De cefalópodos cósmicos y sistemas operativos
No me lo pregunten, porque no lo sé. Ignoro si es la medicación o si han creado un algoritmo que combina nombres de animales con adjetivos que empiezan con la misma letra. El hecho es que las denominaciones de las versiones de Ubuntu son estrambóticas, para decirlo con elegancia. Como saben, salvo alguna excepción, cada nueva edición del Linux más usado sale cada seis meses, en abril y octubre. Las versiones se numeran con el año y el mes, separados por un punto. La más nueva es, por lo tanto, la 18.10.
En el primer cuatrimestre de los años pares, usualmente en abril, se publica una LTS, por Long Time Support; es decir, una que recibe actualizaciones durante cinco años. Así, una de mis máquinas más antiguas anda perfectamente con un Ubuntu 16.04, y todavía tendrá actualizaciones hasta 2021.
La última LTS fue la 18.04, llamada (¿están sentados?) Castor Biónico (Bionic Beaver). El nombre de la que acaba de salir es todavía más estratosférico. Se llama Sepia Cósmica (Cosmic Cuttlefish). Las sepias, por si no estaban al tanto, son un tipo de cefalópodo; pariente de los calamares, digamos. Más delirante, imposible; pero me encanta, porque un poco de sinrazón en el estricto mundo del software suaviza mucho los bordes filosos.
Cosmic (se estila usar solo el adjetivo, ojo) sobresale enseguida por dos características. Primero, el tema predeterminado es más lindo. No es asunto menor, porque la contracara de todo lo bueno que ofrece Linux es que los sistemas operativos comerciales le pasan por arriba con una 4x4 en cuanto a la estética. Esto tiene, por supuesto, un motivo. Aunque no parezca, aunque esté hecho precisamente para que no se note, el diseño de interfaces muy atractivas y cuidadas cuesta mucho dinero.
Ubuntu, como saben, es gratis. En general, Linux es gratis. Desde mi punto de vista, lo más importante es que sea libre. Pero lo cierto es que además es gratis. Así que la comunidad de desarrolladores del software libre no puede darse ciertos lujos y, en mi opinión, distribuciones como Mint, Ubuntu, Fedora e incluso el entorno KDE (aunque me parece demasiado sobrecargado) han hecho un gran trabajo. Pero siempre fue un área de mejora para Linux.
Pues bien, este nuevo Ubuntu cambia los clásicos temas Ambiance y Radiance por uno llamado Yaru. Es, obviamente, obra de la comunidad de usuarios del sistema, y en mi opinión es el Ubuntu más lindo hasta ahora. Ya sé, lindo suena a poco. Pero les garantizo que lograr que algo sea lindo en una computadora es un trabajo enorme.
La segunda característica destacable es que arranca más rápido. En rigor, diría que anda más rápido que 18.04 y, al menos en un principio, usa menos memoria. O, quizá, pierde menos memoria. En la nueva versión de la interfaz gráfica, Gnome 3.30, han corregido fallas que hacían que el software tomara memoria, pero no la devolviera. Es un antiquísimo problema del lenguaje C (y derivados, como Javascript, que también se usa en Gnome) y ha sido un dolor de cabeza durante décadas. Pero tiene arreglo, y en 18.10 le encontraron la vuelta.
¿Sí o no?
Una buena forma de saber si un sistema es veloz es instalarlo en una máquina virtual con recursos escasos. Hoy las computadoras de trabajo (y mucho más las de gaming) tienen tanta potencia y memoria que hacen que todo ande bien. Así que, aparte de ponerlo en una notebook real, probé Cosmic en una máquina virtual creada con VirtualBox. Le asigné 1,4 GB de RAM (casi 3 veces menos que mi celular), arranqué la instalación y me fui a grabar el podcast de la semana con Ricardo Sametband. Unos 25 minutos después volví con la certeza de que todavía estaría trabajando, pero no. Ya se había instalado.
Tras arrancar (rápido, para lo que aguardaba), me dijo que había unos 47 MB de actualizaciones. Ha pasado una semana desde el lanzamiento y ya hay 47 MB de actualizaciones. Es una de las cosas que más me gustan del software libre. Las puse a instalar mientras probaba algunos programas y exploraba las nuevas opciones.
No les daré la lata con eso. Es más o menos lo mismo de siempre. Aquí hay un resumen, en el blog de Ubuntu, de las novedades (en inglés). Y aquí un listado completo, también en inglés. En breve, viene con la versión 4.18 del kernel; Gnome 3.30 (la aplicación Disks ahora le da soporte a VeraCrypt); Firefox 63.0, y LibreOffice 6.1.2. Además, y entre muchas otras cosas muy técnicas, ya es posible desbloquear un dispositivo con la huella dactilar.
La cuestión (y lo que me más me preguntan cada abril y octubre) es si vale la pena pasarse a la nueva versión. Como de costumbre, la respuesta es: depende.
Una de mis notebooks, que ya peina canas, sin duda va a pasar de Bionic a Cosmic. Andará más rápido y usará mejor la poca memoria con que vino de fábrica. La otra, con más memoria y mejor procesador, seguirá con 18.04, simplemente porque no hay casi nada en la nueva edición que amerite el trámite de actualizar. En realidad, lleva media hora y es cero traumático, pero los cinco años de soporte de las LTS (como la 18.04, repito), versus los 9 meses de las ediciones normales (como la 18.10), son una garantía fundamental para las máquinas que usamos para trabajar. Es un poco el concepto para decidir cuándo actualizar. Si una falla en el sistema puede traernos un desastre, entonces una LTS es preferible. Si no, Ubuntu 18.10 es lo bastante atractivo y ofrece algunas mejoras (por ejemplo, en la autonomía de las baterías) que valen la pena el salto.
¿Problemas? De momento, y este es un primer vistazo, solo se negó a instalarse de la forma normal en una HP híbrida que tenía la versión anterior. Es decir, la interfaz gráfica me mostraba que había un nuevo Ubuntu, pero al hacer clic en Actualizar, no pasaba nada. No era un problema de la máquina, sin embargo, sino de Ubuntu, porque cuando lancé la actualización desde la terminal, con una línea de comando, el upgrade anduvo como seda. De hecho, en un momento se cortó Internet y se canceló todo. Pero cuando volvió la conexión y ejecuté de nuevo la actualización, retomó donde había dejado, sin problemas. Como dice el I Ching, no hay mácula.
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