Aquí llegó primero internet que el agua corriente
Con declaraciones altisonantes o con la ley de la selva no se van a terminar las desigualdades que plagan la Argentina; escenas de la vida conyugal del siglo XXI pospandémico y un poco de federalismo real
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No digo que estén mal las intenciones. Son lindas, qué se yo. Tienen, sin embargo, dos problemas. Primero, no cambian nada en la realidad. Esto es importante. Porque, miradas con un poco de espíritu crítico, las intenciones al final se convierten en más gatopardismo. Segundo, no pueden ser probadas científicamente. El sujeto dice que tiene tal intención. Fantástico. ¿Cómo saber si es verdad? En la Argentina toda la clase política se llena la boca con la palabra federalismo, así que la intención parece estar. Pero después, en los hechos, la Argentina tiene inequidades que dejan al federalismo en coma. La conectividad es una de esas inequidades; en seguida llego a eso. Porque es mucho más que eso.
Escena de la vida conyugal contemporánea: después de desayunar charlando de bueyes perdidos y de cuestiones domésticas, nos fuimos a nuestros estudios a trabajar. Conyugal e híbrida. El día, que había amanecido frío y neblinoso, empezaba a alentar un solcito decente. Van a ver que este no es solo un detalle otoñal. Así que, mientras la luz llenaba el estudio y todo parecía estar bien, me dispuse a trabajar para el diario de forma remota. Pero cuando las pantallas se encendieron, en lugar del ícono de la conexión estaba esa suerte de globo terráqueo con un signo de prohibido estacionar que pone Windows cuando no hay internet. La felicidad nunca es completa, se sabe. Y Microsoft necesita urgente ayuda con sus íconos.
Me puse a a llamar al proveedor, una compañía chiquita de la que no tengo quejas. La mayor parte del tiempo funciona sin prisa (9 Mbps; poco, pero mucho más que los 3 Mbps con los que algunos de mis alumnos del interior toman sus clases por Zoom), pero con solidez. Quiero decir, anda bien, sin micro cortes ni nada de eso. Pero ahora no funcionaba del todo, así que los llamé por teléfono. Si la falla era generalizada, no me iban a atender. La única forma de saberlo era insistir. Así que dejé el teléfono en altavoz y me puse a ver con qué podía avanzar. Ahí es donde entra el calefón.
¿Un poco de agua caliente?
Cuando construí esta casa me propuse que nunca faltara agua caliente. Las mañanas de invierno aquí, a un tiro de piedra del Delta, son realmente frías. Y las máquinas fallan. Así que, como ya he contado, instalé no uno, ni dos, sino tres sistemas de agua caliente. Por un lado, mi querido calefón solar, que entre septiembre y abril nos da más agua caliente que la que necesitamos. Me costó unos 100 dólares, en su momento, así que lo debo haber amortizado unas 400 veces; durante ocho meses no pago gas. Pago impuestos, eso sí. Impresiona la cantidad de impuestos, pero bueno, esa es otra historia.
Además del solar, puse un calefón convencional, pero con chispero, para que el piloto no esté consumiendo un combustible no renovable todo el día. Cuando llegan los días cortos o muy nublados, toma la posta del solar y provee suficiente agua caliente, aunque mi corazoncito eco sufre.
Llegado el caso de que ambos fallen, la caldera (cuya función es calefaccionar) puede también entregar agua caliente. Le da trabajo, pero al menos no te bañás a las 6 de la mañana con agua helada. Ya pasé por eso como soldado, y no está bueno.
Pues bien, hace dos días el calefón convencional falló. Así que tenía que llamar al service. Urgente. Fui a buscar los números a la web. Pero, no, claro. No había internet. Tuve que bajar a buscar la cartilla impresa, rogando que el número siguiera siendo el mismo.
Era. Así que arreglé eso. Internet seguía KO. OK, las compras. Ah, no. A mi proveedor de carnes y verduras le escribo por WhatsApp. Podía usar el teléfono, que ahora se había conectado a datos, a falta de wifi, pero tenía la lista en la computadora, y no iba a copiarla al teléfono con un cable USB para después cotar y pegar. No en esta vida. Ni en la siguiente.
¿Y por qué no usar el plan de datos del teléfono? No, no, no. Por razones de seguridad (que los incidentes de los últimos cinco años han probado acertados) esta máquina se conecta solo por Ethernet. Ni siquiera tiene wifi. Superficies de ataque se llaman, en seguridad informática.
Editar estaba fuera de discusión. Bueno, todo lo remoto estaba fuera de discusión. Tenía que contestar consultas de lectores que me habían hecho por Signal, Instagram, LinkedIn, Facebook, Twitter, mail y WhatsApp, pero no me iba a poner a tipear todo eso en el teléfono. Me había anotado completar el censo, pero en Android daba error. En serio.
Otra mancha más
En ese momento tuve una visión. No solo, como es público y notorio, una computadora sin internet no sirve para nada, sino que todo lo relacionado con la transformación digital es pura palabrería si no hay conexión. Vivo a 51 kilómetros del Congreso de la Nación. Eso, para los estándares argentinos es como vivir en el medio del desierto del Sahara. Muchas calles son de tierra, faltan cloacas, el agua corriente llegó a este lugar hace menos de cuatro años y, por supuesto, la conexión con internet es frágil. Por fortuna existen las pymes, como esta que ofrece conexión acá y que le pone una garra admirable.
Pero el cuadro es claro y distinto: la fragilidad de internet forma parte de esa precariedad general que hay lejos de los grandes centros urbanos; es un modus operandi, un estilo, una patología crónica. En un país tan grande esa precariedad es un certificado de pobreza. Y no, no alcanza con declarar que internet es un servicio esencial. También nos llamaron dementes elitistas a los cuatro o cinco que pedíamos que internet fuera un servicio esencial, hace dos décadas. Y ahora entendieron todo mal. Declararla esencial significaba algo más que promulgar una ley. La ley sola no cambia nada de nada. El agua también es un servicio esencial. Cuando era chico crecí en un lugar muy parecido a este, a 30 kilómetros de la capital. Bebíamos agua de napa, y era perfectamente potable; acá estoy, con una salud envidiable. Medio siglo de falta de cloacas –otro servicio esencial– hizo que el agua de esas napas hoy sea riesgosa. El agua corriente, las cloacas, internet, buenos medios de transporte público, caminos transitables, todo eso falta a unos pocos kilómetros de la capital. Ni hablemos de vuelos accesibles.
Ahora bien, es tan disparatado declarar internet como servicio esencial y no crear las condiciones para que la empresa privada invierta dinero y ofrezca conectividad como dejar la conectividad librada a la ley de la selva, como le gusta propalar a los que creen que el mercado lo arregla todo. En noviembre, el presidente de Estados Unidos logró que el Congreso le aprobara un plan de 65.000 millones de dólares para que en ese país la banda ancha llegue a más gente, especialmente a los más vulnerables. No, con declaraciones no alcanza. Tampoco con la ley del más fuerte. Hace falta plata y voluntad política. Progreso es vencer ambos fantasmas, el relato grandilocuente y la ley de la selva.
Mientras esperaba que volviera la conexión (lo hizo 10 minutos después, aunque se cayó de nuevo por la noche, y ese día no pude dar clase), me di cuenta de que este estado de cosas disparatado, tan poco federal, tan contrario a la prosperidad de la Nación, ya no es una entelequia para mí. Cuando nos mudamos aquí teníamos internet pero no agua corriente. ¿No es lindo?
Quizá con internet (que, al revés que las cloacas y el agua potable, tiene el potencial de frenar toda la economía de un país) empecemos a entender que con relato y épica la realidad no cambia, y que federalismo y democracia son herramientas para la prosperidad, no conceptos vaciados de sentido. Pero para eso hay que empezar a creer solo en los hechos, en los resultados, en las estadísticas, en las mediciones, en lo que es. Lo demás son puras palabras.
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