Aprenda a tocar el piano en 20 días y otros remedios milagrosos
Calculo que a causa de la cuarentena, que a nos ha puesto a casi todos a ensayar alguna nueva destreza, estoy recibiendo muchos (demasiados) avisos del tipo "aprende inglés sin saber gramática", "conviértete en programador sin esfuerzo", "con esta app estarás tocando el piano en veinte días", "serás chef internacional antes de saber cómo anudarte el delantal", y otras de esa clase. Por supuesto, no me estoy quejando de los avisos. Lo digo desde hace mucho, desde que la palabra banner era nueva y no existían Google, Facebook o los smartphones: de algo hay que vivir, muchachos, y desarrollar software u ofrecer servicios online cuesta mucho dinero y esfuerzo. En eso la virtualidad no se diferencia en nada de la realidad. Suscripciones, avisos, de alguna forma hay que solventar una industria que, como cualquier otra, requiere abonar salarios, luz, gas, agua, alquileres, impuestos, más todo lo que concierne a la infraestructura (incluida Internet).
Sin embargo, el mensaje detrás de estos avisos dan cuenta de otra pandemia, una que empezó mucho antes que la de Covid-19, y que silenciosamente ha ido infectando el imaginario colectivo. Empezó, para ser exactos, antes de que llegaran las computadoras e Internet a nuestros hogares (lo aclaro, para que no empecemos a demonizar). Recuerdo que cuando cursaba Letras nos dieron a leer La Regenta, de Leopoldo Alas, un libro maravilloso, pero, a juicio de muchos alumnos, demasiado extenso. Ya sé, suena a delirio. Esperen, que el desastre ni siquiera empezó.
Dado este "defecto" de La Regenta, alguien hizo un resumen de la obra, que se vendía como pan caliente en el local de apuntes de la facultad; no me lo contaron, fui testigo de ese bochorno. Puesto el desastre en un epígrafe, diría esto: Cientos de alumnos de Letras preferían el resumen de un libro al libro real. No, no era por falta de recursos, se los aseguro, porque indagué un poco más y la respuesta fue, en todos los casos: "Es demasiado largo". No hay remate.
En la carrera de Letras, la gramática y las lenguas clásicas eran el gran cuco. Ni se imaginan lo que fue cuando la gran Beatriz Lavandera llegó al país para mostrarnos los enmarañados mecanismos que hacen funcionar al lenguaje humano. Amé a esa profesora y esa disciplina, y fue lo que me decidió a especializarme en Lingüística. Me costaba creer que alguien que estudiara las letras no se fascinara con todo eso, pero, para mi asombro, era lo que ocurría. Eso fue en la década del ‘80. Ahora, con un poco más de experiencia, puedo reconocer la patología, a la que le buscaré un nombre cuando tenga tiempo (acepto sugerencias) y que describiré en los siguientes párrafos. Antes de entrar en el nudo de esta otra pandemia, un consejo: desoigan el canto de sirena que promete aprender alguna destreza, oficio o profesión complejos de modo simple. Una cosa más: casi todas las destrezas, profesiones y oficios son complejos.
Ahora bien, ¿por qué son complejos? ¿Y qué necesidad hay de hacer sufrir al pobre estudiante con horas de esfuerzo, desvelo y sacrificio para que aprenda un idioma o a tocar la guitarra? ¡Hoy es todo visual, cualquier cosa puede aprenderse con una app! Sí, pero no. Lo que me lleva a una aclaración preambular. Es verdad que más o menos uno puede arreglárselas con el inglés gracias a una app como, digamos, Duolingo. Es verdad asimismo que el manejo de ese idioma es muchas veces menester para conseguir un empleo, y soy el primero en defender esa clase de apps que democratizan al acceso no ya al aprendizaje, sino a herramientas para prosperar. Pero este planteo invierte los términos del que hice al principio, y por eso constituye una falacia y, a la vez, refuerza mi argumentación. Observen.
Puede que sea suficiente una app para hablar inglés en un ambiente laboral. Ahora, cambien el inglés por la cirugía cardiovascular. La cosa cambia bastante, ¿no? Solo imaginen que se enteran de que el médico que los va a operar aprendió con una app. Sería imposible, claro, porque existen regulaciones. ¿Pero acaso las regulaciones están para que el pobre estudiante la tenga que pasar mal?
¿De qué me va a servir?
Arranquemos por lo básico. Un estudiante no es una víctima. Es un privilegiado. Millones de seres humanos en este mundo nunca van a poder asistir a la universidad (o volar aviones o ir al conservatorio). Otros ni siquiera acceden a la lectoescritura. El que puede estudiar debería, pues, aprovechar al máximo ese privilegio, que en el caso de la educación pública es solventado con los impuestos de sus conciudadanos. Luego, una vez graduado, debería hacer algo para devolver a su comunidad algo de esa formación. Si, en lugar de eso, compra fotocopias del resumen de un libro que debe leer para una materia, entonces no se merece ese privilegio. No hay excusas, además, porque tenemos no solo una universidad pública cuya excelencia es un ejemplo para el mundo, sino que además somos ricos en bibliotecas de acceso libre. Allí pasé miles de horas de mi adolescencia y juventud, porque, precisamente, era de los que no tenían suficiente dinero para comprar todos los libros que había que leer.
Ahora, a la cuestión, digamos, curricular. Desde hace mucho tiempo existen dos prejuicios graves en esto de estudiar algo, lo que sea. El primero es que no hay que aprender algo que no te va a servir en el futuro. El segundo es que la teoría es una suerte de lujito desconectado de la realidad, un conjunto de tecnicismos impopulares propio de los sujetos engreídos. Tecnicismos, los llama el simplificador serial, no sin desprecio.
Respecto del primer prejuicio, salvo que puedas ver el futuro –en cuyo caso no estudies nada y jugá a la lotería–, nunca vas a saber qué conocimientos te van a servir y cuáles no. Aprender lenguas clásicas suena, para el simplificador serial, como algo por completo inútil. Ignora (ignorar le sale bien) que muchos idiomas modernos usan mecanismos propios de las lenguas clásicas (como las declinaciones), con lo que aprender latín o griego clásico te resuelve buena parte del problema al estudiar, digamos, alemán. Sé por experiencia que, como ocurre con los instrumentos musicales, cuantos más idiomas aprendés, más fácil te resulta aprender nuevos idiomas. ¿Así que no aprendiste latín porque olía a naftalina y hoy te está contratando una multinacional alemana? Suerte con eso.
Pero hay otro asunto, todavía más crítico. La mente humana es generalista. Si me permiten la burrada, es como un músculo. No importa si la ejercitamos con el latín, la matemática, la fisiología, los lenguajes de programación o la restauración de obras de arte. ¿Se acuerdan de aquello de aprender a aprender? Bueno, te vas a pasar la vida aprendiendo, así que cuanto más temprano y durante más tiempo ejercites ese músculo, más fácil te va a resultar luego desempeñarte en este mundo que de fácil no tiene nada. Dicho más simple: aprender es lo que te hace inteligente, no al revés.
Teóricamente, sí
Y al final, inevitablemente, tenemos que explicar, aunque parezca una broma, la razón por la que existe y se imparte la teoría. Se dice, lo habrán oído mil veces, que con la teoría no alcanza. De esto el simplificador serial deduce que con la práctica sí alcanza. Es una falacia lógica. El que no alcance con la teoría no implica necesariamente que alcance con la práctica; podría ser que sí o que no, pero el planteo es un sofisma, no demuestra que la teoría es inútil.
Aparte del análisis lógico, no existe dicotomía alguna: teoría y práctica se validan y refuerzan mutuamente. Sin la primera, nos convertimos en imitadores. Repetimos lo que aprendimos a practicar, pero no sabemos lo que estamos haciendo, por qué lo estamos haciendo, ni mucho menos cómo actuar si se presenta una situación nueva e inesperada que la teoría explica, pero en la que nunca nos ejercitamos. Como el número de posibles escenarios inesperados es virtualmente infinito, sin teoría, tarde o temprano naufragamos.
Por su parte, la práctica nos proporciona un activo fundamental: experiencia. Dicho simple, la práctica hace que no nos tiemble el pulso. Eso es importante en cualquier espacio de trabajo.
La relación inseparable de teoría y práctica puede observarse claramente con las comas. Mi madre me enseñó que las comas eran para respirar, al leer en voz alta. Era una teoría equivocada, desde luego. Más tarde, cuando tuve el honor de cursar los dos años de gramática con la gran Ofelia Kovacci, incorporé la teoría correcta y, gracias a eso, supe cuándo y por qué poner las comas. Lo genial de la teoría es que te saca las dudas cuando te toca practicar. La práctica no es algo diferente de la teoría; es la consumación de la teoría. Por lo tanto, en los quehaceres en los que hay que actuar (hay ciencias que son sólo teóricas) ninguna de las dos sirve por sí misma.
Anoto, al margen, que es verdad: la práctica hace al maestro. Pero siempre y cuando sea la práctica correcta. Los vicios de digitación al ejecutar un instrumento musical, por más que se repitan durante años, siguen siendo vicios de digitación.
Reduccionismo y simplificación
Una última aclaración. Este texto no constituye una amonestación para las apps, cursos rápidos y demás. Repito: a muchas personas les resultan útiles en momentos de necesidad o porque tienen ese hobby, y eso me parece excelente. Soy programador, músico y cocinero amateur (muy amateur). Me alcanza para leer código, descargar tensiones con mi piano y preparar la comida todos los días. En todo esto me han ayudado sobre todo los libros, pero también las apps, instructivos y cursos rápidos. Pero no presumo de ser profesional ni de tocar bien, escribir buen código o ser chef. Estoy a años luz de eso.
Pero este texto sí es una crítica contra el argumento de venta de algunas de esas apps y cursos. No es verdad –o, para ser muy preciso, no es completamente cierto– que vas a poder aprender a hablar inglés sin saber su gramática. Tampoco vas a estar tocando el piano gracias a una app en veinte días. En el mejor de los casos vas a ejecutar (torpemente) media docena de canciones sencillas. Para aprender a tocar el piano, además de mucha teoría, hacen falta años de practicar durante ocho horas por día. Y la lista sigue.
La advertencia, además, tiene una razón. Si insistimos con este reduccionismo educativo, con eso de que ni el docente sabio ni las horas de quemarse las pestañas sirven para nada y son una tontería del pasado, tecnicismos del engreído, cosa de académicos anacrónicos en este mundo visual y touch, estaremos cayendo en un caso clásico de solucionismo tecnológico. Todos los solucionismos (tecnológicos o no) son malos, pero este es realmente peligroso.
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