Cultura y revolución digital
El posible cierre del Museo de Informática revela un prejuicio que atraviesa toda la sociedad
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Por si no se enteraron, el Museo de Informática comunicó que iba a poner en venta sus activos para poder seguir funcionando. Su fundador y presidente, Carlos Chiodini, explicó la situación en su cuenta de Instagram (@museodeinformatica), y LA NACION reflejó el caso aquí y aquí. El revuelo en las redes sociales –que es ahí donde muestran su valía– condujo a donaciones que asombraron al propio Chiodini, que luego se ocupó de agradecer la movida, también en Instagram.
El Gobierno de la Ciudad, me dicen, está buscando alternativas para que el museo, muy caro a la comunidad tecno de la Argentina, siga funcionando. Chiodini, por su parte, entusiasmado por el inesperado y generoso apoyo, prometió que seguirá adelante con su proyecto, en la Ciudad o en otro lugar. El miércoles, hablamos por teléfono largo y tendido, y sobre muchos temas. Fue una conversación entre dos veteranos de las computadoras, el código y “todas esas cosas nuevas”. De esa charla quiero rescatar algo que, en mi opinión, atraviesa la sociedad de forma transversal. Es un prejuicio, un sesgo intelectual, un punto ciego.
El prejuicio está expresado, adrede, arriba, cuando puse “todas esas cosas nuevas”. La tecnología sufre ese estigma. Es siempre “algo nuevo”. Como si careciera de historia; es decir, de identidad. Como si no tuviéramos héroes ni próceres. O villanos. Todo arranca de nuevo cada mañana o con cada nuevo upgrade. Un museo de informática suena, desde este punto de vista, como una contradicción. Independientemente de la habilitación del establecimiento de Chiodini, la tecnología parecería no merecerse un museo porque existe en un presente perpetuo.
Esto, claro está, es 100% falso.
La reacción del ambiente tecno de la Argentina, cuando se supo que el Museo de Informática corría peligro, fue inmediata y visceral. Y lo fue por una razón. En esa extraordinaria colección se guardan nuestro pasado, nuestras obras maestras y nuestra tradición. Nuestra cultura. O, al menos, una parte significativa de nuestra cultura.
Pero hay algo más. La informática (ahora queda mal llamarla así, vaya uno a saber por qué otro sesgo) es un factor de cambio como no ha habido otro desde la imprenta de Gutenberg. Sin embargo, no se la considera un fenómeno cultural, sino una industria. Varias palabras atornillan este prejuicio. Donde en otros contextos se utilizaría el término intelectual, acá se dice hacker, palabra que, para colmo, está incrustada de demasiados significados equívocos o directamente falsos. Donde se hablaría de lexicógrafos o musicólogos, aquí se utiliza nerds o geeks. No hay sabios, sino expertos. No somos lectores o melómanos, sino usuarios; o, peor, ciberadictos.
Podés quedar como una persona ilustrada hablando en difícil de Lacan o Sartre, pero si se trata de TCP/IP entonces es jerga. “Explicanos esto para que todos podamos entenderlo”, te dice el conductor del programa de TV al que fuiste invitado para hablar sobre ransomware (de nuevo, salvo honrosas excepciones). O sea, de cifrado asimétrico, ni media palabra.
Solo electrónica de consumo
No es un problema del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, con cuyos representantes también hablé largo y tendido esta semana y se mostraron muy dispuestos a ofrecerme toda la información que les solicité. No es tampoco un problema del gobierno nacional, cualquiera sea su color. Ni es algo de la región. Ni del continente. Es un prejuicio instalado universalmente, con honrosas excepciones (como el Silicon Valley, por citar un ejemplo evidente). Así que el que quiera ver aquí alguna clase de mensaje político, se equivoca. Este prejuicio contra la informática cruza todas las ideologías. Diré más: estas disciplinas son tan disruptivas que han desplazado a la ideología como perspectiva fundamental de la mirada que cada uno tiene del mundo. Por eso, nos hemos cansado de ver políticos que despotrican contra el capital desde un iPhone en Twitter o que pretenden erigir muros para frenar la inmigración y proteger así empleos que, en breve, quedarán en manos de robots diseñados en su país y construidos en China.
En el caso de la cultura y la informática, el prejuicio dicta que no podés dejar de visitar un buen museo de ciencias, ¿pero un museo de tecnología? ¿Qué sería eso? ¿Un montón de máquinas viejas? Díganle al director del Museo Arqueológico (El nombre del museo fue corregido. Originalmente decía Antropológico; a veces la memoria mezcla cosas) de Atenas que su sede (que visité dos veces, y donde lloré de emoción muchas más) está llena de trastos. O proclamen que el Museo del Aire y el Espacio del Instituto Smithsoniano, en Washington, exhibe naves que ya no andan y por lo tanto no sirven para nada. Después me cuentan cómo les fue.
Desde el periodismo sobre tecnología hasta el arte digital, todo lo que tenga algún tufillo informático es visto como electrónica de consumo y nada más. No es cultura. Es un catálogo. O una simulación. Aunque, por supuesto, después afirmamos –solemnemente– que “todo es cultura”. Todo, salvo la máquina Enigma, la computadora Clementina, la IBM/5150, Facebook o el software libre. Si otras actividades intelectuales o artísticas sufrieran la misma discriminación, las hachas de pedernal serían utensilios abandonados por trogloditas y los dioramas de los museos históricos, nada más que un simulacro.
Un dato
Los prejuicios tienen una única base. No dos ni ocho. Solo una: la ignorancia. Basta mirar algo de cerca, conocerlo a fondo y estudiarlo, para formarse un juicio legítimo. Si no, brotarán los prejuicios. Las personas que siguen creyendo que la tecnología es solo electrónica de consumo son las mismas que emplean Telegram porque están convencidas de que es más privado que Skype o WhatsApp (suerte con eso, dicho sea de paso); y estaría todo bien (más allá de que no comulgo con ninguna forma de ignorancia), si en lugar de computadoras, código e internet, estuviéramos hablando de bebidas gaseosas.
Solo que no estamos hablando de bebidas azucaradas (eso fue un guiño; un guiño nerd, debería decir), sino de que la batalla de Midway se ganó –y esa victoria fue decisiva en la Guerra del Pacífico– gracias a la informática. Alan Turing fue clave para descifrar los mensajes del Tercer Reich y, a la larga, para vencer al nazismo. No porque sí hoy la guerra es cibernética, silenciosa e incansable.
La Apple II y la IBM/5150 llevaron ese poder a las personas de a pie, que luego se conectaron a una red global. Hoy, de las diez compañías con mayor valor de mercado del planeta, siete son tecnológicas.
La pandemia estaría dejando decenas de millones de muertos, de no haber sido por estas tecnologías, que nos permitieron algo otrora mágico: la presencia remota. La economía global se paralizaría sin remedio, si “todas estas cosas nuevas” desaparecieran o de alguna forma fueran dañadas en su concepción (por ejemplo, eliminando el cifrado en dispositivos y redes, como pretenden algunos dirigentes en las naciones más avanzadas del mundo), y el resultado sería mil veces más desastroso que todas las plagas juntas.
Objetivamente, estas disciplinas han cambiado el mundo. Y cuando algo cambia el mundo, entonces es cultura, no simplemente un conjunto de gadgets. O de bebidas azucaradas.
¿Qué es lo que hay en estas disciplinas que trasciende la electrónica? Cómputo. Por primera vez en la historia humana los artilugios no emulan las funciones de nuestros músculos o nuestros sentidos, sino las de nuestra mente. Lo sabe cualquier programador: estas máquinas son capaces de tomar decisiones. Pídanle eso a un martillo o una bicicleta.
Ese es el dato clave. Eso es lo que ignora el que coloca todas “estas cosas nuevas” en el mismo estante que la radio a transistores, el teléfono o la televisión, denegándoles así su carácter de fenómeno cultural (que, ya que estamos, hasta la radio y la tele tienen).
Luego de esta semana de muchas y extensas conversaciones telefónicas, tengo la impresión de que la historia del Museo de Informática va a terminar bien. En gran medida, gracias a la reacción en las redes sociales de la comunidad tecno local; es decir, gracias a la informática. Será una buena noticia. Pero me temo que el prejuicio contra las nuevas tecnologías no desaparecerá enseguida. Tampoco esto es nuevo. Hace 500 años Gutenberg fue visto como un bicho raro. Un nerd. Y terminó hackeando el mundo.
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