Chusmerío a escala planetaria, pero con fuentes cada vez menos confiables
Las redes sociales no solo han mezclado sin escrúpulo los conceptos de amistad, contacto, colega, conocido, allegado, pariente (y sigue la lista), sino que además nos han permitido elevar el chusmerío a una escala nunca antes vista en la historia; salvo, quizá, cuando éramos cazadores recolectores; y en esa época teníamos problemas más serios y urgentes que el frondoso pasado del vecino del 5°B o los detalles escabrosos de la última discusión conyugal de los del 6°C.
No me refiero aquí a la privacidad, sobre cuya pérdida vengo advirtiendo al menos desde 2008, sino sobre otro fenómeno, mucho más subrepticio, pero no por eso menos insidioso. Me explico.
Perdemos la privacidad cuando nuestros patrones de conducta, incluso los más íntimos, quedan en manos de compañías privadas, gobiernos o agencias de inteligencia. En 2008, mis advertencias sonaban a exageración (como siempre). Hoy mis exageraciones de entonces son una realidad más que preocupante y de la que creo que no hay una salida fácil. Se parece en esto al cambio climático. Casi nunca llama mucho la atención, hasta que una tormenta de granizo que hace 30 años habría aparecido solo en las películas de ciencia ficción te deja el auto todo abollado. Y los autos abollados, casi es innecesario decirlo, son un mal insignificante con las catastróficas consecuencias que traerán, si no hacemos nada, el aumento de la temperatura del planeta, la deforestación y la aniquilación de la biodiversidad, entre muchas otras desgracias ecológicas. Con la privacidad ocurre lo mismo. Hasta que no sufrís un incidente serio, es un tema que no hechiza. Ambos asuntos, además, son muy difíciles de revertir.
El chusmerío es otra cosa, muy diferente. En este caso perdemos nuestra privacidad a manos de nuestros pares. La palabra, estoy seguro, necesita de cierta ilustración, porque es muy propia de los porteños. Pueden ver un artículo de Fundéu/BBVA al respecto aquí.
En todo caso, y para que no haya confusiones, me refiero a la antigua, universal y perniciosa actividad propia del correveidile, del chusma, como le decimos acá, el que averigua y cuenta cosas con indiscreción y, en no pocas ocasiones, con cierta malicia. En toda organización humana aparecen. Les gusta saber de los demás y luego contarlo a quien quiera oír. Y si no quiere, no importa, lo narran igual, de pe a pa, hasta que todo el mundo se entera. No es raro que rematen sus revelaciones con un "Pero yo no te dije nada, ojo".
Cómo se entera el chusma de las mil noticias de su inventario, es un misterio ancestral. Pero es también un misterio obsoleto. Ahora, al chusma le alcanza con husmear en las redes sociales. Las hay para todos los gustos, además. Sin darnos cuenta de que en Internet no existen murallas infranqueables, que la Red es porosa, y que, llegado el caso, el chusma solo tiene que conocer a otro de su calaña que merodee en nuestro entorno para enterarse de nuestras vidas, propalamos en las redes mucho más de lo conveniente o lo razonable.
Pero algo ha cambiado
Hasta aquí, el análisis indicaría cierto grado de linealidad. Pero ya sabemos que hay poco de lineal en la historia de la civilización. Los señores feudales creían que la Edad Media iba a durar para siempre. Roma se imaginó eterna. La Ruta de la Seda nunca supuso los vuelos comerciales, los drones o la ruta de la seda en la Dark Web, cuyo administrador terminó con una cadena a prisión perpetua sin posibilidad de libertad bajo fianza en Estados Unidos, una nación que no existía en los tiempos de Marco Polo.
El nuevo chusma, quizá por primera vez en la historia, está empezando a perder el control de sus herramientas, por llamarlas de alguna manera. Otrora, sus fuentes eran mucho más confiables. Las había de dos clases, como mínimo. Las propias víctimas, que confiaban con o sin ingenuidad en la discreción del correveidile. Y los que hablaban de más, con o sin ánimo de dañar reputaciones.
Hoy el origen de la información es, en general, la víctima; pero con una vuelta de tuerca. Todos, mal o bien, estamos editando nuestras vidas en línea. Lo sabemos desde las reuniones en bares que organizábamos con los participantes de los canales de IRC, en la prehistoria de Internet pública (1996 o 1997, pongamos). Descubríamos que nadie resultaba ser como lo habíamos imaginado a partir del chat. Cuando aparecieron las fotos, siempre nos ocupamos de elegir la mejor. Salvo casos extremos (hemos visto de todo), las personas tendemos a realzar lo que creemos que nos hace ver bien y a esconder lo que entendemos que nos desmejora. No solo en el aspecto. Miserias cotidianas y secretos vergonzantes, que han ocupado desde siempre la primera plana del chusma de fuste, tienden a quedar (de nuevo, salvo excepciones) fuera del espacio virtual. Pero hay algo más.
Cuando tal velo escrupuloso se corre y una conversación tan íntima como incómoda se filtra, al correveidile no le alcanzan las piernas para correr. La viralización es su némesis, y antes de poder contárselo a nadie ya lo sabe todo el mundo.