Luis Pedrolo y Margarita Recalde están instalados hace 30 años en el Paraje La Bonita, en el portal a la Reserva de Biósfera Yabotí; eligieron no tener electricidad y son conocidos en la región por su trabajo con la citronela
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“No tengo necesidad de ir a un supermercado, hace cinco años que no voy al pueblo, produzco mis propios alimentos y medicinas”, cuenta con orgullo y en portuñol Luis Pedrolo, colono del monte del oeste misionero en el Paraje La Bonita, en el portal a la Reserva de Biosfera Yabotí, próximo al río Uruguay y a Brasil. No existen las fronteras en este territorio donde los idiomas y las vidas se mezclan naturalmente. Vive con su esposa, Margarita Recalde y ambos hace 30 años que están desconectados del mundo, trabajando la tierra sosteniendo una soberanía medicinal y alimentaria. “Tengo una farmacia en el rancho hecha con hierbas, esencias y raíces”, dice.
No tienen electricidad, ni heladera ni conocen los dispositivos electrónicos. Mucho menos la televisión, o los diarios. En sus 40 hectáreas, tienen todo lo que necesitan para vivir: la tierra roja, como venas de energía vital, conecta las diferentes parcelas cultivadas. “Si me das un celular, no sé encenderlo, pero conozco cómo plantar las semillas, conozco a los animales, y comemos lo que nosotros mismos hacemos. Entonces: ¿quién es el más inteligente?”, interpela Pedrolo. Su chacra está en una de las laderas de un cerro. El agua brota por todas partes en este rincón de transición entre el monte y la selva. “No recuerdo cuándo fue la última vez que me enfermé”, confiesa.
“No sé lo que es tener fiebre ni un dolor de cabeza”, reconoce. Nacido en la zona de los Saltos del Moconá —ese atronador y poderoso corazón del Río Uruguay producido por una falla geológica que remueve millones de litro de agua configurando una de las maravillas de Misiones—, su vida la pasó en la frontera. Su padre vino de Brasil (con orígenes italianos), su madre es argentina. “Me crié descalzo, eso me hizo más fuerte porque tuve siempre mucho contacto con la tierra”, sostiene. Hizo la primaria caminando ocho kilómetros por día, todos los días, durante siete años. “No se nos daba la necesidad de tener zapatillas”, cuenta.
“Mi maestro me enseñó todo lo que sé”. Así recuerda su infancia en la escuela rural, a orillas del río Uruguay. Como todas las casas en esta tierra, hecha de madera y pintada de colores vivos, rosado, amarillo, verde o azul. Madera que no perdura más de cinco años, atacadas por la humedad y el sol. “Nos daba clases, pero nos llevaba a su chacra y nos enseñó a trabajar la tierra; esas enseñanzas me ayudaron toda la vida —cuenta—. Mi padres nos dieron mucho conocimiento, cómo hacer una casa, por ejemplo”. Lo demás vino de vivir en la selva y entender su lenguaje.
Luis y Margarita hacen todo solos. Se levantan antes que salga el sol y trabajan todo el día hasta que cae. “Ella es tan fuerte como yo, es increíble la cantidad de cosas que dos personas pueden hacer”, afirma Pedrolo, la mitad de sus palabras en portugués, la otra en castellano.
Son muy conocidos en la región por una razón: producen aceites esenciales, principalmente de citronela, que es el aroma que define a Misiones. En una de las laderas de su chacra, tienen esta hierba perenne de un verde tan vivo que parece irreal. La cosechan ambos a mano, y juntos llevan las chalas hasta un gran alambique que tiene la edad del tiempo, donde a través de un método sencillo —a fuego de leña— se destila la hierba con agua. El resultado se ve cuando el aceite se separa y flota en el agua.
Lemon grass, sidrera, eucalipto y la critronella, el oro verde que teje relaciones y fortalece las vidas. “Dinero no necesito, pero vendo los aceites”, cuenta Pedrolo. Mientras camina por una resplandeciente huella rodeada de citronela, enumera sus cualidades. Principalmente repele los mosquitos y los molestos mbarigüís, previene sus picaduras, relaja los músculos del estómago, es analgésico, ayuda a mejorar la tensión cervical y quita el dolor de cabeza. “Si usted suda mucho, citronela hace que baje el sudor”, agrega.
Turistas suizos, alemanes y de varias partes del mundo lo han visitado para buscar esta esencia pura y curativa. También vienen a buscarla sus vecinos y gente de todas partes del país.
“Todos los males se curan con plantas —dice y señala una porción de la ladera donde tiene todas las plantas medicinales―. Todo lo que ves (hay más de 50 variedades de plantas que siembra) no tiene ni una gota de químicos. Así nos lo enseñaron nuestros padres, así lo hacemos. Protegés la naturaleza y ella sola te cuida, es muy simple”.
Cada hoja que toca tiene una propiedad. “La hortela [menta] es muy buena”, refiere Pedrolo. La hoja de lima, dice, baja la presión arterial. El eucalipto perfuma el aire. “Hago un jarabe para la tos con sus hojas”, cuenta.
Vivir sin heladera
“¿Heladera, qué es eso? No la necesitamos”, afirma Pedrolo. El método es típico de los colonos. La grasa derretida porcina o vacuna se usa para conservar carne. “Hace unos días carneé un chancho de 100 kilos y guardé la carne en cinco latones con grasa, se conserva perfecto un año”, dice. Primero se frita la carne y luego se la sumerge en la grasa. Margarita, de pocas palabras, asiente parada en la puerta de su rancho. “Hemos tenido suerte de encontrarnos”, dice Luis mirándola. Ella asiente con una sonrisa cómplice.
Cerca de la casa está el supermercado y la verdulería, es decir, la huerta y sus árboles. Porotos negros, arroz, mandioca, zapallos, tomates, lechugas, acelga, maíz, ciruelos, ananá, mandarina, pomelo, naranja, manzanos, guayabos, mangos, perales, higos... la lista es larga. ¿Qué comen durante la semana? Feijoada, carne de vaca, cerdo y de gallina, verduras y muchas frutas. “Alimentación muy variada”, agrega Pedrolo. Una vez al día, se conectan con el mundo, oyen la radio, a veces la estación brasilera, otra de Posadas. “No está bien el mundo”, reconoce.
El monte se funde en la selva paranaense —así se denomina a la misionera— delante de los ojos y a cada paso. El guatambú, el petiribí, la palmera pindó, el ybirá-pitá y el gigante palo rosa, que llega a medir hasta 45 metros, se mezclan con los arbustos y una espesa alfombra de hojas húmedas dejan espacio a pequeñas huellas por donde se ve la tierra roja. Camufladas entre la vegetación, las casas de los colonos conviven con algunas aldeas mbya guaraní, el Paraje La Bonita tiene 100 habitantes. El crisol de razas se completa con los descendientes de inmigrantes polacos, ucranianos y alemanes que hace un sigo llegaron para vivir en el selva.
“Son pioneros, entre ellos se llaman colonos, los primeros habitantes de estas tierras”, afirma Virginia Criado, a cargo junto a su pareja, Lautaro Guardamagna, de Margay Lodge de Selva, un alojamiento ecológico dentro de una reserva privada que tiene sus habitaciones frente al arroyo Paraíso y delante de la Reserva de Biosfera Yabotí. Son vecinos de Luis y Margarita. Llevan a sus huéspedes a conocerlos. Explica la dinámica de sus vidas. “Se levantan a las 4.30 de la madrugada, trabajan todo el día y se rigen por el sol, no tanto por las agujas del reloj —cuenta—. Llevan una vida simple”.
“Son autosuficientes: no solo producen sus propios alimentos, sino también medicinas y productos de cosmética a base de plantas —afirma Criado—. No tener electricidad es por propia decisión, no es porque no haya”.
Un cable de red pasa justo por la puerta de la casa del matrimonio. “Hablan un lenguaje nuevo, el portuñol”, cuenta e incluye a las comunidades mbya guaraníes, habitantes del mismo territorio. Las escuelas de los parajes de la selva son bilingües: el idioma originario más el castellano. “Las mujeres lo están aprendiendo”, reflexiona. La integración de culturas enriquece el tapiz de perfiles humanos que comparten el “último relicto de selva virgen” del Cono Sur.
El dinero en el Paraje La Bonita y en las colonias no es algo necesario. “Ellos se intercambian productos —afirma Guardamagna—. Producen una profunda admiración”. Tienen una relación comercial, además de la amistad. “Nos abastecen de sus esencias, frutas y verduras”, cuenta.
¿Quiénes atraviesan caminos escondidos para conocer estas historias? “Nos visitan quienes quieren reconectar con lo simple, restaurar el vínculo con la naturaleza que han perdido en la ciudad, rodeados de materiales que no están vivos”, dice Criado.
“La última vez fui al pueblo vi que los niños manejan bien el celular, pero no saben nada de semillas, que es lo que te puede dar de comer”, reflexiona Pedrolo. Detrás de su porción de monte y selva tiene otros vecinos, el yaguaraté, el ocelote y el puma, los monos y más de 300 aves. “¿Qué es lo que más nos gusta de esta vida: que no dependemos de nadie, somos felices así, trabajando juntos”, sintetiza.
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