“Ya no hay margen de maniobra”. Así se vive la segunda ola de coronavirus en un hospital privado
LA NACION recorrió una de las sedes del Cemic; los servicios están al límite y crece la preocupación ante el aumento en la demanda de atención
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El paciente, de 75 años, está sedado y con los ojos cerrados. Tiene un tubo plástico que le entra por la boca, pasa a través de la garganta y llega hasta la tráquea. Su tórax sube y baja de manera mecánica. Así respira. Entre una maraña de cánulas y cables que van desde su cuerpo hasta las computadoras que registran su estado general, hay una sonda que le ingresa por la nariz y desciende hasta el estómago. Así se alimenta. Está solo en una habitación silenciosa: solamente se escuchan los pitidos de las máquinas y las descargas de oxígeno.
Los contagios, la curva, las camas de terapia intensiva, los fallecidos. En el tercer piso del Hospital Universitario sede Hermenegilda Pombo de Rodríguez, del Centro de Educación Médica e Investigaciones Clínicas (Cemic), todo aquello que las personas se han acostumbrado a escuchar o leer a lo largo de estos meses de pandemia se convierte en una realidad concreta, angustiante. Sin esos recursos, el paciente de 75 años no podría luchar contra el coronavirus que ingresó en su organismo. El problema es que si todas las cifras, que pueden sonar como algo abstracto, siguen empeorando, acá donde todo se materializa no van a contar con los elementos necesarios para llevar oxígeno a los pulmones de los enfermos que vendrán.
Juan Chavin es el jefe de Emergencias de esta sede del Cemic, situada en Coronel Díaz al 2400. Su rostro es el primero que los pacientes ven al llegar a la guardia; él es el responsable de recibirlos y tratar de buscarles una cama libre para poder alojarlos. Dice que el centro de salud está prácticamente completo, con un margen de maniobra casi nulo, mientras los casos aumentan y, a diferencia del año pasado, hay muchos más pacientes con otras patologías que también ocupan camas de terapia intensiva.
“Estoy cansado, estamos todos agotados. Hay médicos que no quieren venir a trabajar, otros que se enferman. El año pasado teníamos más energía porque nos daba adrenalina lo desconocido. Pero bueno, yo lo que infiero es que esto va a empeorar. Sentimos que esto no tiene fin porque la gente circula masivamente y nos vamos a terminar contagiando todos”, se lamenta Chavin, que lleva puesta su ropa de trabajo azul y verde.
En esta sede, cuentan en total con 71 camas. De ellas, 18 están asignadas a pacientes con coronavirus: ocho son de terapia intensiva y cinco, de intermedia. Es decir que suman 13 las destinadas a cuidados críticos; hoy, 12 están ocupadas. Tienen una más de back up en terapia intermedia que intentan dejar libre por si un paciente se complica, pero en las últimas semanas es común que lleguen a tener todos los lugares ocupados. Si entraran nuevos enfermos, tendrían que buscar la forma de acomodarlos de a dos en una sola habitación. Casi no tienen capacidad para seguir recibiendo personas con cuadros graves. Una de las posibilidades que evalúan para ganar camas, si la situación continúa de este modo, es la suspensión de algunas operaciones programadas.
Los datos no son alentadores y lo que pasa en Cemic es solo un ejemplo de lo que está sucediendo con los prestadores de medicina privada, que es el sector más tensionado durante esta segunda ola. Según la Unión Argentina de Salud, en el área metropolitana de Buenos Aires (AMBA) el 95% de las camas de cuidados intensivos están ocupadas, mientras que en el sistema público ese número desciende al 70%. Ayer hubo un nuevo récord de 27.001 contagios y 217 muertos en todo el país.
“¿Si llega otro mañana dónde lo acomodo?”, se pregunta Martín Stryjewski, jefe de Internación de Cemic y miembro de la comisión directiva de la Sociedad Argentina de Infectología (SADI), mientras mira un tablero que muestra la escasa disponibilidad de camas.
“Estamos tratando de derivar a un paciente desde las 8 hacia otro lugar y aún, a las 14.30, no logramos trasladarlo porque todo el sistema está complicado”, describe Milena Montealegre, de 28 años, que trabaja como administrativa e intenta coordinar los traslados para darle algo de oxígeno al sistema.
Dentro del hospital, el personal de salud está en constante movimiento. Al pasar por una oficina se escucha que una médica le está comunicando a una familia que su ser querido va a ser ingresado a terapia intensiva: “Creemos que su situación ya requiere otro tipo de atención”, les dice por teléfono. “Todos los médicos, las enfermeras, el personal de limpieza, todos están poniendo una garra tremenda. Por ejemplo, yo en los últimos dos años me tomé una semana de vacaciones, estamos muy cansados”, relata Stryjewski mientras recorre el hospital junto a LA NACION.
En uno de los pasillos se encuentra Ricardo Valentini, jefe del Departamento de Medicina de Cemic. Es uno de los encargados de desarrollar la estrategia para optimizar el uso de las instalaciones. Señala que el gran límite no son las camas o los respiradores, sino conseguir el personal que sepa operar esas máquinas e interpretar la situación del paciente. En ese sentido, el Cemic –afirma– corre con una ventaja, porque además de asistir a pacientes y desarrollar investigaciones, se enfoca en la docencia. Al ser un hospital universitario, les enseñan a los residentes a atender a quienes requieran cuidados críticos. De este modo, cuentan con más personal para atender casos graves.
La recorrida continúa. Se abre la puerta del ascensor, del allí salen dos médicos: “Va a ir a terapia”, le comunican a Stryjewski sobre una paciente que se tragó una espina de pescado que le lesionó el estómago. “Ves, no es todo Covid”, dice el médico a LA NACION.
De nuevo en el tercer piso, donde está la terapia intensiva con pacientes que tienen coronavirus, se encuentra Pablo Rodríguez, el coordinador de la terapia. “Pasen a mi oficina”, exclama. Con su mano derecha marca el camino hacia una habitación pequeña que tiene una silla, un escritorio y una cama marinera.
“Estamos al 100%, pero no todos los pacientes están acá por Covid, también hay otras patologías. El margen es pequeño: para entrar a un paciente tengo que sacar a otro. El tiempo promedio de los enfermos que están con respiración mecánica es de 20 días, que son muchos días de sedación, lo que trae otros problemas. Por eso, podes estar meses con un paciente. Estamos armando un plan de contingencia para poder contener enfermos que están en la antesala de pasar a terapia intensiva porque acá ya estamos completos. Y encima la cosa viene mal, si ves el perfil de las curvas de esta nueva ola da la sensación de que aún estamos lejos del pico”, se lamenta Rodríguez.
La terapia que coordina es un corredor de unos 15 metros de largo con pacientes a ambos lados. Para evitar contagios, las habitaciones se mantienen cerradas y tienen grandes ventanas que dan al pasillo; los médicos pueden así chequear el estado general sin necesidad de ingresar. Acá vuelve el clima calmo y solo se escuchan las voces de los enfermeros, los pitidos de las máquinas y las descargas de oxígeno. El 60% de los pacientes que llegan al tercer piso logra sobrevivir.
Rosalín Torriente, de 49 años, es una de las enfermeras de terapia intensiva. Está atendiendo a un paciente de 64 años con coronavirus, que es uno de los pocos permanece consciente. A través de la ventana se ve que el hombre, a pesar de todo, sonríe. “Estamos cansados y la situación es difícil, pero tratamos de hacer que los pacientes, dentro de las posibilidades, estén a gusto. Más allá de los elementos de protección, aún nos podemos conectar con la voz y la mirada”, explica Torriente, con tono cálido, al salir de la habitación.
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