Cuando los algoritmos hablan por nosotros
Un inesperado equívoco de LinkedIn me dejó pensando, esta semana. De pronto empecé a a recibir felicitaciones por mi nuevo aniversario de trabajo, y se me encendieron todas las alarmas. No coincidía con ninguno de mis empleos, y cuando una querida amiga también me congratuló, aproveché la oportunidad para preguntarle de qué aniversario estaba hablando LinkedIn. Suponía que en alguna parte del sitio debía estar la respuesta, pero, con entera franqueza, no me alcanza el tiempo para intentar descifrar los caprichos de los algoritmos de una red social.
Mónica me dio enseguida la respuesta. Resulta que se cumplían dos años de la publicación de mi último libro, Hackearán tu mente, por Editorial Planeta. En su momento, había añadido ese evento a lo que LinkedIn llama Experiencia. No le puse fecha de terminación, entre otras cosas porque a mi juicio los libros no se terminan. Aunque, es verdad, como trabajo ya estaba finalizado. De todas formas, no le presté mucha atención a este detalle. En total, LinkedIn interpretó que cumplía dos años en un nuevo empleo.
Cuando entré al sitio para ver cómo resolver la situación (no es que me molesten las felicitaciones, pero siempre que tengan asidero), descubrí otra cosa. Para LinkedIn había pasado de ser editor y columnista de este diario a "Autor de libros en Hackearán tu mente" (SIC). Me pregunto cuántas personas se habrán quedado con la intriga, durante estos dos años, acerca de qué podría llegar a significar semejante puesto de trabajo.
Solución: fui a mi perfil y le puse una fecha de terminación al supuesto empleo de autor de libros; un poco a regañadientes, debo decir, no solo porque Hackearán fue un texto que disfruté mucho, sino también porque uno nunca deja de ser escritor. Luego de eso, mi perfil volvió a mostrar mi actividad principal, aquí en LA NACION, y publiqué un agradecimiento a todas las personas que en esos días me habían felicitado (por el libro).
Es un vicio
Aparte de esto, el asunto me llevó a reflexionar sobre una práctica que las redes sociales han impuesto y que me inspira unas cuantas dudas. Una de las pioneras fue, claro, Facebook, con el botón Me gusta. De pronto, ya no hizo falta escribir un comentario. Habían nacido las reacciones a botonera. Como escribí en 2015, el botón Me gusta nos proporciona una dosis de dopamina. Dicho simple, estamos diseñados para gustar; de otro modo esta especie se habría extinguido hace un buen rato. Por lo tanto, nos sentimos bien al recibir likes. Sin embargo, por la forma en que funciona nuestro cerebro, vamos produciendo cierta tolerancia y cada vez necesitamos más likes para experimentar la misma sensación.
Este botón evolucionó de tal modo que pudiera adaptarse a situaciones como, por ejemplo, un duelo. Quedaba claro –aunque Facebook tardó mucho en expandir sus opciones– que no estaba bueno ponerle Me gusta al post de alguien a quien se le había muerto un familiar. Ahora su espectro es un poco más amplio. Pero ese no es el punto. Habíamos empezado a adoptar una forma nueva de relacionamos con los demás. Las emociones ya no se expresaban siquiera por medio de un emoji. Ahora bastaba un clic. Un toque con el dedo.
Bueno, hay que tratar de mantener la mente abierta. Quizás era preferible la emocionalidad a botonera que ninguna emocionalidad en absoluto. El problema es que hay una distancia entre expresar que un post te gustó (clic, y listo) a saludar a alguien en el día de su cumpleaños. Entra en escena un factor que me costó bastante decodificar: la escala. Facebook dice que tengo más de 2080 amigos. Okay. Pensemos. Con mucho esfuerzo, puedo llegar a reunir en mi casa unas 30 personas adultas. En el último cumpleaños hubo 40, contando niños.
Como todo fenómeno directamente relacionado con la supervivencia, socializar causa un cierto grado de tensión. La experimentamos, en general, como algo bueno, pero la tensión de todos modos existe. Pues bien, entrar en Facebook supone, al menos en mi caso, una tensión casi 70 veces mayor que en el mundo real.
Inmanejable, y ahí es donde el botón Me gusta y sus derivados, como el natalicio simplificado, cumplen su función. ¿Te imaginás llamando a tres o cuatro personas por día, todos los días del año, para desearles un feliz cumpleaños? A mí se me complicaría. Sin embargo, a mis amigos los llamo. Nada de WhatsApp, nada de Facebook. Como mínimo un llamado, no porque descrea de las relaciones virtuales (ya he dicho muchas veces que es al revés), sino porque estas no reemplazan a aquellas. Hasta los más jóvenes saben que la socialización virtual complementa –y en muchas ocasiones es la vía para– la socialización real.
La cuestión es que algunas personas en Facebook son tus amigos. Otros son conocidos. Otros, contactos. ¿No les ha pasado que alguien que les pide amistad en la red social y después no los saluda en un pasillo? Son ámbitos diferentes, y requieren conductas diferentes. O eso parece.
En LinkedIn, mi red tiene más de 3800 contactos. Algunos son amigos también, pero el término contacto me parece un poco más adecuado. Aunque, es cierto, sería algo chocante para mis amigos más cercanos aparecer como simples contactos. Dilema menor, hay que decirlo.
El botón Me gusta evolucionó para simbolizar emociones y, en el caso de LinkedIn, empezó a producir texto automático. Te das cuenta porque de pronto un montón de gente usa exactamente las mismas palabras en el mensajero. Algo raro pasa. Además, emplean los signos de admiración de apertura, que no son parte de la norma de Internet. Pero hay más. ¡También podés dar las gracias con un toque en la pantalla!
Personalmente, me rehúso a utilizar esos recursos, más que nada porque resultan obvios, y en tales casos mando un mensaje general. Pero esto es, precisamente, por la escala. Con tantos mensajes es imposible responder uno por uno. Salvo con el botoncito. Y ahí de socializar ya no queda nada, a mi juicio.
No me gusta oponerme a algo simplemente porque es nuevo. Hablar por teléfono alguna vez lo fue, y resulta que ahora nos parece de lo más cálido y humano eso de oír la voz de un ser querido. En mi infancia tal cosa habría sonado a herejía. Ibas de visita. Casi a diario. Así que, en lugar de quejarme, me gustaría proponerles a las redes sociales, servicios de correo electrónico y mensajeros varios, una innovación que proviene de la producción musical.
Borodin
Hace muchos años, un músico me hizo una demostración palmaria. Primero pasó un cuarteto de cuerdas de Borodin ejecutado por personas. Luego, me hizo oír el mismo cuarteto ejecutado mediante MIDI por una computadora. El sonido era perfecto, pero carecía por completo de alma. Era demasiado igual, demasiado homogéneo, exacto, preciso, mecánico. Con las décadas, eso se ha corregido y hoy es posible hacer sonar a las máquinas mucho más humanas, incorporando, mediante algoritmos, características propias de los músicos reales. Las llamo, globalmente, la sutil heterogeneidad humana. Un músico jamás golpeará la tecla o la cuerda exactamente igual dos veces, aunque en la partitura diga que debe ser igual. Y no lo hará porque es de carne y hueso. Es, además, una heterogeneidad heterogénea.
Muy bien, ahí va la idea. Muchachos, pónganse a trabajar en algoritmos que hagan que el botón ¡Gracias! mande un mensaje que signifique eso, pero en todas sus posibles variantes. Gracias, che.Gracias, amigo.Pero muchas gracias! Etcétera. Ya que saben tanto de nosotros, posiblemente puedan replicar con bastante precisión nuestros usos lingüísticos. Lo mismo cuenta para las felicitaciones, cumpleaños, operaciones exitosas, relatos de viajes, bodas, nacimientos, decesos, debates políticos, escaramuzas de sofá, y así. Creo que el resultado podría ser divertido.
Esperen. ¿Dije divertido? Distópico, más bien.