Beethoven en el laberinto de la inteligencia artificial
El año que acaba de terminar estuvo marcado por una serie de líneas de fuerza. La consciencia climática fue una, aunque por ahora parece preocuparles solo a los ciudadanos de a pie. A juzgar por las decisiones que se han venido tomando, buena parte de la clase dirigente ya debe tener un pasaje para irse a vivir a un exoplaneta paradisíaco. En efecto, todo lo que los científicos, activistas y algunos comunicadores vienen advirtiendo desde hace décadas sigue cayendo en saco roto. Dato bastante importante 1:no existen, ni de momento podría existir la más mínima posibilidad de irse a vivir a otro planeta. La Tierra es el único lugar que tenemos en el Universo.
Otra de las líneas de fuerza fue la de la inteligencia artificial (IA), con la que ocurre algo semejante a lo del clima. Ha llegado al discurso público y está en asuntos tan cotidianos como las películas y series que nos recomienda Netflix o las rutas sugeridas por Waze, pero casi no aparece en la agenda política. Aunque es evidente que está cambiando y va a cambiar las reglas de juego económicas y laborales de forma drástica, el discurso político suena exactamente igual que en 1960. Dato bastante importante 2: ya no estamos en 1960. De hecho, casi nada de lo que hacíamos en 1960 se hace del mismo modo, y muchas de las tareas de entonces han desaparecido por completo. Y un número enorme de oficios y destrezas que hoy son clave no existían en esa época (ni podrían haber sido anticipados).
Mitos y milagros
Con la IA pasa además otra cosa, y aunque es bastante típica de toda nueva tecnología, sigue resultando muy irritante. Me refiero a la muchedumbre que habla del tema sin tener ni la menor idea de qué es o cómo funciona esta familia de ciencias y técnicas. (Por ejemplo, ¿cómo opera una red neuronal para reconocer rostros, letras o números?)
La consecuencia es una enormidad de insensateces y gigantescos cumulonimbos de humo. El año pasado, por ejemplo, crearon unos algoritmos que fueron capaces de pintar un cuadro. Entonces, nosotros, los humanos –que por eso somos humanos– saltamos de "pintar un cuadro" a "hacer arte" en un santiamén. Pongámoslo fácil: pintar un cuadro no siempre es hacer arte. De hecho, el tema del arte es tan complejo que no pintar un cuadro podría ser interpretado como una forma de arte. Pero el retrato del Conde Belamy nos llevó a pensar que ahora las máquinas pueden crear obras artísticas.
En fin, a los que cayeron en ese sofisma les recomiendo –al menos, para empezar– el librito Arte y poesía, de Martin Heidegger. Descubrirán que determinar qué es arte resulta mucho más difícil de lo que anticipábamos. Si acaso es posible.
Pero, caramba, me olvidaba, estamos en la era del fast food intelectual y cualquier texto que dure más de un párrafo o un video de más de un minuto y medio resulta indigesto. ¿Definiciones rigurosas? ¡Válgame Dios, que tedioso!
Música para tus oídos
Pues bien, en 2019 no íbamos a perder la oportunidad de tener la Nueva Tontería IA del año. Hace unos días supimos que un grupo de musicólogos y programadores han unido esfuerzos para completar la décima sinfonía de mi amado Ludwig van. Esto, aseguran, es porque se cumplirán en diciembre 250 años del nacimiento del genial Beethoven. Como tributo, no le veo la gracia, ya van a ver.
El titular sonaba bien, la idea era pegadiza como un jingle, y volvimos a blindar la verdadera inteligencia artificial con una armadura disparatada.
Para empezar, la décima sinfonía de Beethoven no es una obra inconclusa. Si lo fuera, el experimento de todos modos sería delirante, como intentaré demostrar enseguida. Pero resulta que de esa obra han quedado un puñado de compases y es considerada, por lo tanto, hipotética, no inconclusa. La Sinfonía N° 8 de Franz Schubert es una obra inconclusa, porque quedaron al menos dos movimientos y sobrevivió un tercero, aunque la partitura está solo para piano.
Pasemos en limpio el asunto. Ahora, además de todos los milagros que le atribuyen a la IA, pretendemos que reconstruya una obra hipotética. En ese caso, y aparte de que este tipo de planteos oculta las verdaderas maravillas que la IA sí puede hacer, conduce a un absurdo. Me explico.
Supongamos que Ludwig no hubiera dejado anotación alguna sobre la décima. Supongamos que solamente lo charló con un amigo. ¿Podría un algoritmo recrearla? La respuesta es un no categórico. Pero la inteligencia artificial es tan lista (o tan artificial) que con unos pocos compases, sí, podría darnos varias versiones de la sinfonía que Beethoven tenía en mente. En conclusión: el artista no creó nada. Sus obras son algo que la IA podría deducir sobre la base de unos pocos compases.
Vale recordar aquí que esos fragmentos sueltos de una hipotética décima sinfonía fueron escritos por Beethoven en la misma época en la que componía sus extraordinarios (y demasiado avanzados para su época) Últimos Cuartetos de Cuerdas. Lo digo porque esos cuartetos fueron cualquier cosa menos predecibles.
Pero hay otro motivo por el que la sola afirmación de que la IA podría completar la décima sinfonía es absurda: nunca podremos comprobar si acertó o no. Los musicólogos le darán el OK a alguna versión, y, nobleza obliga, nunca registrarán la décima artificial como parte de la obra del artista. Pero no podemos viajar al pasado y preguntarle a Ludwig si los algoritmos hicieron lo que él tenía en la cabeza. Y si pudiéramos, me lo imagino a Beethoven respondiéndonos lo más obvio: "No tengo idea, todavía no la compuse".
En este absurdo reside la falacia de toda la cuestión. No es importante que los protagonistas sean algoritmos o musicólogos (Barry Cooper ya lo intentó, dicho sea de paso). La décima nunca existió, y como Beethoven falleció en 1827, nunca va a existir. La idea no es tan difícil de entender y está directamente relacionada con una serie de definiciones. Una sinfonía es una obra compuesta por un músico. Para componer una obra, el músico debe estar (por lo menos) vivo. Con la décima no se dan ninguna de estas dos condiciones. Beethoven lleva 192 años y nueve meses muerto, y las sinfonías se componen, no se suponen, deducen, calculan, coligen, infieren o extrapolan.
En total, lo que parece un titular potente, termina repitiendo algo que sabemos desde hace rato. Las máquinas pueden crear combinaciones de sonidos que a veces suenan como música y a veces no, mediante fractales, autómatas celulares o algoritmos. En el caso del proyecto Beethoven, claro, incorporan toda la obra del artista y replican su estilo. Gracias a estas técnicas, son capaces incluso de hacer cosas bonitas, como el cuadro del Conde Belamy. Hasta estoy dispuesto a conceder que las máquinas podrán crear alguna forma de arte, el día que tengan ganas de hacerlo. Las ganas, la pulsión o lo que sea que mueve a un artista a crear su obra.
La razón por la que son incapaces de crear arte (no importa si es para predecir una obra hipotética o inconclusa) es que no tienen la intención de hacerlo. Pueden crear objetos decorativos o algo así. Parecidos al arte. Pero no obras artísticas. Porque no les importa.
Claro está que todo mi argumento podría derribarse cambiando la definición de qué es arte. Nos encontramos aquí un problema. El arte es algo tan complejo e inasible que cuando intentamos definirlo, la definición es alterada por el arte mismo. Estamos seguros de muy pocas cosas al intentar atrapar la naturaleza de la obra artística. Por ejemplo, sabemos que una roca abigarrada y hermosa no es arte; es el el resultado de algún fenómeno geológico. Pues bien, las máquinas no tienen más ganas de crear arte que los fenómenos geológicos. Las ganas, la pulsión. O lo que sea.