Así impactan los videojuegos en la privacidad de sus usuarios
La profundidad de la información personal que puede recabarse de los jugadores, que alcanza incluso el registro del movimiento ocular, exige más transparencia sobre los usos de estos datos
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Cuando un gamer se da a la vida criminal por los mundos virtuales de Grand Theft Auto (GTA), deja a su paso bastante más que un reguero de robos. Sus horas de ocio se traducen para la desarrolladora de este videojuego, Rockstar Games, en un conjunto de datos que van desde los que facilita el propio usuario, como nombre, edad o correo electrónico, hasta los que se registran en el interior del juego, como logros, puntuaciones y otras estadísticas. “Recogemos información sobre el juego incluso aunque no se registre en los servicios y es posible que recojamos información sobre el juego mientras está desconectado”, precisa su política de privacidad.
El de GTA es solo un ejemplo de una práctica generalizada en el ecosistema digital y en concreto entre desarrolladoras de videojuegos, pero que no ha recibido en este sector el mismo escrutinio que otros. “En el caso de las redes sociales, ha habido escándalos que han puesto el foco en ellas. Además, en las comunidades de jugadores, revistas, podcasts, vídeos de Youtube nunca se menciona la privacidad”, explica Jacob Leon Kröger, investigador del Instituto Weizenbaum para la Sociedad Conectada (Berlín).
Ese desinterés contrasta con la riqueza de la información que puede extraerse en el entorno de los videojuegos. De los patrones de comportamiento del usuario dentro del juego se pueden inferir niveles de motivación o estados de ánimo como diversión, frustración, orgullo, vergüenza, ansiedad o desesperanza. El jugador se retrata con cada decisión que toma, con el modo en que personaliza su avatar o los objetivos que ataca.
Asimismo, es posible detectar los perfiles cuyas estadísticas indican una mayor predisposición al gasto y centrar en esos jugadores, conocidos en la industria como ballenas, los esfuerzos de publicidad personalizada para potenciar las ventas dentro del juego. Todo esto se completa con un creciente ecosistema de sensores donde además de recopilar las interacciones con los mandos de la consola se pueden procesar registros de voz, expresiones faciales, ritmo cardiaco, ubicación e incluso movimientos oculares.
Kröger advierte además que las ya poco consultadas políticas de privacidad también se quedan cortas en el retrato que trazan de los usos que la desarrolladora puede dar a esa información: “Hay muchos atributos personales altamente sensibles que pueden inferirse de los videojuegos: tus miedos, tus preferencias, tus habilidades...”. Las desarrolladoras se toman la molestia de detallar los datos que recopilan, tal y como establece la ley, pero no hacen el mismo esfuerzo en especificar el modo en que se van a usar o la información que pueden obtener combinando diferentes variables. “Podremos combinar información sobre el modo de juego con otra información que tengamos sobre usted”, admiten las políticas de Rockstar. “Estas inferencias son un gran agujero negro”, sentencia el investigador.
¿Hay alguna manera de evitar esa potencial sobreexposición? Según Kröger, es complicado. Por un lado, no es habitual que el usuario pueda calibrar cuánta información cede, puesto que la aproximación más frecuente es un “lo tomas o lo dejas”. Por otro, al ignorar qué se infiere sobre nosotros tampoco sabemos de qué nos estamos defendiendo. Algunas precauciones podrían pasar por comprobar si la desarrolladora ha estado envuelta en algún escándalo de privacidad o tomar en consideración su modelo de negocio: si sus ingresos vienen exclusivamente de los anunciantes es de esperar que el apetito por los datos sea mayor.
Por otra parte, el investigador se pregunta cuántos juegos o aplicaciones necesita una persona para ser feliz. “Cada aplicación es una amenaza para la privacidad y mucha gente tiene demasiadas. No necesitamos tantas”, asegura. Según los datos de App Annie para el segundo semestre de 2020, el usuario promedio tiene 110 aplicaciones instaladas en su dispositivo móvil. “Lo más importante es que este no es un asunto que puedan resolver los usuarios. Es un problema sistémico que debe resolverse a nivel regulatorio. Sencillamente necesitamos leyes de privacidad distintas”, concluye.
En este sentido, Kröger defiende una aproximación que esté más centrada en el uso de los datos que en su recolección. “Y los gobiernos deberían tener comités expertos que evaluasen si ciertos usos de ciertos datos son éticamente defendibles o bien dañinos y prohibirlos independientemente de que medie consentimiento”, continúa. “No creo que se nos deba permitir dar el consentimiento para todo porque no entendemos suficiente”.
La mirada, última frontera
El avance de la realidad virtual aumenta la urgencia de buscar una aproximación más efectiva a la protección de la privacidad de los gamers. Kröger, que ha dedicado parte de su investigación a la consulta de patentes en este ámbito advierte que la monitorización del movimiento ocular está cada vez más presente en los prototipos de cascos.
Si nos adentrásemos en un mundo virtual llevando uno de estos dispositivos, dejaríamos a su alcance todo lo que vemos: con qué interactuamos, cómo se dilatan o contraen nuestras pupilas ante los estímulos, el tiempo que miramos cada cosa, el curso que sigue nuestra atención... “Todo eso dice mucho de nosotros. Creo que con el tiempo nos hará completamente transparentes”.
EL PAIS