Cómo inventar una corporación de 10.000 millones de dólares y terminar tras las rejas
De la burbuja puntocom hasta Elizabeth Holmes, una demostración de que el poder del relato puede edificar imperios económicos; sin embargo, siempre terminan por derrumbarse estrepitosamente y causan daños incalculables
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En un futuro más o menos lejano, emprendedores como Elon Musk y Mark Zuckerberg van a ser vistos como precursores, visionarios, pioneros o todo eso junto. La cuestión es si van a ser vistos como los hermanos Wright o como los griegos que imaginaron los autómatas de Hefesto. La diferencia es sustancial, porque en el primer caso hay una línea continua que une esos primeros 37 metros de vuelo cerca de Kitty Hawk, en Carolina del Sur, Estados Unidos, y los aviones que vemos despegar de Aeroparque, casi sin asombrarnos, cuando vamos por la avenida Lugones.
En cambio, los autómatas de Hefesto (o los golems y otras creaciones de este tipo) son resultado de la imaginación humana, que no tiene por qué estar atada a la realización y mucho menos a la fabricación. ¿Cuánto más cerca de Marte está Musk que Bradbury? ¿El hecho de haber sido exitoso en otros emprendimientos técnicos (incluidos los vuelos orbitales) garantiza que vencerá algunos de los obstáculos que la naturaleza le impone para llegar y quedarse en el planeta rojo? Hay temas pesados ahí, como el hecho de que Marte no tiene protección contra la radiación de alta energía proveniente del Sol, al revés que la Tierra. ¿Se puede arreglar eso con mucho dinero? ¿Vamos a tomarnos el asunto en serio o vamos a creer en Tony Stark?
Por si alguien no lo conoce o por si alguien no se lo puso a pensar seriamente, lo de Iron Man no es posible. El personaje del emprendedor, ingeniero, genio de la tecnología y millonario hasta el delirio es querible, entretenido, irreverente, icónico y hasta quizás un poco inspirador, pero si un ser humano choca contra un edificio a varios cientos de kilómetros por hora dentro de un traje de metal, por muy acolchado que sea su interior, terminará hecho puré. Literalmente.
Por supuesto, podemos imaginar (Hefesto, de nuevo) que hemos conseguido controlar la gravedad y que por cierto mecanismo (escriba aquí lo más técnicamente enigmático que se le ocurra) evitamos que las leyes de la mecánica clásica se cumplan dentro del traje de Tony. Pero en la práctica, hoy, con los conocimientos que tenemos, Tony habría cometido suicido al escapar de esas cuevas en la primera media hora de la primera entrega de la saga. The End.
Así que aunque parezca muy sutil (cuidado con las cosas sutiles), la diferencia entre los hermanos Wright y Tony Stark es abismal. Entra en escena Elizabeth Holmes, que en 2003 fundó Theranos, una compañía que se proponía crear tests médicos que funcionaban en dispositivos portátiles y con unas pocas gotas de sangre. Ah, y de paso, podían detectar un inusualmente alto número de enfermedades.
La lógica Stark que, subrepticiamente, ha ido infectando la cultura del (incorrectamente llamado) emprendedorismo (lo correcto es emprendimiento), más una osadía a toda prueba hicieron posible que Holmes cosechara a los 19 años unos 700 millones de dólares en inversiones y que Theranos llegara a estar valuada en 10.000 millones. Hasta que el castillo de naipes se derrumbó y hoy Holmes enfrenta 20 años de prisión, más costas millonarias.
Pero aunque Holmes deberá pagar por haber pretendido que la ficción puede ser real, no cometió los delitos de los que se la acusa sin ayuda. Peor aun. No es la primera vez que ocurre. La burbuja puntocom, aunque tuvo características más relacionadas con la fiebre del oro, explotó por una razón que se emparenta con el fiasco de Theranos.
Acá no hay nada
Hace más de 20 años, la red Bloomberg me entrevistó para ver si realmente la cosa era como los más hábiles (yo habría dicho los más codiciosos, no los más hábiles) inversores del mundo pretendían. Es decir, que alcanzaba con poner un sitio web para hacerse millonario. Mi respuesta fue de sentido común. Es verdad que en ciertos contextos el sentido común es tóxico y puede abortar un emprendimiento en sus albores. Pero hay algunas cosas en las que no falla ni puede fallar. Lo dije al aire, para quien quisiera oír: “Si un sitio no ofrece algo de valor, por sí mismo no va a producir ganancias.”
Hoy parece obvio. Pero la explosión de la burbuja puntocom fue catastrófica porque algunos inversores muy poderosos pensaron que alcanzaba con subir un sitio con nombre atractivo o con un famoso detrás para empezar a ganar dinero. Las historias que me llegaban eran escalofriantes. Oficinas con muebles de caoba donde los empleados no tenían nada que hacer porque el sitio era en realidad una fachada. O un agente de prensa explicándome porqué el sitio fundado por la hermana o la esposa de una celebridad era noticia; no entendió que el sitio estaba vacío e insistió con que la esposa o la hermana de esa celebridad eran la clave. A lo que respondí que no, que el contenido era el rey. Sigue siéndolo.
La de Theranos es una historia diferente, pero se basa en la misma relojería desquiciada: el voluntarismo tecnológico. Es decir, la idea de que alcanza imaginar algo para lograrlo. Es una idea fundamental en la historia del progreso técnico, pero como toda idea fundamental tiene límites. Si no, deja de ser una idea y se convierte en pensamiento mágico o en en el más pedestre, pero no menos peligroso wishful thinking.
¿Cuáles son esos límites? Por un lado lo que las ciencias básicas han descubierto hasta ahora. Por eso son tan importantes. Si el telescopio James Webb hubiera recibido el 10% de la cobertura que reciben los titulares que nos obsequia Elon, me sentiría más tranquilo. De Planck y de Einstein se rieron en su momento, o fueron notas al pie. Pero hoy tenemos computadoras y GPS (entre muchas otras cosas) gracias a sus hallazgos.
Dicho más simple, por mucho que deseemos ciertas cosas, hasta que no descubramos ciertos principios fundamentales de la naturaleza, y esa es la misión de las ciencias básicas, no habrá marketing ni relato que alcancen.
Segundo, la pregunta fundamental detrás de todo negocio es: ¿por qué alguien estaría dispuesto a sacar plata del bolsillo a cambio de esto? La burbuja puntocom voló por el aire a causa de que un montón de gente que se suponía que sabían mucho de finanzas (pero no sabían nada de tecnología) pasaron por alto este principio. Pensamiento mágico puro. Invierto 30 millones de dólares en un sitio que solo dice “Hola” y nada más, pero como es la web y es nuevo y todos están yendo en esa dirección, van a llover los dólares. Por supuesto, no funcionó, porque este principio, como los de la mecánica clásica, la atracción gravitatoria, el principio de conservación de la energía o las cuatro interacciones fundamentales de la física de las partículas no puede burlarse. Nadie va a pagar por algo que no le interesa o por algo vacío. No importa si es la web o el metaverso, nadie paga por una cáscara vacía.
Al revés que las tecnologías que se desarrollaron hasta la revolución industrial, las del cómputo son cajas negras que hacen cosas mayormente incomprensibles, excepto que seas programador. En realidad, no son incomprensibles, pero no resultan evidentes, como la palanca o la polea. Los engranajes aquí se llaman algoritmos y tienen más de matemática y de lógica que de fuerza física.
Dado su carácter misterioso, produce un efecto secundario del que no parecen quedar a salvo ni los más sagaces inversionistas del mundo: permite crear relato. “Si no podés hacerlo, fingilo hasta que puedas,” dicen que reza el lema del Silicon Valley. Pero ni la palanca ni la polea se pueden fingir. Los aviones vuelan o no vuelan. La máquina de vapor funciona o no funciona. No hay relato posible cuando las máquinas emulan tareas que podemos ver, la de los brazos, las piernas, la percepción. (En realidad, sí, lo hay, pero esto nos llevaría a cuestiones que trascienden la tecnología y que, por otro lado, los argentinos vivimos a diario desde hace décadas.)
Cuando las máquinas se vuelven cajas negras, una Elizabeth Holmes puede prometer algo que la medicina sabe que todavía no es posible (todavía, insisto), fraguando resultados y construyendo un relato sin pestañear. Setecientos millones de dólares es muchísimo dinero. Pero al final, invariablemente, todo se derrumba, porque internet y las computadoras pueden ser un nuevo mundo en el que muchas cosas han cambiado. Pero otras cosas nunca cambian.
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