Anuario 2020: pandemia, Zoom, cumpleaños notables y cómo llegamos a la madurez digital
Todos los anuarios se parecen, pero, parafraseando a Tolstoi, los de una pandemia cada uno lo es a su manera. En el caso de 2020, por primera vez desde la aparición de las computadoras económicas y del acceso público a Internet, fue posible advertir cuánto dependen las naciones industrializadas de las nuevas tecnologías. Haciendo abstracción de todos los demás factores, todavía tenemos una economía por recuperar y la cifra de muertos no escaló a cifras apocalípticas exclusivamente gracias a la revolución digital. Ya he tratado esto en otras ocasiones, antes y durante la pandemia, así que no abundaré.
En total, quiso el destino que la pasmosa crisis de 2020 nos encontrara cuando la revolución digital estaba razonablemente madura, en términos de velocidad de transmisión de datos y de los costos del cómputo, el almacenamiento y la memoria RAM. Por eso, y no por una decisión de la clase política, fue posible que una proporción sustancial del trabajo humano pudiera hacerse desde el aislamiento y de forma remota. Esto, y no la pandemia, es el hecho hasta ahora inédito en la historia humana.
En este sentido, y como suele ocurrir con esta clase de situaciones catastróficas (la cifra de fallecidos superaba, en el momento de escribir estas líneas, 1,7 millones de seres humanos; eso es una catástrofe), la pandemia catalizó un cambio que venía gestándose (y promoviéndose sin éxito) desde hacía unas dos décadas; digamos, desde que tuvimos un ancho de banda hogareño más o menos aceptable. Mal, a destiempo y a regañadientes, aquellos que están perdiendo poder con estos cambios tuvieron que subirse al tren de la telepresencia, el teletrabajo, la nube y todo lo demás.
¿Quiénes pierden poder de forma inexorable con cualquier revolución? La respuesta es tan simple como antigua: donde hay concentración, habrá perdedores. Lamentablemente, con cada revolución nacen nuevos focos de concentración, que la clase dirigente parece incapaz de ver, y entonces se promulgan leyes y se emiten regulaciones que afectan a las organizaciones más pequeñas, a las más débiles y a las emergentes, lo que a su vez aumenta la concentración. Con cisnes negros, por supuesto, frase que se utiliza para excusar sesgos y puntos ciegos. Lo que hasta antes de la pandemia era “solo una cosa de nerds” de pronto se convierte en un cisne negro. Es genial.
Así, con el brutal volantazo que tuvo que dar buena parte de la civilización, Zoom quedó como ganador indiscutido. Ninguno de los gigantes (Google, Facebook, Microsoft) estaba bien posicionado para quedarse con el negocio de la telepresencia, pese a su poder omnímodo. ¿Pero, por qué Zoom? Porque no solo está diseñado para simplificar las reuniones remotas, sino que además anda, y anda bien en cualquier condición.
Zoom exhibió severas fallas de seguridad al principio y unas cuantas caídas, pero eso no desveló a nadie. Era fácil de usar y andaba en cualquier dispositivo con casi cualquier ancho de banda, hasta los más escasos. ¿Recuerdan eso del good enough? Bueno, todo es así con las computadoras e internet. Vivimos en una eterna versión Beta. ¿Por qué? Porque blanqueamos el hecho de que siempre todo se puede mejorar. Entonces, en lugar de esperar la versión final, vamos haciendo. No es una catedral. Es un bazar. (Gracias, Eric Raymond, por la idea, que no es precisamente nueva; su libro es de 1997.) Así derrocó Google a Yahoo! en las búsquedas. Así derrocó Facebook a Google en las redes sociales. Así Zoom se quedó con la telepresencia y su bazar les hizo jaque mate a todos.
Entiendo que para la mayoría de las personas que tienen más de 30 años esto puede resultar insoportable. Pero eso no cambia el hecho de que son las nuevas reglas de juego. Así es la vida: o respetás las reglas del juego o estás fuera del juego. O bien inventás un juego nuevo, claro, pero eso es raro entre los que viven añorando el pasado.
Control remoto
Aparte de los cisnes negros, la gran protagonista de 2020 fue la muy vapuleada y mil veces pregonada transformación digital, que vino a hacerse realidad a los tumbos e improvisadamente. No fue protagonista por esta razón, sino porque, a pesar de la resistencia que siempre se le ofreció, vino a salvar el día. ¿Por qué? Porque no es una catedral, sino un bazar, y entonces está preparada para adecuarse rápido y para desplegarse todavía con mayor presteza.
Con todo, la situación que se dio desde marzo de 2020, si uno la mira con un poco de objetividad, fue una obra de teatro del absurdo: muchos que desde hacía al menos veinte años venían descalificando o, como mínimo, minimizando a las nuevas tecnologías, empezaron a hablar como si siempre hubieran estado del lado de los bits.
Fuera de esto, que es historia repetida, ¿pasaron cosas en tecnología? Sí, claro. Fue el año de las pantallas plegables –a las que, anoten, no les tendré fe hasta que no se desarrolle un polímero u otra clase de molécula inmune a la fatiga de los materiales–, de TikTok, del encumbramiento definitivo de los contenidos evanescentes y de las teorías conspirativas más delirantes de que tengamos noticia, lo que no es poco decir.
Hubo una cantidad de aniversarios notables, además. En noviembre, la primera versión de Windows cumplió 35 años. Windows 95, que le daría a Microsoft la supremacía absoluta en el mercado de las computadoras personales, sopló 25 velitas, lo mismo que Toy Story, el MP3 y el videojuego Command & Conquer, clásico de clásicos que, ya que estamos, volvió en 4K.
La primera conexión del país a Internet, por medio de Cancillería, llegó a las tres décadas, al igual que el Photoshop. Los Sims y el gusano I Love You cumplieron 20 años, y se hizo una década de la iPad y de Instagram. Por su parte, y con gran orgullo, LA NACION cumplió un cuarto de siglo en la web, de la que fue pionera.
Ah, y una cosa más: han pasado 25 años desde que Spencer Kimball y Peter Mattis dieron el puntapié inicial de lo que habría de convertirse en el GIMP, aunque solo en 1996 llegaría al público. Y también se cumplió un cuarto de siglo de la decisión, tardía y a contramano, de permitir los clones de las Mac, idea que Steve Jobs descartó tan pronto volvió a la compañía, en 1997.
Internet aguantó, y aguante la PC
Al ritmo de la pandemia, declarada en marzo, circularon numerosos rumores y advertencias de los gurús de turno sobre la inminente caída de Internet por el exceso de teletrabajo, Netflix y demás. Lo dicho: hay muchísima gente que habla de Internet sin saber ni media palabra de TCP/IP y discursea sobre computadoras y transformación digital sin tener ni la más remota idea de qué es código (dicen “códigos”), qué hace un CPU o qué es un algoritmo (algunos pronuncian “algorritmo”, fuera de broma), y por eso hacen anuncios que no se cumplen; y no se cumplen porque los pronuncian en la creencia de que los pronósticos técnicos dependen de su voluntad (no), de sus opiniones (tampoco) o de su ideología (menos).
Así que, aunque fue una voz algo solitaria en medio de los augurios más ominosos, sostuve que Internet no se iba a caer. Y no se cayó. Hubo problemas con varios servicios, desde los de Google hasta los de WhatsApp, pero nada muy diferente de 2019 o de lo que ocurrirá en 2021. Pueden tomarme la palabra.
Diseñada para ser resistente y adaptable en tiempo real, Internet aguantó el cambio en las condiciones con la elegancia que la caracteriza. Es decir, sin pestañear. O sin que nos diéramos cuenta de que pestañeaba, que para el caso es lo mismo.
Algo semejante ocurrió con las computadoras personales, que los agoreros hacía rato que consideraban piezas de museo; todo por no prestarles oídos a los que saben. La cuestión es que, como hace más de 10 años que veníamos diciendo, no se puede trabajar en serio (no todavía, digamos; ya les vamos a avisar) solo con el teléfono. Así que las supuestas piezas de museo vinieron también a salvar el día.
Fue asimismo el año de los videojuegos, rubro que consumió la mayor cantidad de ancho de banda durante la cuarentena. Esto dice mucho acerca de la calidad del cine y las series que hemos sabido conseguir. Datos: Microsoft compró el estudio Bethesda; salieron nuevas Xbox y PlayStation, y tenemos, por fin, un Flight Simulator que está al día con las tecnologías de la nube y de los mapas satelitales.
Aunque hubo una pandemia desastrosa, 2020 será recordado por los informáticos como el año en que se terminó otra peste, el Flash Player, de Adobe. Su ciclo de vida terminará el 31 de este mes. Nadie en este planeta lo va a extrañar.
Y fue otro año destacado para la inteligencia artificial (IA), que contribuyó a la lucha contra la pandemia. Sin embargo, y a pesar de los siempre grandilocuentes anticipos de Elon Musk, fundador de Tesla y SpaceX, la IA no solo no nos proveyó una vacuna en cuestión de días, sino que se perdió la gran oportunidad de exterminar a la especie humana. Entre los sueños marcianos de Elon y su advertencia de que la IA buscará aniquilarnos, uno no sabe si habla en serio o si lo hace solo para mantenerse en los titulares, algo que, como todos saben –y como siguió siendo cierto en 2020–, siempre paga.
Con todo, y a pesar de que el virus del Covid-19 se había dado a conocer en diciembre (y no es imposible que estuviera dando vueltas desde antes), la Consumer Electronics Show (CES) 2020 se hizo como siempre, en enero. La de 2021 será virtual; pongamos que llegaron un año tarde, muchachos. Alguien, con bastante criterio, me preguntaba estos días si la CES 2020 no pudo haber sido un evento supercontagiador. No lo sé, pero, en todo caso, es tarde para lágrimas.
Un siglo atrás, mi abuelo Torres, que había cumplido 19 años en noviembre, estaba dando sus primeros pasos como adulto en América. Cada seis meses, enviaba, puntualmente, una postal a su madre, mi bisabuela Manuela, a la que muchos años después, ya sesentón, habría de ir a buscar en barco, para que no se quedara, nonagenaria, sola en la ría gallega. Pese a no haber pasado por la escuela (llegó analfabeto a la Argentina), la inteligencia de mi abuelo era no solo aguda, sino muy veloz. Tan pronto llegaron los primeros teléfonos, hizo instalar uno, para mantenerse en contacto con los proveedores de su bazar. La tele, que tenía entusiasmados a todos, no le despertó ningún interés. En las fotos de su madurez se lo ve siempre posando con el teléfono de baquelita. Para poder anotar nombres y números en una libretita –que se ha extraviado, pero que recuerdo con precisión–, aprendió a leer y escribir. Para él, las telecomunicaciones eran el futuro. Un siglo después, quedó en evidencia cuánta razón tenía.
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