Villa Fiorito: La casa y el barrio donde creció Diego Maradona, 50 años después
Ya pasaron más de cuatro décadas desde que aquel joven Diego Armando Maradona dejó el humilde barrio de Villa Fiorito, en Lomas de Zamora, donde pasó una infancia entre barriales, potreros y carencias. En ese lapso, muchas cosas cambiaron por aquellos pagos: se asfaltaron muchas calles, llegaron la luz y algunas cloacas, y los vecinos ya no tienen que caminar con baldes hasta el vecino Ingeniero Budge para conseguir agua potable.
Pero otras cosas no cambiaron nada. Villa Fiorito sigue siendo ese barrio humilde donde hay que pelearla para llegar a fin de mes: un lugar donde el trabajo no sobra, en el que casi todos se conocen y buena parte de la vida transcurre en la calle, un rinconcito del mundo donde el fútbol se respira en cada esquina.
"Es un barrio muy lindo y con gente trabajadora, en el que podés caminar tranquilo y no te van a robar. Los fines de semana, los vecinos sacan la parrilla a la calle para hacer el asado", cuenta Gloria Cristaldo, que llegó a Fiorito desde Curuzú Cuatiá, Corrientes, hace más de medio siglo, y conoció bien al ídolo y su familia.
Cristaldo vive a una cuadra de la casita de Azamor 523, donde se crió el Diez, y habla rodeada de sus hijos que, sentados en sillas en la vereda, comparten charlas y mates. Le cuesta encontrar palabras para expresar la tristeza que siente por esas horas: "Estamos todos muy dolidos y todavía no caemos. Antes nadie nos conocía, pero, gracias a él, se nombró a Fiorito en todo el mundo. Nosotros nacimos por él".
Aunque él, el mejor zurdo de la historia, hace rato bañó al barrio con su gloria, aquí las cosas tardan bastante en llegar. El tendido de luz tiene apenas unos años y las cloacas de la calle Azamor se terminaron recién en diciembre. Todavía hay muchos callejones de tierra y los días de lluvia el agua se sigue acumulando en algunas zanjas. El barro no parece querer irse del todo. Muchas viviendas están sin terminar. Otras siguen siendo de chapa.
"Durante la pandemia, muchos perdieron el trabajo", se lamenta Jorge Nogueira, hijo de Cristaldo. Este hombre de 40 años sabe de lo que habla. Hasta marzo, trabajaba todos los días en Capital, en blanco, transportando monopatines eléctricos para una app de delivery. Pero cuando el coronavirus aterrizó en el país, lo echaron sin miramientos.
"Por suerte tengo algo de trabajo como albañil", dice, y explica que Fiorito es así, un lugar donde hay que hacer "mucho rebusque" para sobrevivir.
No es difícil advertirlo. En muchas casas, carteles escritos a mano señalan comercios informales de todo tipo: kioskos, heladerías, peluquerías, de comidas caseras, de artículos de limpieza, etc. En las veredas, se repiten los escombros y los bolsones de los cartoneros y, cada tanto, un vehículo a medio arreglar que se oxida a la intemperie es testigo silencioso de que la plata nunca termina de alcanzar.
En algún baldío
Villa Fiorito no es como La Boca, ni como Nápoles. Maradona no es una figura omnipresente en pintadas, murales, placas y altares: su rostro apenas ilustra las paredes de alguna canchita y -desde ayer- también la fachada de su antigua casa, a donde cientos se acercaron con banderas, velas y carteles de homenaje y cantaron y bebieron durante horas.
Sería difícil, al visitar el barrio, adivinar que fue aquí, en algún baldío que ya no existe, donde el mejor futbolista del mundo ensayó sus primeras fintas juveniles. Pero su espíritu sigue presente de otras formas.
"Yo me acuerdo de que de pibe se colgaba de los trenes y pedía algo para comer porque en su casa siempre faltaba", relata Iginio Lima, uno de los vecinos más antiguos del barrio: tiene 88 años y llegó en 1953, desde Entre Ríos. Sentado sobre un cajón en la vereda, en chancletas, con una radio portátil prendida en la mano izquierda, Lima es un hombre de otro tiempo que cuenta cómo cambió este sector del conurbano en las últimas décadas.
"Esto era un pantano, una laguna, todo era agua. En los tiempos de Maradona, la gente juntaba sapos en bolsas y los llevaba a vender a los laboratorios, porque te pagaban por esa changa. Se llevaban cuatro o cinco bolsas cada vez. Esto era casi todo campo, no había luz, no había nada. Yo armé una primera canchita y al equipo lo llamamos Estrella", rememora. Y enseguida agrega: "¿Qué es para mí Villa Fiorito? Lo mejor que existe".
La tarde avanza calurosa y, sobre la calle Mario Bravo, un grupo de chicos de distintas edades juega al fútbol con arcos improvisados con piedras. Franco Salas, vecino de 42 años, nacido y criado en Fiorito, mira el partido y reflexiona: "Este es un barrio futbolero, la mitad son de River y la mitad de Boca y los chicos siempre están jugando a la pelota en la calle". Él también juega, durante los fines de semana, en una liga local, en una canchita cercana.
"Ya estoy grande, pero al fútbol no lo dejo más. A nosotros Maradona nos dio toda la alegría -dice, y tras de una pausa, completa-. Y ahora también nos da toda la tristeza".
El partido callejero se detiene un instante y Uriel, un chico con una camiseta de Brasil y el cabello negro rapado a los lados que no llega a los diez años, no duda a la hora de nombrar a su jugador preferido. aunque jamás lo haya visto en vivo, solo en videos de YouTube. "Maradona", responde de inmediato.
De grande, cuenta Uriel, quiere ser arquero, o defensor, o centro delantero en algún equipo de la Primera. Sabe que vive en un barrio histórico y que no es el único con ese sueño. Por eso señala al más petiso de sus amigos, un chico de botines amarillos y short de Boca, quien después de gambetear con elegancia a dos rivales que lo superan largamente en edad y tamaño, de zurda, acomoda la pelota justo junto a una de las piedras que ofician de palo.
"Tiene nueve años. Es el futuro crack del fútbol argentino", dice Uriel, y la frase no suena exagerada.
Está en Villa Fiorito, ese rincón del mundo donde nada resulta imposible.
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