Breve historia de la privacidad
En 1844, se armó un alboroto tremendo cuando Giuseppe Mazzini, un exiliado italiano en Londres, se convenció de que el gobierno británico leía su correspondencia. Para probar su teoría, Mazzini decidió enviarse cartas a sí mismo, incluyendo en el sobre semillas, mechones de pelo y granos de arena. Al recibir sus cartas sin rastros de los agregados, confirmó su sospecha. Mazzini puso en marcha una denuncia que terminó en la abolición de la potestad del correo para abrir correspondencia privada (vigente también en la Argentina).
Muchas discusiones tomaron vital importancia a partir de las revelaciones de Edward Snowden en 2013, que mostraban el modo en que el gobierno de EE.UU. espiaba de manera irrestricta tanto a ciudadanos estadounidenses como extranjeros . Pero en la discusión difícilmente se puso en duda la importancia de la privacidad para la vida en Occidente.
Sin embargo, la privacidad tal como solemos entenderla no tiene mucho más de 200 años. Durante milenios, la conveniencia y la supervivencia fueron priorizadas por encima de las virtudes de la privacidad, que en la prehistoria podían implicar alejarse de la sociedad. Bañarse, tener sexo, y prácticamente todas las actividades domésticas se realizaban en frente de familiares y amigos. La historia de la privacidad siempre estuvo marcada por su tensión con la comodidad.
Incluso hoy, a pesar de ser un concepto común, es difícil dar una definición última de privacidad . Si bien en sentido estricto el concepto no apareció hasta el siglo XIX, puede rastrearse en discusiones dadas a lo largo de la historia. En la Antigua Grecia, por ejemplo, fue Aristóteles quien hizo la célebre distinción entre la esfera pública, correspondiente a la actividad política, y la esfera privada de la familia y la vida doméstica. Esta distinción, como señala la historiadora Samantha Burke, se reflejaba incluso en la arquitectura de sus casas, que procuraba equilibrar luz natural con la mínima exposición posible.
En contraste, las ostentosas casas de los ricos en el Imperio Romano, alejadas de las ciudades, se caracterizaban por amplios jardines abiertos que permitían ver y escuchar lo que sucedía en sus interiores. Esta pérdida de privacidad, según Plinio el Viejo, era vista como característica de la fortuna. En los diminutos departamentos de las ciudades romanas, la situación era muy parecida: a través de las paredes podía escucharse hasta el más sutil sonido. Hasta el siglo XV, las paredes interiores de las casas eran más bien raras: dada la dificultad para calefaccionar, anfitriones, huéspedes y sirvientes, tres o cuatro personas, podían dormir en una misma cama. Hasta bien entrado el siglo XVIII, la cama era la posesión más valiosa en una casa.
El foco de la privacidad
En Occidente, en general ya no consideramos un lujo bañarnos sin ser mirados o poder recluirnos en una habitación. El foco de la privacidad va cambiando, muchas veces en relación directa con nuestros medios de comunicación. Esto da pie a una progresiva expansión de la noción misma: a medida que aparecen nuevas tecnologías de la información, desde las postales al teléfono, aparecen nuevas maneras de espiar las vidas privadas de los demás. Esta situación se ve agravada porque, casi sin falla, suele elegirse lo más barato y conveniente por encima de lo más confidencial.
Hoy en día, aunque muchos de estos ejemplos nos resulten ajenos, siguen vigentes muchas discusiones sobre qué hace a lo privado y a lo público. Por ejemplo, en los primeros años del acceso doméstico a internet, era de lo más frecuente la recomendación de no usar nuestro nombre y apellido para comunicarnos con extraños. Hoy, servicios como Facebook rechazan explícitamente el uso de seudónimos.
No solo lo que consideramos privado cambió con el tiempo, sino que el alcance que puede tener la información una vez hecha “pública” nunca fue tan amplio. En minutos, un tuit puede llegar a decenas de miles de personas, o una foto puede cambiar irreversiblemente el curso de una vida. Con la facilidad para comunicarnos, en muchos casos viene la facilidad para espiar nuestras comunicaciones, y eso suscita interrogantes sobre los límites de la privacidad.
Libertad de pensamiento
¿Es legítimo que los Estados escuchen conversaciones de sus ciudadanos para, según ellos, protegerlos de amenazas como el terrorismo? Cuando tomamos fotos de extraños (o de nuestros hijos), ¿tenemos derecho a publicarlas en Facebook sin su consentimiento? ¿A quién le pertenece esa información? Se originan también problemas incluso más insidiosos: ¿qué constituye información privada? Nuestros hábitos de compra, nuestros recorridos diarios, o la frecuencia con la que prendemos y apagamos las luces de nuestra casa, ¿son datos privados?
Javier Pallero, analista de políticas públicas en Access Now, señala que “en la sociedad hiperconectada de hoy la privacidad se torna esencial para la libertad de pensamiento. No solo la tecnología la afecta, sino también las políticas públicas establecidas en torno a ella. Por ejemplo, en el caso de usar tecnología digital para votar, la mera sospecha de que mi privacidad fue violada (el secreto del voto) puede viciar mi voluntad. Nuestra elección pierde libertad”.
Con todo esto, parafraseando al psicólogo Jerome Bruner, se hace claro que la manera en que una cultura define a la privacidad no solo juega un papel importante frente a lo que consideramos privado, sino también frente al marco legal que se establece al respecto. El difuso límite entre lo privado y lo público se corre. De todos modos, de la escasez histórica de privacidad no debemos inferir una falta de preferencia por ella.
Por qué defender la privacidad
La privacidad no solo es beneficiosa para el desarrollo de nuestras vidas, sino también para el desarrollo de las buenas ideas. No es difícil imaginar cómo la genuina autonomía e individualidad son imposibles sin privacidad. Nuestra interioridad se define a partir de la posibilidad de controlar nuestra información más íntima.
En palabras de Edward Snowden, sin privacidad es imposible la exploración intelectual y la creatividad. Alineado en este sentido, Pallero concluye: “parecería haber un efecto inhibidor sobre la libre expresión, generado por la vigilancia masiva. ¿Realmente podemos desenvolvernos libremente si hay globos de vigilancia, cámaras y sensores observándonos en forma permanente?”.
Por privacidad solemos entender no solo el derecho a estar solos o la protección de nuestras relaciones íntimas, sino también el derecho a controlar nuestra información y el derecho a desarrollarnos de manera autónoma, entre muchos otros aspectos. Esta amplitud hace que restringir el concepto a una única definición se nos presente como una tarea infranqueable. Pero esta riqueza conceptual, en gran parte debida a su historicidad, lejos de hacernos caer en el más brutal relativismo, puede servirnos para analizar de manera crítica su rol fundamental para la vida en libertad.
Valentín Muro coordina Wazzabi, una organización que promueve los valores de la ética hacker, y es investigador de los makers y la cultura del hacer.
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