Cuando usar el cajero automático es una aventura
-¿No está “la chica”?- pregunta Alicia, que todavía no se acostumbra a usar los cajeros automáticos. Añora los días en los que los cajeros que ella contemplaba sólo eran humanos, ésos que la ayudaban con el cobro de la jubilación y de paso a pagar alguna que otra cuenta. Su rutina de años cambió cuando llegó la sentencia casi inesperada de un empleado que no conocía: “señora, esto lo tiene que hacer por el cajero automático”.
Alicia es mi abuela, la misma que con timidez se atrevía a pedir ayuda en la entrada, y una empleada dejaba su escritorio para sortear las pantallas en el menor tiempo posible.
Ahora no sólo está obligada a usar el cajero automático; “la chica” también fue reemplazada por una máquina expendedora de tickets de consultas, donde no figura la opción "ayuda con el cajero automático".
La primera vez que intentó hacerlo sola no pudo. La impaciencia de la fila y los nervios por la novedad hicieron que no sólo se fuera, sino que se tomara varios días para volver. Hasta que me pidió que la acompañara a hacer unas compras “y de paso pasamos por el banco”. Viendo como guardaba todos los comprobantes de manera ordenada, observé que a algunos se les empezaban a borrar las letras. Pienso que hay algo en este ritual que la deja tranquila: tener el dinero en efectivo, contarlo, separar lo que va para pagar de cada factura la ayuda a materializar esa seguridad que solo ofrece el viejo cuaderno de cuentas y la carpeta con las facturas pagadas y selladas.
Mi abuela es un caso típico dentro de los tres tipos de relaciones que puede llegar a tener una persona mayor con la tecnología. En primer lugar están esos abuelos modernos, que están actualizados y no se pierden oportunidad de estar en la pomada. Muchas veces coincide con el segmento etario más joven; algunos hasta usaron una computadora para trabajar antes de jubilarse y se sienten cómodos usando aplicaciones como Whatsapp. Tratan de divertirse descubriendo qué cosas hay para hacer en Internet y no tienen miedo a tocar todo porque saben que no van a romper nada. Los hace sentir un poco más jóvenes, o mejor dicho un poco menos viejos.
En segundo lugar están los que usan el celular, la tableta (o el cajero) si no les queda otra, por una cuestión de necesidad y no porque lo hayan buscado, ni descubierto solos. Se relacionan con la tecnología lo justo y necesario, no le encuentran el sentido ni la usan como un entretenimiento. Saben buscar algo en Google, pero ante el primer obstáculo (un error o link roto) llaman por teléfono directamente a los hijos o a sus nietos. Deletrean palabras en inglés y códigos de error. Internet puede no funcionar por semanas si el truco de enchufar y desenchufar no lo soluciona.
Por último están los abuelos negadores, que al más mínimo indicio de usar la tecnología se rehúsan rotundamente por razones que pocas veces quieren explicar. Algunos despotrican contra la sociedad informatizada y automatizada, que los acorrala a tal punto que “este trámite se hace solo por internet” se transforma en un insulto. Otros se sienten angustiados, porque a ese mundo ya no pertenecen y están aferrados a lo que ya conocen y no quieren invertir tiempo ni ganas en aprender. “¿Para qué?”, preguntan con desdén.
Cuando envejecemos, a veces las tareas simples y cotidianas pueden tornarse difíciles, pero el deseo de poder vivir independientes, de buena salud y envejecer con dignidad se mantiene igual. Los creadores de la tecnología deberían, ante todo, tener en cuenta esas tres premisas, y buscar la forma de solucionar los problemas que surgen en torno a ellos. Tal vez de esa manera podremos pavimentar nuestro propio camino a la vejez (con una tecnología que hoy nos cuesta imaginar), que aunque lo evitemos, transitaremos todos algún día.
Mariana Varela es especialista en temas de usabilidad y diseño de experiencia del usuario. Co-fundadora de Chicas en Tecnología.