Cómo pasamos de la oficina sin papel al papel sin oficina
Por qué el debate sobre el trabajo se divorció tanto de la realidad, y cómo una simple hoja de papel puede aclarar muchas confusiones
- 9 minutos de lectura'
Desde mediados de la década del ‘70 del siglo pasado, cuando se empezó a predecir que el papel desaparecería de los lugares de trabajo y se acuñó el término Paperless Office, transcurrieron más de cuatro décadas. Pero el papel sigue en nuestros lugares de trabajo, con escasas excepciones, y lo que se esfumó, a causa de la pandemia, fue la oficina.
La fenomenal paradoja (o la incomprensible contradicción) puede llevarnos a repensar todo eso que hoy, sin mayor análisis, llamamos “trabajar”. Repensar en serio, porque del teletrabajo se viene hablando desde hace un cuarto de siglo, y solo las compañías más grandes y avanzadas –usualmente, aunque no solo, las tecnológicas– lo pusieron en práctica de forma masiva. Con sus pro y sus contra, con sus muchos desafíos y con los problemas que todavía debe resolver, es una práctica que la mayoría de los empleados prefiere; la lista de motivos es muy extensa, y va desde la flexibilidad horaria –es decir, el trabajo basado en la productividad– hasta el evitarse el tiempo y los costos de los traslados. Eso sí, en la Argentina, un país cuyos medios de transporte público son una afrenta a la dignidad humana, se ve al teletrabajo como una amenaza y a la productividad como una forma de explotación.
Rebobinemos. Si antes de la pandemia hubiéramos intentado pensar con verdadera frialdad cuál era la definición del concepto “oficina”, nos habríamos llevado una desagradable sorpresa. No existe tal cosa como el concepto de oficina. Hay despachos, consultorios, boxes, redacciones, y la lista sigue. La oficina, al revés que el papel, es una idea que cada compañía y eventualmente cada empleado llenan con sus propios contenidos. En no pocos casos, con sus propios fantasmas. Viceversa, la definición del concepto “papel” es de una claridad meridiana; ya volveré sobre eso.
Desde 1988
Bastante antes de la pandemia, e incluso en un país como la Argentina, donde las conexiones con internet son caras y lentas, y el precio de la tecnología es astronómico, las VPN y las máquinas virtuales habían dejado de ser lujos para altos ejecutivos y jefes de sistemas. El ancho de banda alcanzaba y sobraba para ver películas y series y jugar online, así que prácticamente todo lo que hacíamos en una oficina podía hacerse de forma remota. Sin embargo, la oficina como idea parecía intocable. En rigor, todo lo que concierne a la transformación digital seguía en veremos. De pronto, el cisne negro de la pandemia catalizó un cambio que había estado esperando durante al menos un lustro. Algunos opinan que más, desde la llegada de los smartphones y el 4G (que también arribó tardíamente a la Argentina). Y que no se aguardaba sino para dentro de otros cinco años.
La historia es conocida, pero revela un sesgo mental que cruza casi todos los pronósticos tecnológicos. Del mismo modo que auguramos autos voladores, pero no vimos los coches autónomos ni Uber, dimos por sentado que las computadoras iban a hacer desaparecer el papel, no la oficina. Ocurrió, como con los coches voladores, lo menos esperado.
Sin embargo, y como con los coches autónomos o Uber, pasó lo más lógico (no lo más previsible, sino lo más lógico). A la oficina pudimos decirle adiós de un día para el otro, literalmente. Con una conexión de al menos 6 megabits por segundo (el promedio es 10 en la Argentina, aunque hay lugares donde no pasa de 3) y una computadora convencional, más la ayuda de una serie de tecnologías que parecían demasiado cotidianas para ser tan críticas (como WhatsApp), el trabajo que hasta el viernes 20 de marzo de 2020 hacíamos en una oficina empezó a salir desde casa a partir del lunes 23.
Hubo, hay y habrá excepciones, por supuesto. Y lo más probable es que luego de la pandemia la oficina se reconvierta (ya está ocurriendo, en muchos casos) en lugar de desaparecer. Pero si la pandemia hubiera ocurrido treinta años atrás, cuando los vuelos comerciales estaban en pleno auge, pero las computadoras personales recién nacían (la Apple II, en 1977; la IBM/PC, en 1981) e Internet todavía no llegaba a los usuarios particulares, no habríamos podido abandonar las oficinas tan fácilmente. El resultado, en el nivel sanitario, habría sido catastrófico.
Por entonces, solo unos pocos pioneros habían puesto un pie en el trabajo remoto, y lo amaban. En 1988 entrevisté a un argentino, el doctor Jorge Sanz, que llevaba adelante sus investigaciones sobre computación paralela en el laboratorio de IBM en Almadén, Estados Unidos. Estaba de visita en Buenos Aires y, durante el reportaje, me mostró que en su notebook tenía correo electrónico y conexión inalámbrica. Para él, la oficina ya empezaba a evaporarse, y le resultaba demasiado impráctico volver a los espacios físicos fijos. Trabajaba en California, pero también en Buenos Aires o en Tokio. Tenía sentido. El siglo XXI estaba a un paso.
En los 32 años que transcurrieron desde aquella entrevista, llegó el nuevo siglo, presenciamos toda clase de fenómenos disruptivos, desde la guerra electrónica hasta las redes sociales, desde computadoras de bolsillo tipo Star Trek hasta los robots, los drones y la inteligencia artificial. Casi todo cambió o fue puesto en tela de juicio; incluso el poder de la política o la vigencia de la educación tal como la conocemos. Pero la oficina permaneció intocada e intocable.
Salvo en algunos bolsones corporativos, el teletrabajo fue siempre mala palabra. Sigue viéndoselo así, por si acaso y sin mayor análisis. Como casi cualquier cosa nueva, especialmente si es obra de las tecnologías avanzadas, el prejuicio le salta a la yugular a la modernidad e impone toda clase de reparos. No está mal que sea así, y es un poco la historia de la civilización. De cierta forma, estos reparos, justificados o no, funcionan para ayudar a la sociedad a reflexionar sobre cómo aplicar los cambios tecnológicos de forma justa y razonable. Con el tiempo, los adelantos técnicos prevalecen, sin excepción, pero con los contrapesos indispensables.
Solo que ahora se presenta un obstáculo inédito.
Parcialmente nublado
El problema no es el debate, sino el estado de negación. Por desgracia, y al revés de lo que ocurrió con otros adelantos técnicos –y todos, casi sin excepción, afectaron al trabajo–, la transformación digital involucra un número de conocimientos y conceptos herméticos y contraintuitivos. Eso está retrasando toda posibilidad de un debate sin eslóganes vacíos, sin discurso para la tribuna y sin consignas divorciadas de la realidad. No han cambiado demasiado las cosas desde que en los ’80 se resistía la llegada de las computadoras a las oficinas, y se veía a la máquina de escribir como un compañero más leal. Pero pasa el tiempo y el debate sigue mostrando lagunas técnicas peligrosas.
Como si habláramos del telégrafo o de la máquina de vapor, se le deja “esos asuntos técnicos” a los asesores. Solo que ahora estamos tratando con programas inteligentes que superan a los humanos en el ajedrez y el go –es decir, en la guerra– y de dispositivos que caben en el bolsillo, pero contienen más poder de cómputo que el que había en todo el planeta Tierra medio siglo atrás; y casi cada persona en el mundo tiene uno de esos aparatos consigo, todo el tiempo. Muchos caudillos siguen intentando secuestrar teléfonos, cuando los ciudadanos se rebelan, probando una vez más el abismo que media entre sus realidades feudales y estas tecnologías disruptivas. Para ponerlo fácil: basta configurar el teléfono para que haga copia de todo en la nube para que el secuestro sea un gesto violento, pero inútil. Claro, ¿pero qué era la nube?
La Biblia y el smartphone
El papel es un ejemplo de esa desconexión. Los gurús de fuste vienen insistiendo desde hace décadas, con un fervor casi patriótico, que el papel va a desaparecer. Pero la hija adolescente de una amiga me decía el otro día: “No, a mí no me des libros electrónicos. A mí me gusta el papel”. ¿En qué quedamos?
El papel no es, ciertamente, una nueva tecnología. Pero los candidatos a reemplazarlo, sí. Y ahí entran las falacias.
Como no se sabe cómo funcionan estas nuevas tecnologías (eso se lo deja a los asesores), se ignora que el papel todavía puede hacer cosas que las máquinas no están ni cerca de replicar. Peor aún: al ver al papel como un problema o como algo viejo, no se visibiliza uno de los mayores obstáculos para el progreso de una sociedad organizada hoy: la burocracia. Ese papeleo sí se puede hacer mejor, a un costo ínfimo y sin esperas ridículas mediante computadoras y redes (internet, digamos). Sin embargo, curiosamente, la burocracia fue, salvo excepciones, conservada y multiplicada.
Viceversa, el papel no es un escollo para tomar una nota rápida o para disfrutar de una novela. Además, el papel no puede falsificarse sin que se note. En cambio, los bits se falsifican con cierta facilidad y es casi imposible notarlo. Aún así, tecnologías como la firma digital, el cifrado asimétrico o la cadena de bloques (blockchain, en inglés) siguen siendo un misterio, algo para hackers, algo que, vaya, también se deja a los asesores.
¿Qué es el papel? Un polímero, una interfaz de usuario y un medio de almacenamiento de datos. Tiene ventajas que lo colocan a varias décadas por delante de las tecnologías más avanzadas; por ejemplo, no necesita ninguna forma de energía para funcionar. También tiene desventajas; por ejemplo, su capacidad de almacenamiento es exigua. Otros aspectos, como el que no puede conectarse con una red, lo ponen a la vez en una situación de ventaja y de desventaja. Depende del contexto, observen.
Hace muchos años le pregunté a un sacerdote amigo si él podría dar misa con la Biblia que tengo entre mis libros electrónicos, en el smartphone. Me respondió que no. Le pregunté por qué no, y supuse que me daría una explicación religiosa. Pero su explicación fue técnica: el smartphone se puede hackear; la Biblia en papel, no.
El papel es un polímero, una interfaz de usuario y un medio de almacenamiento. Ahora bien, ¿qué es una oficina? ¿Qué es exactamente? Deberíamos empezar nuestro análisis por ahí, porque está claro que la realidad va por un lado y los debates y los pronósticos, por otro. Por eso, luego de cuarenta años, pasamos de pregonar y prometer la oficina sin papel a encontrarnos con que seguimos usando papel, pero en una oficina virtual, remota, inexistente, a veces amalgamada con nuestro hogar, híbrida, ubicua, volátil, móvil o en movimiento. De hecho, me atrevo a decir que la oficina tal como la conocíamos ha quedado en el pasado. No porque sí ya se está hablando de una realidad laboral híbrida. Eso no lo vimos venir, y mucho me temo que no es lo único que nos va a encontrar mirando para otro lado en las próximas décadas.
Temas
Otras noticias de Nota de Opinion
Más leídas de Tecnología
Clave. Los trucos de WhatsApp más simples y prácticos que son fáciles de aplicar
Similares a los Ray-ban de Meta. Samsung tendrá su línea de anteojos inteligentes en 2025
Cuidado. Qué significa quitar la foto de perfil en WhatsApp, según un psicólogo
Auto clásico. Cómo se vería el histórico Dodge GTX modelo 2025, según la IA