara el aislamiento. Preventiva no contra la pandemia, sino contra la inflación. Ya saben. Pocos instrumentos financieros más eficientes que el aceite, por poner un ejemplo. O el alcohol, ya que estamos.
A eso debo sumarle una biblioteca vasta, mi huerta, mi cocina, la música, que aquí suena prácticamente todo el tiempo, y alguna que otra película, aunque prefiero leer. ¿Jueguitos? No me alcanza el tiempo para tanto, incluso estando así guardado, pero debo decir que descubrí Micropolis en la tienda de aplicaciones de Ubuntu.
Es el primer SimCity –ataque de nostalgia inminente, prepárense–, cuyo código fuente la compañía Maxis donó en enero de 2008 bajo la Licencia Pública General (lo convirtió en software libre, en otras palabras), en especial para que se usara en el programa One Laptop Per Child. Esta simulación de una ciudad fue obra del genial Will Wright, autor también de Los Sims y del incomparable SimEarth. SimCity fue lanzado en 1989, para que se den una idea de lo viejo que es esto, y sin embargo me enganché sin poder evitarlo durante un buen rato.
Porque Murphy nunca falla –lo que es de por sí una contradicción o una paradoja–, justo cuando más la necesitábamos, se nos murió la placa de video de la computadora con la que vemos películas y series, situación que nunca había experimentado antes. He visto romperse discos duros (externos e internos), placas de sonido y hasta monitores. Mi primer pantalla, hace muchos, pero muchos años, fabricada por la que entonces era una segunda marca (a mucha honra) y hoy es un gigante de la industria, duró solo 10 minutos. Luego de eso, produjo un estampido sordo y empezó a echar humo por la parte de atrás. Era mi primera computadora personal. Eso es empezar con el pie izquierdo (aunque me lo cambiaron al día siguiente).
En fin, nunca me había fallado una placa de video. Cierto es que esta pobre soportó durante tanto tiempo un régimen de trabajo tan feroz que estaba pasada de vida útil. Antes de que lo pregunten, no, no fue el ventilador. Seguía rotando sin problema. Tampoco era el slot, el enchufe donde van las placas de expansión en una PC (ya sé, esta jerga suena a 1995); dado el aislamiento, fui a mi desván tecno, rebusqué en los cajones, y encontré otra tarjeta compatible. Funcionó.
Sí es cierto que el aislamiento me hizo atravesar algunas nuevas experiencias, con suerte desigual. Estamos trabajando mucho de forma remota, pero los periodistas nos adaptamos muy rápido a las circunstancias extraordinarias; básicamente, porque las circunstancias extraordinarias son lo que en un diario llamamos "noticias". Así que los diversos equipos nos alineamos en un santiamén y entre WhatsApp y herramientas especiales de trabajo a distancia seguimos haciendo nuestra labor. A la vez, y estoy seguro de que nos viene pasando a todos, echo de menos estar en la Redacción. Me crié en un diario, como ya he contado, y por lo tanto este vínculo afectivo no es ni caprichoso ni inesperado. Ni tampoco trivial.
Donde me sentí un poco extraviado fue con eso de impartir clases virtuales en la universidad. Al principio, confieso, me resistí a capa y espada, pero una conversación oportuna con una persona muy inteligente me hizo cambiar de opinión. O, para ponerlo más claro, recular en chancletas. Y allí fui al aula virtual, una plataforma web que funcionó más que bien.
En este caso, hay cosas que se pierden, pero también otras que se ganan. Le voy a dedicar, cuando haya dado más clases (y espero que no sean muchas, porque prefiero toda la vida el aula real), algunas reflexiones. Para no dejar esto tan inconcluso, diré que la experiencia fue mucho mejor que la que había esperado. Lo que me lleva a otra cuestión sobre la que estuve meditando.
Por obvias razones, el aislamiento es un dolor de espalda desde todo punto de vista, excepto el más importante en este momento, el de contener la pandemia. Así que quédense en sus casas hasta que pase la tormenta, no es broma. Pero el parate va a tener consecuencias muy fuertes en la economía. Aquí, un excelente análisis de José Del Río al respecto.
Además, y aunque no lo notemos en el corto plazo, también va a reubicar muchas piezas en el tablero. El teletrabajo, una práctica muy común en las multinacionales, posiblemente vaya a extenderse más allá de la pandemia. Hasta ahora estaba mal visto en unos cuantos ámbitos (y es impracticable en otros), pero lo cierto es que durante estos diez días en que no he salido de casa evité manejar más de 550 kilómetros.
Eso me hizo consumir menos nafta (algo así como 38 litros), lo que constituye un ahorro para mí, pero es nocivo, a gran escala, para la industria del combustible. Ahora bien, más importante es que evité casi dos horas por día (promedio; depende del día) de traslados. De pronto obtuve 14 horas de tiempo libre o de productividad, elijan lo que más les guste. Estoy dejando afuera tres jornadas del fin de semana, incluida la de hoy. Catorce horas es mucho; casi dos jornadas laborales completas.
¿Vieron todo eso que uno nunca hace porque no tiene tiempo? Bueno, advertí muy pronto que gran parte de ese tiempo está en los traslados. Para muchas personas estos números son todavía más grandes.
De modo que, en mi opinión, y como me decía el otro día mi médico (por teléfono), vamos a salir fortalecidos de la pandemia, pero también –agrego– vamos a salir cambiados. Eso, si nos comportamos como ciudadanos responsables.