Wimbledon. Gloria merecida para Djokovic, el “chico gitano” que jugaba entre escombros, bombas y sirenas de alerta
El serbio es un campeón que transitó una difícil infancia deportiva en medio de la Guerra de los Balcanes
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Me gusta el tenis desde mi niñez gracias a Guillermo Vilas, a quien seguí todo lo que pude en su carrera y traté de aprender sus técnicas para desplegar con escaso éxito personal en partidos con amigos. Mi primera raqueta, que aún conservo, es de marco de madera y cada vez que la toco, recuerdo aquellos días de la TV blanco y negro y los partidos interminables en los que Vilas jugaba cada punto como único. Y, en algún momento, el público empezaba a aplaudir y él a enterarse que había ganado otro partido, otro torneo.
Desde la gloria de Vilas, no me había pasado de volver a sentir fascinación por ningún tenista, ni argentino ni extranjero. Y disfruté durante años de mirar los torneos de Gran Slam con la alegría con la que se puede ver ballet. Que gane el mejor, que me brinde un gran espectáculo. Sí, es raro no tener el corazón en uno de los dos lados de la red. Pero es una experiencia fascinante. Los jugadores se enfrentaban y yo miraba lo bueno y lo malo de cada uno, no solo desde lo tenístico, sino desde lo personal. El que era capaz de arrancar una sonrisa y un aplauso aún en un error garrafal, el que se enfadaba y rompía una raqueta contra el polvo de ladrillo demostrando ser un mal perdedor.
Sin embargo, un día se me apareció en la pantalla un tal Novak Djokovic y me generó una profunda curiosidad. Un deportista nacido en la entonces Yugoslavia, en 1987, apenas dos años antes de que se cayera el Muro de Berlín, y que el régimen soviético cambiara para siempre. Así, el Djokovic que hoy celebra con justa alegría la cátedra que dio por séptima vez en Wimbledon (por 4-6, 6-3, 6-4 y 7-6 [7-3] al australiano Nick Kyrgios) y por 21° vez en los grandes torneos del mundo, me lleva a volver al Novak que en el inicio de la infancia era apenas un “chico gitano” aprendiendo a dominar su raqueta entre los escombros de Belgrado, durante la Guerra de los Balcanes (1991-2001).
La televisión muestra hoy a un hombre espigado, de 35 años, que conforma “la Trinidad” del tenis junto con Rafael Nadal y Roger Federer, levantando el trofeo de Wimbledon y disfrutando de pisar con fuerza de gladiador el césped británico. Pero, yo no veo al tenista consagrado, sino al “chico gitano”, que entre bombas y sirenas de alerta se empeñaba en tener una infancia lo más parecida a la normalidad que pudieron haber vivido Nadal, en Mallorca, y Federer, en Basilea.
Estoy viendo al chico que por aquellos días no sabía que, mientras se entrenaba contra una pared destrozada por las bombas, la guerra le costaba la vida a unas 200.000 personas, incluidos muchos vecinos suyos, y obligaba a millones al exilio.
Estoy viendo al chico que masticaba bronca al escuchar ser identificado como “el gitano”, cuando empezaba tímidamente a circular por los torneos europeos de tenis en su adolescencia. Estoy viendo al chico que, entre tanta tragedia humana, soñaba con este instante de gloria en Wimbledon.
Lo aplaudo de pie.
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