Pudo enorgullecerse de haber sido uno de los raros jefes de Estado del mundo que nunca vio su enorme popularidad disminuir con el paso del tiempo. La soberana británica fue capaz de adaptarse a los cambios de su época, decidida a encarnar la estabilidad y la continuidad de la institución.
Después de su llegada al trono en 1952, confesó todos los martes a las 18 a 14 primeros ministros, de Winston Churchill a Boris Johnson. Anteayer recibió por primera vez en una audiencia Liz Truss, que se convirtió en la 15 primera ministra de su reinado.
Su poder era muy superior a lo que preveían las instituciones: la reina encarnaba profundamente a Inglaterra en esa mezcla sutil y tan particular de mujer middle class (de clase media) que adora los caballos, los perros y la campiña,
“Long reign over us”, cantan los británicos en el God Save the Queen. Isabel II, a su manera, se consagró a respetar el deber asumido ante su pueblo desde Sudáfrica al cumplir 21 años, en 1947: “Declaro ante ustedes que toda mi vida, sea larga o corta, estará consagrada a servirlos”.
Isabel solo tenía 13 años cuando se enamoró de quien sería el hombre de su vida y su marido durante más de 70 años. Fue en 1939, el alto y rubio príncipe Felipe de Grecia y de Dinamarca encantó a la princesa con una cuota de actitud ligeramente engreída e impertinente.
Su hijo primogénito tenía solo 5 años, cuando Isabel II inició un largo periplo de seis meses en los dominios del Commonwealth. Quiso preservar la mística real y salvaguardar la corona heredada hasta la muerte, antes de cederla a su hijo Carlos. Isabel II murió en el trono. Y lo más tarde posible.
En su coronación, Isabel ni siquiera se inclinó hacia su pequeño Carlos para besarlo: le dio un apretón de manos. Desde entonces, el futuro rey Carlos III supo cómo sería representar al trono de Gran Bretaña.
Luisa Corradini - LA NACION
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