Colaborar puede ser la mejor forma de competir
Compramos el mito de la ley de la selva, pero las cosas son más complejas; tres ejemplos tecno para el asombro
Me encantan las cosas simples. Pero detesto las simplificaciones. En este caso el razonamiento aparentemente obvio surgió en una conversación informal que tenía poco que ver con la tecnología. Mucho menos con los negocios. Y sin embargo está relacionado con ambos.
Estábamos hablando sobre plantas y bichos y ese tipo de cosas cuando surgió el viejo concepto de que ahí afuera, en el jardín, todo compite con todo, todo el tiempo. Es obvio, ¿no? Las plantas se pisan unas a otras para obtener más luz. El pez grande se come al pez chico. La ley de la selva, en suma. Es prístino.
Sí, y, como muchas cosas prístinas, se trata de una brutal simplificación. La naturaleza es demasiado compleja –esto sí es prístino– para basarse en un solo mecanismo (es decir, la competencia). Que sea el más evidente y, si se quiere, el más entretenido, no significa que sea el único.
Por ejemplo, en casi el 80% de las plantas se establecen micorrizas, un tipo de relación de mutuo beneficio entre un hongo (que facilita la absorción de minerales) y las raíces de la planta (que le dan al hongo hidratos de carbono). Otro: los lábridos (unos pececitos muy vistosos) no son los más corajudos del océano, pero como se alimentan de parásitos en la piel de colegas mucho más grandes, viven en perfecta armonía con quienes deberían almorzárselos. ¿No era que el pez grande se comía al pez chico? Las simpáticas ovejitas que pastan allá a lo lejos son otro ejemplo de esta clase de relaciones. Si no fuera por unas bacterias en sus intestinos, no podrían digerir la celulosa.
Un biólogo podría dar tantos ejemplos de esto como para llenar varias resmas. Un experto en la teoría de juegos, lo mismo. El dilema del prisionero es paradigmático.
Así que, aunque la competencia cumple un número de funciones, la colaboración no es menos crucial. Lo interesante –y la razón por la que estoy mencionando pececitos de colores en una columna de tecnología– es que hay muchos ejemplos de compañías que se beneficiaron al dejar de lado la competencia. Mencionaré en esta columna tres casos tecno muy representativos. Si quieren sumar ejemplos en los comentarios, como siempre, son más que bienvenidos.
Algo personal
De los tres, históricamente, el primer exponente que citaré aquí es también el más cotidiano. Me refiero a la computadora personal, el modelo 5150 que IBM presentó el 12 de agosto de 1981. El gigante azul entraba en el negocio en desventaja, porque Apple había lanzado cuatro años antes la sobresaliente Apple II, y en ese período había ganado mucha participación de mercado.
Según me contó en 2011 David Bradley, uno de los 12 ingenieros que diseñaron la PC original, debieron entonces tomar una decisión rara, casi blasfema, para una corporación de 400.000 empleados. En lugar de patentar el sistema básico de entrada/salida de la PC (llamado BIOS), lo registraron con el copyright convencional. “Nuestro BIOS tenía menos restricciones que el de, por ejemplo, los equipos de Apple –me dijo Bradley en aquella entrevista–. El nuestro no tenía ningún otro límite que el del copyright normal, así que si alguien producía una copia del BIOS compatible y funcional, pero sin violar el copyright, es decir, sin copiar el código, estaba todo bien. Lo hicimos por una razón muy sencilla: queríamos desarrolladores de periféricos (hardware) y de software.”
Pero también dejaron con esto la puerta abierta a los clones, versiones compatibles y casi siempre más económicas de la PC. “Los clones nos parecían más bien algo halagador, al principio, pero no eran la meta”, recordó en 2011 Bradley.
El resto de la historia es bien conocido. Los clones se multiplicaron rápidamente, nació toda una industria dedicada a aumentar la velocidad de cómputo y la calidad de gráficos al tiempo que se reducía el tamaño y se bajaban los costos. Es cierto que para IBM la decisión fue desastrosa. Los clones terminaron devorando su negocio nuclear y le plantó un competidor que se volvería tan monopólico como feroz, Microsoft. Todavía más significativo: cuando lanzaron las excelentes PS/2 (estuve también en esa presentación), el curso estaba marcado y nunca pudieron recuperar el control de la computación personal.
Pero esta relación mutualista que IBM estableció con la industria de los periféricos y los desarrolladores de software trajo beneficios colosales a todo el mundo industrializado y, a la larga, salvó a la propia IBM de la extinción. Hoy, todas esas tecnologías, gracias a los smartphones, ayudan a buena parte del mundo subdesarrollado. Sin los ingeniosos avances que nacieron de aquella decisión de IBM, un iPhone no costaría 850 dólares. Costaría 850.000.
Poné un poco de música
Curiosamente, el siguiente ejemplo se cocinó el mismo año en que nació la PC y vio la luz en 1983. Hablo de la norma MIDI, siglas de Musical Instrument Digital Interface. Para los que no son músicos las siglas suenan vagamente como un formato que aparecía con cierta frecuencia en los albores de lo que se llamó "multimedia". Su historia es, sin embargo, extraordinaria y mayormente desconocida.
Primer dato: las compañías normalmente se arrancan los ojos por imponer un estándar. La razón es simple. Si lo logran, el resto de la industria deberá rendir un tributo por emplear esa norma. Pasa todo el tiempo. Parece incluso normal. Pero esa lógica es a largo plazo perniciosa para todos, incluida la compañía que logra imponer el estándar. Sobre todo con tecnologías que avanzan muy rápido.
Segundo dato: la industria de los instrumentos musicales digitales no sólo es una de las más prósperas e innovadoras, sino también una de las más exigidas. Digo, no está bueno que se te cuelgue el sintetizador en medio de un recital. Sus productos necesitan ser –y son– robustos como casi ninguna otra máquina, excepto tal vez aviones y barcos. El teclado principal de mi estudio es un Yamaha SY-22 que compré ¡en 1990! Casi 30 años de aporrearlo a diario (es mi cable a tierra) y sólo hace un tiempo empezaron a romperse algunas teclas. Mi Roland JV-1080 es de 1995; está como recién salido de la caja. Y aún tengo mi primer sintetizador, que compré en 1979; anda igual que cuando yo era un adolescente, pese a que durante años estuvo en un estudio de grabación, sometido a toda clase de castigo físico. Doy fe, por la experiencia de muchos amigos, que los instrumentos de Kawai, Korg, Kurzweil, Moog y otras marcas que ahora no recuerdo son igualmente fornidos. Incluso los productos más accesibles son muy confiables.
Pues bien, esta industria se sentó en 1981 a discutir una idea que haría empalidecer de espanto a los fundamentalistas de la competencia. Partiendo de un desarrollo de Roland, se preguntaron: ¿por qué no diseñamos un protocolo común, de tal modo que los instrumentos de cualquier marca puedan comunicarse con los de cualquier otra? Y más: ¿por qué no lo hacemos de tal forma que sea atemporal, como lo son, después de todo, los instrumentos musicales?
Así nació MIDI. Un estándar, el Santo Grial de cualquier industria. Impecable, sencillo, confiable y abierto. Habiéndose liberado del compromiso de luchar por una norma, los fabricantes pudieron competir en lo que realmente importaba, los instrumentos. Al final, todos ganaron y, más aún, fue un aporte clave para algo de un nivel superior que los intereses de un conjunto de compañías, la música. Uno puede conectar máquinas de cualquier marca, separadas por décadas, incluso computadoras e instrumentos virtuales, y se entenderán sin problemas. Todos hablan MIDI.
Linux y después
Este es el ejemplo en el que habrán estado pensando todo el tiempo. Sí, pero cuando uno dice “Linux” evoca imágenes de sistemas imposibles de entender, de instalación engorrosa, sólo útiles para un hacker. No es así hoy, pero lo era al principio (sé esto por experiencia) y el estigma le quedó. Por eso, quiero observar Linux desde una óptica diferente. Porque, aunque te suene raro, es prácticamente imposible que no uses Linux todos los días. Fijate.
Tu smartphone, para empezar. Si usa Android, entonces su núcleo es el de Linux (llamado kernel en la jerga). Hoy hay 2000 millones de teléfonos con este sistema operativo. Linux por todos lados, literalmente.
Si es un iPhone, de todos modos la fruta –nunca mejor usada la palabra– no ha caído lejos. Este teléfono usa el núcleo de Darwin, el sistema operativo de código fuente abierto de Apple basado en Unix. Código fuente abierto y colaboración son sinónimos, aclaro.
Volvamos a Linux. Tu router casi seguro usa este sistema, que, de hecho, es el más popular en eso que llamamos Internet de las Cosas: termostatos, smart TV, cámaras, cafeteras, heladeras, y sigue la lista.
Vamos a la otra punta del espectro. Casi el 99% de las supercomputadoras del mundo usa Linux. Eso es versatilidad y no tonterías. ¿Qué es lo más grande que usa Linux? Casi seguro el Gran Colisionador de Hadrones, la Máquina de Dios. ¿Y cuán alto ha llegado? Bueno, en 2013 la Estación Espacial Internacional migró sus sistemas a Linux, luego de una serie de incidentes con Windows. Los cohetes de la serie Falcon 9, de SpaceX, usan también Linux. Encontré por allí que el Curiosity, el robot explorador que la NASA tiene en Marte desde hace 1893 días, también usa Linux. Se trata posiblemente de una confusión, porque su sistema es un VxWorks, de Wind River, una compañía que además hace un Linux, llamado VX Linux.
Volviendo a casa, todavía usás Linux, sin saberlo, en instancias muchos más cotidianas. Facebook y Twitter (aparte de Amazon y Google) también utilizan este sistema operativo nacido en 1991, cuando se alinearon los muchos proyectos de la Fundación del Software Libre, fundada por Richard Stallman, con el del estudiante de ciencias de la computación finlandés Linus Torvalds, gracias al vínculo sin fronteras de Internet. Linux, un ejemplo pionero de lo que son capaces las redes sociales, resultó ser uno de los mayores creadores de riqueza y equidad de la historia reciente.
Colaborar, una destreza que nos permitió salir de las cavernas en una época en la que competíamos con el más inapelable de los enemigos, la extinción.