Vivió en la calle y ahora trabaja para los sin techo de Parque Sarmiento: "Es tiempo de ayudar”
"Yo estuve de rodillas pero ahora estoy de pie y puedo dar lo mejor de mí. Es tiempo de ayudar". Raúl Alberto Pernía recorre el Parque Sarmiento de la Ciudad de Buenos Aires como si fuera su casa. Y no es una alegoría: es su propia casa.
Pernía vive en el barrio de Saavedra. En realidad, vive y trabaja en uno de los espacios verdes más grandes de Buenos Aires, que tiene 70 hectáreas y que hoy, por el avance del Covid-19, no respira deporte y entretenimiento al aire libre. Está cerrado al público: ni las piscinas, ni las canchas de fútbol y tenis, ni los recorridos en bicicleta, ni el clásico asado en los quinchos de los fines de semana están habilitados. El Parque Sarmiento funciona como un refugio para 150 hombres en situación de calle. Los olvidados, los "sin techo". Pernía los conoce bien: fue uno de ellos.
A los 64 años, pasó del otro lado del mostrador. Ahora trabaja en la Subsecretaría de Deportes de la Ciudad, luego de vivir durante cuatro años en la calle. Cuando no podía distinguir las diferencias entre el sol y la luna, entre los días y las noches. En realidad, todos los días eran noches.
Trabaja como sereno. Aunque su empleo no es solo el control, la seguridad. Sabe que los olvidados precisan algo más que una estricta vigilancia. Una mano amiga, una contención, sobre todo hoy, en tiempos de pandemia. "Controlo todo lo que entra y sale. Estoy en la parte logística, en los depósitos. En otras palabras, les respiro en el cuello a todos los que sacan algo del parque", describe, con vehemencia.
El Gobierno de la Ciudad abrió un parador en Parque Sarmiento para los que sufrían el abandono, para que cumplan el aislamiento social obligatorio de manera segura. El operativo arrancó el 25 de marzo, pero no es el único espacio en estas condiciones. En total hay 900 personas (entre hombres, mujeres, niños), que también viven en otros tres grandes parques: el Olímpico, Avellaneda y Chacabuco; y en los Polideportivos Martín Fierro y Pereyra.
El hospedaje en el norte de la ciudad fue incorporado en uno de los gimnasios cubiertos, a metros de las piletas olímpicas. En ese mismo espacio se practicó la competencia de tiro en los exitosos Juegos Olímpicos de la Juventud 2018. El confort es esencial: camas, baños y las cuatro comidas diarias. Hay bibliotecas y talleres. De costura, por ejemplo. Allí también se crean tapabocas.
Porque la pandemia descubrió otro mensaje de esperanza. "A muchos de los que están en el parador los conozco. Este lugar en un lujo para todos los que viven en situación de calle, pero hay situaciones que no van… A veces muchos no tratan como corresponde a los que están trabajando o son voluntarios. Ojo, no todos, pero sí, varios. Te encontrás con personas recontra educadas que ni te enterás que están. Y están los problemáticos, no es fácil... Yo pasé por esa situación y me da bronca que eso suceda. Pero acá estamos para ayudar y contener. La situación no es sencilla. Charlo mucho con algunos de ellos, nuestras historias tienen puntos en común. Me siento bien con lo que estoy haciendo. Ojalá ellos también puedan, como me pasó a mí, dejar de estar arrodillados y ponerse de pie. El que pueda entender, que lo entienda", analiza Pernía.
Nació el 2 de enero de 1956 en Ramos Mejía. Hijo de Leandro y Sara, hermano de Graciela y amante de los libros y los datos duros, terminó la escuela secundaria en el colegio Ceferino Namuncurá, en el partido de Tres de Febrero. Se inclinó por la carrera de Ciencias Económicas, rindió más de 30 materias, pero "no era lo mío, estudié eso más por imposición que por placer". Y a los 27 años, abandonó. Fue metalúrgico y carpintero, hasta que la pastelería lo conquistó. Arrancó su propio emprendimiento: "Emmanuel, que significa ‘Dios está con nosotros’". Duró un puñado de años, por las desventuras económicas de nuestro país y, también, personales.
Tomó algunas malas decisiones, cuando vivía en el barrio Tropezón, de Caseros. "Más que un tropezón lo mío fue una caída que me dejó de rodillas", dice ahora, cuando las bromas no le resultan dolorosas. El 15 de diciembre de 2014 –las fechas están grabadas en su memoria-, abandonó su última morada por falta de dinero. Ya no tenía plata, ni masa en las manos. Ni sueños.
"La primera noche no podía encontrar un lugar dónde dormir, no sabía qué hacer. La Navidad de ese año la pasé sentado al costado de la General. Paz. Con el tiempo, para descansar, me subía al tren San Martín y viajaba hasta Cabred (una estación ferroviaria ubicada en la localidad de Open Door, partido de Luján). Y regresaba. Así pasaba el tiempo e iba a los baños de la estación, o de algunos supermercados. Trataba de mantenerme limpio y pasar desapercibido", viaja en el túnel del tiempo.
Le tenía terror al clima, más allá de los fantasmas de su sombra. "Miedo no tuve, pero sí frío. El frío de la noche te mata. Te deja mal. El frío se te mete en los huesos y el hambre en el corazón. Hubo un mes donde solo comí tres pedazos de pan por día. No me gustaba pedir, no podía aceptar la situación y bajé 12 kilos. La vida en la calle es dura", reflexiona.
La primera noche no podía encontrar un lugar dónde dormir, no sabía qué hacer. La Navidad de ese año la pasé sentado al costado de la General. Paz
-¿Y la mirada del otro?
-Es tremenda, dolorosa. La gente te mira con desconfianza, como que no vales nada. Pesa mucho. Pero no puedo juzgar, tal vez yo lo haya hecho alguna vez. La calle me llevó a buscar en situaciones personales internas y a tratar de buscar qué es lo que tenía que cambiar. Y no estoy hablando de un trabajo. Sino cambiar en el plano interno, lo que es netamente la esencia de la persona, un plano espiritual.
Durante más de dos años deambuló por El Palomar, hasta que un día, en febrero de 2018, no sabe bien cómo, acabó en un costado del Parque Sarmiento. Y entró. Encontró un oído y una respuesta: un par de soluciones a una vida que se había convertido en un martirio. Pocos meses después, encontró cobijo.
"Me dijeron que podía dormir ahí y que lo disfrute todo el tiempo que necesite. Fue una gran sorpresa, no lo esperaba. Pero por mi forma de ser no podía aceptar eso sin hacer nada y empecé a ayudar en todo lo que hiciera falta y me dejaran. Tenía que ser recíproco. En ese momento, lo que menos se me ocurrió es que tiempo después me ofrecieran un contrato y ahora soy parte de un equipo", cuenta Pernía. Y en diciembre de 2019, firmó su primer contrato con el Gobierno de la Ciudad. Fue el final de cuatro años de angustia. Las vueltas de la vida: la moneda, al fin, cayó del lado de la sonrisa.
-¿Y ahora cómo se siente?
-Recuperé la dignidad del trabajo. Ahora estoy bien interiormente, y también desde lo exterior. Me da lo mismo un par de zapatillas que unas alpargatas. No me importa parecer. Sí, ser. Como dicen en El Principito, ‘lo esencial es invisible a los ojos’. Todo lo demás es básico y circunstancial.
Lee mucho. Y se refugia tanto en la escritura, que guarda en un cajón todo lo que le ocurrió en la vida. Sentimientos, datos, compañías. "No quiero olvidar lo sucedido: que todo sirva de experiencia", dice, antes de volver a vigilar que todo siga bajo control.
Otras noticias de Covid
- 1
En la ciudad. Lanzan un programa para que los mayores de 25 terminen el secundario en un año: cómo inscribirse
- 2
Ya tiene fecha el comienzo del juicio a la enfermera acusada de asesinar a seis bebés
- 3
Por qué los mayores de 60 años no deberían tomar vitamina D
- 4
¿El mate nos hace más felices? El sorprendente descubrimiento de un estudio científico