Volver de las vacaciones, un trabajo aparte del trabajo
El descanso y después: un combo de ropa sucia, desabastecimiento, cubiertos de plástico y la certeza de que aún queda todo un año por delante
“Probablemente ya te olvidaste de Jureré, pero nosotros te lo recordamos”, me dice TripAdvisor en un mail que acaba de llegar. No sé si tomarlo como un servicio, un consuelo o una gastada. A no confundirse: me encanta TripAdvisor, es mi herramienta principal a la hora de tener referencias sobre los mejores lugares para conocer, alojarme y comer; pero ese mail no me resulta tan simpático. Sólo 2 de las 52 semanas del año son para vacaciones, y aunque estoy recién llegado, el balance sigue sin cerrarme.
Aunque tanto Florianópolis como Buenos Aires sean calurosas y húmedas, no todos los calores ni todas las humedades son iguales. El golpe es certero, un cachetazo con ganas: tras dos horas de avión, uno pasa de un aire denso pero limpio a uno con otra textura, con un olor propio. Buenos Aires huele desagradable, pero familiar; y eso basta como para sentirse en casa. La otra bienvenida la dan los taxistas, que por una tarifa plana de $800 te depositan en cualquier punto de la ciudad. El remís de la ida había costado poco menos de $500. Por suerte es sábado a la tarde y al menos un familiar tuvo tiempo y ganas de venir a buscarnos.
Más allá del lugar y de las vacaciones en sí mismas, el descanso anual está lleno de pequeños placeres. Cuando uno decide que en las vacaciones no se limpia, ni se cocina ni se lava la ropa -porque uno paga para que otro lo haga, aunque eso redunde en vacaciones más cortas, pero mejores- todo resulta el doble de placentero. Tres días después del regreso el lavarropas todavía gira y la casa, que estuvo cerrada, parece haber juntado más suciedad que un quincho al aire libre en temporada de tornados. El césped del jardín es una pequeña jungla, y las cucarachas no quieren resignar el espacio ganado durante nuestra ausencia.
El regreso también está repleto de tareas imperceptibles: chequear las fechas de vencimiento de lo que quedó en la heladera (y tirar aquello que por su estado no hace falta revisar), pagar ese servicio que no estaba en débito automático y dedicarle algo de tiempo a la perra, que se la bancó como una campeona mientras estuvo en custodia. Alguna de la ropa que se lavó tendrá que ser planchada. Y también habrá que volver a abastecerse. Durante los dos días previos a la partida uno se dedica a comer lo que hay y lo que sobra y lo que trae el delivery. Estamos demasiado cansados como para elaborar algo sofisticado, y la elección es arrasar con las existencias porque “despues se verá”. Hoy, ya de vuelta, la situación es similar: algún paquete de fideos y el imán de la pizzería amiga pegado en la heladera serán la salvación hasta la primera visita al supermercado.
Allí, frente a la góndola, es donde uno recuerda los motivos que lo llevaron a veranear en el exterior. Porque no todo se reduce a los mejores servicios y a las playas más lindas: resulta que al final allá no todo era tan caro, y que la variedad de marcas de alimentos y de las frutas y las verduras con verdadero sabor a frutas y verduras hacían que las compras valgan un poco más lo que cuestan en dinero.
Pero lo peor de todo llega el lunes
El regreso al trabajo después de días sin mails, horarios de fichada, jefes ni pantalones largos. El día en que vuelven los llamados inoportunos y los pedidos insólitos. El día en que se vuelve a comer en el escritorio con cubiertos de plástico es también el día en que uno no se acuerda la contraseña que utilizó durante todo el año. Pero también es el día en que uno se queja de gusto, porque no sólo pudo irse de vacaciones, sino que también tiene trabajo.
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