Yoyo, el inmigrante "con suerte" que se fue de Egipto a los cinco años y logró reinventarse en Buenos Aires
Es la noche de Yom Kippur (Día del Perdón) de 2016 y toda la familia se junta a comer. Sobrevuelan temas de farándula y actualidad. Tal va a ser abuelo, el hijo de alguien se fue a hacer un máster, una larga lista de etcéteras y un volumen de comida insensato. Entre ese varieté hago un comentario sobre la escolarización, uno de esos que oscilan entre el snobismo y el fanfarroneo -si es que son cosas distintas- que arrastran las personas que necesitan hacer saber que saben. No me lo acuerdo, no sé si me animaría a contarlo si me lo acordara. Paula, mi cuñada, me dice "papá hizo hasta tercer grado". No encontré forma elegante de desandar la secuencia.
El papá de Paula se llama Youssef Mandalaoui, pero todos le decimos Yoyo. Nació en 1952 en el seno de una familia judía, cerca del barrio Khan El-Khalili, El Cairo. Dice que su padre trabajaba ahí y que era un barrio de muchos judíos; "como ‘nuestro’ Once", aclara. Egipto se encontraba sumido en una profunda crisis. Al par de meses de su nacimiento, el territorio en el que vivían sufrió un golpe militar y para noviembre de 1953, el entonces presidente Muhammad Naguib fue destituido y sometido a arresto domiciliario por orden de Gamal Abdel Nasser (hasta el momento vicepresidente), que proclamó la República.
La familia de Yoyo estaba constituida por su padre, su madre y siete hermanos. El Egipto de ese momento era incierto y, a causa de su ascenso, el nacionalismo de Nasser cobró más y más fuerza. Con el correr de los años impuso nuevas trabas para obtener el derecho a la residencia y la ciudadanía que afectaron principalmente a la población judía. Fue así que la familia de Yoyo se vio obligada a abandonar el país. En ese momento, Yoyo era un niño de cinco años que solo hablaba el idioma natal.
"Yo era chico, pero el tema era que mejor irnos de Egipto ya que el presidente, por decreto, daba la posibilidad [así dijo, ‘daba la posibilidad’] a los judíos de abandonar Egipto, aunque sin chance de volver. Esa ley se llamó Paslece, o ‘dejen ir’. Mi padre tenía miedo porque tenía tres hijas adolescentes en edad de noviar y ya quedaban pocos judíos, todos a punto que dejar atrás su casa para obtener el Paslece. Sin más, un barco de carga económico nos trasladó a París a mi familia, a mí y a otros 600 judíos. Nosotros éramos ocho más mis padres. En París nos recibieron como refugiados, con promesas de ir a América que no se cumplieron. Nos dieron colchones y nos ubicaron en una estación de subterráneo en desuso, cerca del barrio de Montmartre, y el tiempo pasó", reconstruye Yoyo con memoria milimétrica.
Yoyo cumplió siete, pero nadie festejó. No había lugar para celebraciones de cumpleaños. Había que concentrarse en salir, en encontrar un país que se convierta en una casa que pueda llegar a ser, eventualmente, un hogar. Por más de dos años vivieron los diez en el subte, junto con las otras familias, a base de ollas populares. "En Montmartre solo se pensaba en la hora de comer", cuenta. La situación era crítica, pero el tiempo pasó y finalmente les llegó el turno: un hermano de su mamá vivía en la Argentina porque había podido salir antes, y aceptó "pedirlos". Para que los ubicaran, precisaban una carta de invitación de otro país que los habilitara a ingresar. Así fue que los Mandalaoui iniciaron su viaje a América del Sur.
A los siete, entonces, hablando únicamente árabe y francés, Yoyo y su familia entraron a Buenos Aires, consiguieron un techo y los chicos comenzaron su educación formal. Les alquilaron una vivienda, les enseñaron el idioma y le facilitaron a Mauricio, el padre de la familia, mercancía para que salga a vender.
"Cuando llegamos a Argentina, mi tío nos recibió con la promesa de ayudarnos. La Amia lo ayudó a mi papá alquilándole una casa y me acuerdo que le dio unos doscientos dólares y una valija para que empiece a vender cosas. Era una casa pequeña pero nos acomodamos. En realidad, el primer año fue muy difícil, pero después mis hermanos mayores empezaron a trabajar. Y los años fueron pasando en la Argentina...", cuenta.
Tocaban timbres y ofrecían biromes, libretas, quitapelusas. De esa forma ganaban algo de dinero. No eran épocas en las que las mujeres salieran a vender, el afuera era de ellos. Por eso las hermanas fueron empleadas por el tío, que tenía una zapatería. "Una era profesora de francés. Tiempo después enseñó en el Liceo", comenta Yoyo, y agrega: "Nosotros empezamos a ir al colegio que, bueno, no tuvimos mucha suerte...qué sé yo, hubo uno que terminó la primaria. Yo no pude terminarla. llegué hasta tercer grado. Mi hermano, el que me sigue, hizo hasta segundo grado. El otro llegó hasta sexto y los otros dos, los mayores, ya no fueron, porque estaban viendo cómo hacer un poco de plata y ayudar."
Turnos para ir a la escuela
Yoyo cursó hasta tercer grado. En ese momento su padre murió de una afección pulmonar por culpa del cigarrillo y el niño tuvo que salir a trabajar. Junto con su hermano menor se turnaban para ir al colegio. El que no estaba en clase, estaba tocando timbres y para vender distintas cosas. Al día siguiente intercambian guardapolvo y útiles. El mecanismo duró hasta que finalmente ambos dejaron la escuela.
La hermana mayor había conocido a un chico en la estación de subte, que también era egipcio y que le había prometido que, cuando él se recibiera, la iba a mandar a llamar. Y así fue: la mandó a llamar y ella volvió a Francia. Siguen casados hasta el día de hoy, hijos incluidos.
"Yo nunca sentí que la familia mía se estabilizó. Eso lo sentí recién después de que me casé. Previamente tuve muchos problemas, estuve en reformatorios de menores [por intentar comprar con credibonos truchos] y apenas cumplí 18 años también tuve una época en la cárcel de Villa Devoto. Nueve meses estuve, o sea que no, no tuve estabilidad. La estabilidad me la dio Paula, mi primera hija, que provocó un cambio y me hizo dar cuenta de eso, de que la gente cambia. Y ya uno deja de… no sé cómo explicarlo, pero sí, fue el hecho de encarar mi propia familia", rememora Yoyo.
Pero antes de Paula hubo otros eslabones fundamentales. En el año '72, exactamente el día que Perón volvió a la Argentina, Yoyo conoció a Cristina, su actual mujer y la madre de sus tres hijos. Ella atendía un local de ropa en Av. Cabildo. Él cuenta que la vio por la ventana y entró a coquetear. Dijo que compraría todo el local con tal de tomar un helado con ella. Lo primero no sucedió, lo segundo sí.
Un inmigrante con "suerte"
"Con Cristina nos conocimos muy jovencitos, ella 17 y yo 20. Que no son los 20 de ahora, eran otros 20, yo ya trabajaba y tenía algo juntado. Mi suerte fue cambiando, llevo de casado 45 años y estamos bárbaro, no tengo cuestionamientos. Armé una familia preciosa con dos nenas, un varón y los tengo a todos conmigo, nos adoramos. Hoy tenemos ocho nietos y yo soy no más que un inmigrante, pero con suerte, un inmigrante que tuvo la suerte de dar con esta mujer. Tuve la suerte de que Cristina se cruzara en mi vida y ella me ayudó mucho, porque ella es muy sana. Me enseñó muchas cosas lindas y pude hacer finalmente mi vida."
Yoyo volvió a El Cairo en 2013 después de 55 años de haber abandonado su casa. Dice que su barrio dejó de existir. Que vio la ciudad con ojos de turista, porque fue de vacaciones, y que no sintió el desarraigo pero sí una forma extraña de dolor, más bien de desconcierto.
Hoy es abuelo de Franco, Juana, Mía, Pedro, Joaquín, Milo, Nicole y Lola. Sigue hablando en su lengua natal con los hermanos. Lo vi en el último Yom Kippur, en la casa de mi cuñada. Dice que es feliz, que tuvo suerte y que es feliz.