Los hermanos San Martín son los últimos pirquineros de Andacollo, una solitaria población al norte de Neuquén
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ANDACOLLO, Neuquén.– “El oro siempre te espera”, dice Juan San Martín, de 75 años, embarrado hasta la cintura con tres grados centígrados en una ladera de un cerro en Huaraco, a pocos kilómetros de Andacollo, en el norte neuquino. En su mano tiene una batea con tierra que lava y sus ojos brillan cuando desde el fondo se ven pequeños destellos dorados: las pepitas de oro. Junto a su hermano son los últimos buscadores de oro, conocidos como pirquineros. “Ya nadie quiere venir a buscar oro, prefieren tener planes sociales”, dice San Martín.
Un día con suerte puede juntar dos gramos que vende en la capital neuquina a $26.000 el gramo. Para llegar hasta allí debe cruzar la provincia en un micro que para en todos pueblos que encuentra en el camino zigzagueante de la cordillera. “Como el dólar, sube todos los días”, cuenta San Martín.
En una pequeña lata oxidada de picadillo guarda el preciado metal. Son de 21 kilates, el oro de Andacollo es de buena calidad. “Antes no había otra: o buscabas oro o no comías”, agrega Renato, su hermano, lavando tierra en cuclillas.
“Mi papá me enseñó”, recuerda Juan. Las artes de la búsqueda de oro se trasladan como los arcanos, de generación en generación. Así como en otros pueblos se cosecha cereal, en Andacollo, los pirquineros pasaban hasta 14 horas “cosechando” el oro que los aluviones dejaron en las bardas y cerros.
“Hace poco tiempo que llegó el dinero en Andacollo”, dice Juan. Antes, hasta bien entrada década del 70, todas las operaciones cotidianas se hacían en metal. “Estábamos todo el día buscando oro, no había otro ingreso”, afirma San Martín.
Lo poco o nada que extraían luego de lavar la tierra hasta encontrar alguna pepita, lo intercambiaban por pan, vino, fideos o lo que hiciera falta en los almacenes de ramos generales del pueblo.
“La búsqueda de oro en Andacollo siempre estuvo relacionada con la supervivencia”, dice Ariel Aravena, ex intendente y vecino comprometido con la preservación de la tradición pirquinera y minera. “Eran crianceros y pirquineros”, resume Aravena.
La carne la obtenían de los chivos, pero para todo lo demás, hacía falta oro. Ya desde la Conquista del Desierto se sabía que en las montañas que rodean al pueblo había oro.
“La California Argentina”, así lo llamaban a Andacollo durante gran parte del siglo pasado. Incluso su nombre hace referencia a la presencia del dorado metal. En lengua quechua significa “que brilla en lo alto” El pueblo se fundó por los pirquineros. La fiebre del oro fue la responsable de su nacimiento. Hacia 1910, llegaron desde el pueblo chileno Andacollo un grupo con una imagen de la Virgen Nuestra Señora del Rosario de Andacollo. La única actividad fue la de hacer pequeños canales en las laderas que protegían con paredes de piedras, haciendo pircas. De allí el nombre pirquinero. Los buscadores de oro fueron los primeros pobladores y la base de la identidad del pueblo.
“Las maestras sabían que no me escapaba, que iba a buscar oro con mi papá”, recuerda San Martín. Recién pudo terminar la primaria de adulto. La época de búsqueda es el invierno y la primavera, cuando los manantiales que sudan de la montaña tienen más agua. Con un balde con grasa, encendían fuego para calentarse y los niños debían ayudar a sus padres a lavar tierra. “La pasábamos mal, pero mejor que ahora”, cuenta el pirquinero.
Hasta la llegada de las empresas mineras, los códigos entre los pirquineros eran fraternales. “Había mucha solidaridad”, dice San Martín.
“Primero y principal: la envidia aleja al oro –aclara San Martín–. El oro sabe y reconoce al envidioso y al egoísta”, agrega San Martín. La manera de trabajar era comunitaria. En la montaña, había lavaderos que partían la ladera en pequeños canales. Si alguien encontraba una veta, el siguiente paso era comunicarlo a los pirquineros que estaban trabajando, entonces lavaban por turnos para que todos pudieran tener la posibilidad de conseguir las ansiadas pepitas.
“Había mucho oro y era para todos”, recuerda Renato. “El trabajo era de sol a sol, no había descanso, pero cuando ibas al almacén a cambiar el oro por comida, sentías un inmenso orgullo”, cuenta Juan. “El que busca oro, nunca tiene plata, el comerciante, sí”, reconoce.
La pirquinera legendaria
Era una actividad de hombres, aunque también había mujeres que hacían el trabajo. Entre los memoriosos del pueblo, se recuerda a Filomena Castillo, una legendaria pirquinera. “Era una vida muy dura, pero estoy acostumbrado a ver oro y es una enseñanza de mi padre”, justifica Juan su empecinamiento de continuar lavando tierra con su batea. “Al menos ahora tenemos botas”, reconoce. En su infancia no las había.
“Un día conseguimos tres gramos”, recuerda, fue con su padre y recuerda la felicidad. “Nos legó este trabajo, y trabajar siempre te da dignidad”, reflexiona Juan mirando a su hermano, con barro hasta en las cejas, “adelgazando” la batea, haciendo movimiento envolventes con el agua terrosa hasta ir descartando piedras e impurezas.
“El oro es más pesado y va quedando en el fondo de la batea”, dice Renato. También, como su hermano, guarda las pepitas en una vieja lata de picadillos marca Cap. Juan a unos metros sigue lavando; una gomera sostenida en una rama, y un reloj, lo acompañan. La primera es para ahuyentar perros cimarrones que acechan por el cerro, el segundo, para tener alguna certeza de que el mundo sigue girando y en algún momento deberán bajar a sus casas, al pie de la ladera. “Paciencia, mucha paciencia, y fe”, dice Juan que es lo que hace falta para hallar oro.
Pico, pala, una maza y la batea, esas son las herramientas que usan. De tanto óxido que tienen el metal del que están hechas –menos la última– la tierra, el frío y el tiempo les ha dado un tono oscuro, como si fueran de obsidianas. Juan explica el método pirquinero. Cavan la tierra haciendo canales para que puedan entrar y trabajar adentro, los apuntalan con piedras, llegan a un sustrato que denominan el manto, allí aparece algún manantial, un chorrillo de agua, si no lo hay traen el agua desde la toma más próxima, y con la batea van lavando ese manto, que es una tierra arcillosa, las piedras, la arena y la tierra se van descartando hasta que queda el metal más pesado, en este caso, el oro. A veces son minúsculas pepitas. Ninguna se tira, todas van a las latitas de picadillo.
“Todos en el pueblo tienen un pasado minero”, sostiene Aravena. En la segunda mitad del siglo pasado comenzaron a instalarse empresas mineras para extraer en forma industrial las alrededor de 50 grandes vetas que aseguran los geólogos están escondidas en las montañas que rodean a Andacollo. “Siempre han actuado de la misma manera: extraen algunos años y presentan quiebra”, dice Aravena.
La quiebra significa una sola cosa: que el pueblo entre en un letargo del que cada vez cuesta más levantarse. “Quedan muchos desempleados, y muchos eligen irse del pueblo”, afirma Aravena. Las minas en su mayoría tienen nombre femenino: Sofía, Julia y Karina y Erika.
La Corporación Minera del Neuquén (Cormine) es una Sociedad del Estado que tiene como fin promover el desarrollo de las actividades mineras en toda la provincia, es quien otorga los permisos para trabajar. La Sofía, es la mina que está en Andacollo, es el único proyecto de oro. En 2020 presentó la quiebra y desde entonces está paralizada: 280 empleados dejaron de percibir sus salarios. El Estado les da un subsidio, pero todo el pueblo sueño con la reapertura. “Hay reservas de oro”, afirma Aravena. En los bares y los pequeños mercados, todos están pendientes a las novedades de una posible solución.
“Íbamos al bar El Minero cuando terminábamos de trabajar”, recuerda Juan. Sobre la ruta 39, de ripio, hasta los 80 funcionó este boliche que tenía mucho de pulpería. Lo frecuentaban los pirquineros. “Pagábamos con oro las copas”, dice Renato. Entre caña y el humo rancio de tabaco barato, se contaban historias, había un mito, el del “Perro Negro”, decía que cierta vez había entrado un hombre con un sombrero negro y le había dicho a un pirquinero la ubicación de un cofre con oro, la única condición era no asustarse por lo que iba a ver.
Uno se animó y por la noche fue al lugar, cavó y se chocó con algo duro. Era un cofre, lo abrió y halló oro, pero cuando estaba por llevárselo un perro negro salió del fondo del cofre. Asustado, le hundió su cuchillo, el perro, herido de muerto, haciendo ruidos espantosos, se perdió por el bosque y cuando volvió la vista al cofre, el oro había desaparecido. El bar Minero hoy es un museo que se puede visitar.
Con las espaldas doloridas por estar agachados durante toda la vida lavando tierra, los hermanos San Martín miran a la Cordillera del Viento. Ven señales, el viento se volvió frío. “Está nevando en las cumbres”, dice Renato. Le quedan unas horas de sol. “Mantuve a toda mi familia con el oro, ese es mi principal orgullo”, resume Juan.
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