Tenemos que hablar, hay un detalle acá.
En los resultados de sus análisis prequirúrgicos, el médico de Facundo había dibujado un asterisco al lado de uno de los valores, el que marcaba "Reactivo" junto al nombre del estudio: ELISA (sigla de enzyme-linked immunosorbent assay o ensayo por inmunoabsorción ligado a enzimas), una técnica de laboratorio que desde 1985 se usa para detectar los anticuerpos contra el VIH en la sangre.
Reactivo significa positivo.
Facundo Juan, fotógrafo freelance de 31 años, se quedó duro, no esperaba la noticia: se había hecho los análisis porque tenía un pequeño quiste en el cuero cabelludo y se lo tenía que sacar. Unos días antes había intentado ver los resultados del prequirúrgico en la web del laboratorio, pero no había podido. Después de probar varias veces, fue hasta la clínica; ahí tampoco le dieron los resultados. Aun sin que Facundo lo supiera, el protocolo ya estaba en marcha: el resultado positivo se da siempre en consultorio.
"Nunca se me cruzó por la cabeza, de verdad pensé que era un problema del sistema del laboratorio", dice ahora, siete meses después de esa tarde de agosto, sentados en el piso de su departamento de Villa Crespo, un monoambiente de 30 metros cuadrados casi sin muebles en el que hay una cama de una plaza, una heladera en la que Facundo anota con marcador la fecha del próximo turno con su infectóloga, una computadora con un capítulo de Dragon Ball a medio reproducir y un suave olor a marihuana.
Facundo dice ahora que lo que lo asustó esa tarde fue el discurso y el tono del médico. Toda una perorata sobre "elegir la vida". "Mierda, con qué me voy a encontrar ahora", pensó en ese momento. Volvió a su casa y empezó a buscar información en internet: leyó todo lo que encontró e incluso llamó a lo que en ese momento era el Ministerio de Salud (hoy Secretaría) para sacarse las dudas. "La verdad, me cagué un poco, pero después de buscar data sentí ‘OK, no es para tanto’."
El clínico lo derivó a un infectólogo que le pidió un Western Blot, un análisis que se hace después de un ELISA positivo. Con el diagnóstico confirmado, lo mandaron a hacer un conteo de su carga viral y una prueba de resistencia a los antirretrovirales, para saber si su virus era resistente a alguna de las drogas que se usan para tratarlo. Su nivel de CD4 –los linfocitos que atacan infecciones y que son destruidos por el VIH– estaba bastante bajo.
Lo que más lo preocupaba era hablarlo con su novia: la semana entre el ELISA y el Western Blot guardó el secreto. Salían desde hacía unos meses y se habían cuidado casi siempre. Casi: algunas veces tuvieron sexo oral sin forro, otras un polvo rápido en el que él había acabado afuera. Le mandó un mensaje largo que decía "no te asustes, tengo algo que contarte, serio, es importante, me acaban de detectar HIV...". Su novia, freakeada del otro lado, le preguntó si la estaba jodiendo.
Fueron juntos a que ella se hiciera un test rápido, un análisis que da el resultado en 15 minutos, en un centro de salud. Le dio negativo. El ELISA, también negativo. Tres meses después repitió los estudios y volvieron a dar negativos. Mientras tanto, las amigas de ella le decían: "¿Por qué no lo dejás? ¿Para qué vas a arriesgar tu salud?".
Después de contárselo a su novia, Facundo les escribió a sus amigos y a su mamá. Con ellos tuvo que hacer un trabajo educativo: explicarles qué es el virus, cómo funciona, cómo se transmite y por qué ser positivo no es estar enfermo. "Ahora no vengan a preguntarme a cada rato cómo me siento porque los voy a sacar cagando", les dijo. "Lean un poco y después me hablan." Sus amigos nunca se habían testeado y ahora, de a poco, lo están haciendo. También lo contó en su trabajo. Un día, un compañero de laburo le sugirió "tener cuidado" con cómo lo contaba, porque las personas podían "malinterpretarlo". Facundo lo paró en seco. "La verdad, me chupa un huevo", dice. "Si alguien me deja de hablar porque tengo un virus, que me deje de hablar, porque gente así, careta, no suma."
Facundo no tiene idea de cuándo o cómo se infectó con VIH. Sabe que fue en una relación sexual sin protección con una chica, pero eso es todo. No tiene período de referencia, solo sabe que hace unos tres años era negativo porque pudo donar sangre, pero después estuvo de viaje, matcheando en Tinder con chicas de las que no sabe el nombre y a las que no puede contactar para preguntarles. "Igual, casi siempre me cuidaba", dice. "Pero si la chabona me decía que tomaba anticonceptivos yo por ahí me hacía un poco el boludo, porque no pensaba en el HIV, pensaba en no tener un hijo. Nunca se me cruzó por la cabeza el VIH, para mí no era algo actual, pensaba que estaba un poco más erradicado."
En eso, Facundo es hijo de su época: parte de una generación que se asume VIH negativa y vive como si el virus fuera una preocupación vieja o, por lo menos, de otros. Algo que a mí no me va a pasar. Pero la epidemia que explotó en la década del 80 no está erradicada, sino estancada: desde hace 15 años mantiene valores similares en todo el mundo. Solo en América Latina y el Caribe viven dos millones de personas VIH positivo, casi 37 millones en todo el planeta.
En Argentina hay 5.800 nuevos diagnósticos por año y se estima que 129.000 personas viven con el virus, aunque el 20% todavía no lo sabe. En 2014, ONUSida estableció las metas 90-90-90 para detener la epidemia a nivel global: según estas metas, para 2020 el 90% de las personas positivas deberían conocer su diagnóstico, el 90 debería estar en tratamiento antirretroviral y el 90 debería alcanzar la supresión virológica. Argentina adhirió a estas metas y hoy está más lejos que algunos países –Dinamarca, Namibia, Camboya y los Países Bajos, por ejemplo, ya las alcanzaron– pero más cerca que otros: los datos oficiales calculan que, del 80% que conoce su diagnóstico, el 83% está en tratamiento antirretroviral y el 68% alcanzó la indetectabilidad.
El argumento podría ser el de una película: a principios de los 80 una enfermedad extraña azota al mundo. El pánico es global porque nadie sabe bien cómo se transmite ni, en definitiva, qué es. Las primeras víctimas, dicen los diarios de 1981, son hombres que tienen sexo con hombres y sufren un "raro tipo de cáncer". El virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) es descubierto dos años después, en 1983, en un laboratorio de París, mientras en Buenos Aires el Hospital Fernández registra los primeros casos del país. Un año después, un investigador llamado Robert Gallo descubre que el VIH es el virus que produce lo que ya se conocía como el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA).
Como no había pasado antes con ninguna epidemia, en los 80 y 90 fueron las personas infectadas las que pusieron el cuerpo para que los medicamentos se probaran y se sacaran al mercado: en Estados Unidos el activismo estuvo enfocado en la Federal Drug Administration (FDA), presionando para que se investigara en nuevas drogas. Desde el principio, el activismo global en torno al virus fue clave para que la investigación avanzara tanto y tan rápido y, a fines de los 90, con la aparición de la Terapia Antirretroviral de Gran Actividad (TARGA o HAART por sus siglas en inglés), que combina tres drogas, el VIH pasó de ser una infección mortal a un virus crónico, al menos para todas las personas que acceden a la medicación. El objetivo de la TARGA es lograr la supresión viral: bajar los niveles del virus en sangre hasta que se vuelvan indetectables. Y cuando es indetectable, el virus también es intransmisible.
Más acá en el tiempo, también mejoraron los métodos de prevención. Al uso de preservativo (que sigue siendo la mejor manera de prevenir la transmisión del VIH y otras ITS) se sumaron dos tratamientos: la profilaxis post exposición (PEP), un tratamiento antirretroviral de emergencia (lo ideal es comenzarlo antes de las 72 horas) que dura unas cuatro semanas, para personas que han estado en alguna situación de riesgo; y la profilaxis preexposición (PrEP), que consiste en la toma preventiva de medicación antirretroviral en personas que por distintas razones están expuestas al virus. En Argentina, el tratamiento de PEP ya está disponible y para este año la Dirección de Sida y ETS de la Secretaría de Salud prepara una primera experiencia piloto de PrEP con 500 personas que suelen estar expuestas al virus.
La última buena noticia en torno al virus llegó en marzo, cuando la revista científica Nature publicó el caso de un hombre VIH positivo que, después de un trasplante con células madre que recibió como tratamiento para un linfoma, no volvió a presentar niveles detectables del virus en la sangre. En 2009, otro hombre, conocido como "el paciente de Berlín", fue considerado la primera persona en curarse del VIH, después de un trasplante de médula por una leucemia, pero hasta ahora ese resultado no se había repetido.
En Argentina, el acceso a la medicación está garantizado en la Ley Nacional de Sida, que se sancionó en agosto de 1990. De eso pasaron ya casi 30 años y desde hace tiempo las organizaciones nucleadas en el Frente Nacional por la Salud de las personas con VIH reclaman una nueva ley de VIH, Hepatitis Virales e Infecciones de Transmisión Sexual que, entre otras cosas, contemple la situación de las personas nacidas con el virus (una población que en 1990 no se creía que existiría), sancione a las empresas que aplican análisis de VIH en los exámenes preocupacionales y reconozca los derechos de las poblaciones más vulnerables –trans, usuarios de sustancias psicoactivas, pueblos originarios, personas detenidas–. Las organizaciones también reclaman más esfuerzos en la prevención y advierten sobre el impacto que el recorte en el presupuesto de salud pueda tener sobre la vida de las personas VIH+, teniendo en cuenta que el 60% se atiende en el sistema público y que en enero de 2018 hubo demoras y faltantes en la entrega de medicación.
Pese a todo esto, vivir hoy con VIH es muy distinto a como era hace 20 o 30 años. No solo cambiaron los tratamientos y la calidad de vida de la población infectada; también se transformaron las relaciones personales y sociales alrededor del virus: para los adolescentes y jóvenes positivos, Instagram, Snapchat, Facebook y Twitter son otras instancias de activismo y visibilidad, y muchos pibes y pibas eligen "salir del clóset VIH" en algunos ámbitos y en otros no. Los que son totalmente visibles festejan en redes la indetectabilidad y la subida del conteo de linfocitos CD4 como se celebra un viaje o una graduación.
"Yo todavía no pude festejar la indetectabilidad", dice Emir Franco, de 27 años. Sabe que tiene VIH desde hace tres, cuando llegó a una guardia con 40 de fiebre después de meses de patear el testeo. Tenía 19 de CD4 (por debajo de 200, las defensas son tan bajas que el riesgo de infecciones oportunistas es muy alto) y una carga viral muy alta, lo que indicaba una infección por VIH bastante avanzada.
Emir vive en Pilar y trabaja en un laboratorio. Hace un año y medio se sumó a la Red Argentina de Jóvenes y Adolescentes Positivos (RAJAP), que nuclea a más de mil chicos y chicas sub 30 que viven con VIH en todo el país, y ahora es coordinador de la provincia de Buenos Aires. Nunca pensó que iba a ser activista. Ahora postea seguido en Facebook e Instagram sobre el tema, pero cuando se enteró de su diagnóstico pensó que nunca se lo iba a contar a nadie.
En los primeros tiempos del tratamiento, tomaba todas las pastillas rigurosamente. Un día se olvidó, después otro, después otro. "Siempre me costó seguir tratamientos. Cuando me empezaron a hacer efecto los antirretrovirales empecé a tener efectos secundarios que me jodían. Pedí que me cambiaran la medicación y me dijeron ‘hasta que no estés indetectable no’", cuenta. Por aquella ley sancionada en 1990, cualquier persona que vive con el virus puede retirar su medicación de forma gratuita una vez por mes (en el hospital, un centro de salud o una farmacia, según su cobertura médica) y en general, el infectólogo le entrega varias recetas con distintas fechas para que no tenga que volver al consultorio cada vez que necesita reponer las pastillas. Parece sencillo, pero lo que le pasa a Emir les pasa a muchos de sus pares de la red: la adherencia al tratamiento es uno de los temas más charlados en los grupos. "Muchos llegan a la indetectabilidad y después dicen ‘¿y ahora?; hago mi tratamiento para ser indetectable, pero una vez que llegué, ¿qué hago?’. Y ahí es cuando empiezan a flaquear por un tiempo, dejan, total estoy indetectable. Tomar la medicación, con sus efectos secundarios, es todo un tema, y a veces te querés tomar vacaciones", explica Emir.
"Muchas personas piensan que ahora te tomás una pastilla y ya está", dice Ivo Antao. Está sentado del otro lado de la mesa, frente a Emir, en la cocina diminuta del PH que comparte con una amiga en Parque Avellaneda. Ivo es flaco y enérgico, y mientras habla se arma un tabaco. Tiene 29 y también es coordinador de RAJAP. "Pero en realidad no es tan fácil. Adherir al tratamiento implica un montón de cosas: la relación que tengas con tu infectólogo, la bola que te puede llegar a dar, las instancias burocráticas en los distintos sistemas de salud, la cantidad de trámites que hay que hacer, si tenés un acompañamiento o no. Hay muchas razones por las que alguien puede dejar de tomar, no es tan sencilla la cosa." La visibilidad, el apoyo familiar, la chance de pedirse el día para ir a buscar las pastillas, la aceptación del diagnóstico, la plata que hay en el bolsillo para cargar la SUBE y moverse hasta el centro de salud, los efectos secundarios: los factores que influyen en la adherencia son varios; la relación con el médico es uno de los más importantes. Muchas veces los chicos dejan la medicación para rebelarse contra un infectólogo con el que no se entienden.
Después de su diagnóstico, Emir pensó: "No voy a coger nunca más". "Me duró un tiempo y después, obvio, no aguanté, a todos nos pasa", dice con una media sonrisa. El sexo aparece siempre en las charlas de la red: ¿se lo digo?, ¿no se lo digo?, ¿estoy obligado?, ¿en qué momento? Para Emir, la responsabilidad siempre es compartida, más allá de si lo cuenta o no, la elección de usar preservativo no tiene por qué recaer solo en la persona VIH+. A Ivo al principio le daba culpa acostarse con alguien y no contarle que tenía el virus, sentía que tenía la obligación de decirlo: "Para mí no fue fácil, lo viví con muchas dudas y temores sobre qué podía hacer, qué no podía hacer, un poco entran en juego el deseo y el miedo". Los miedos se mezclan: a morirse, a que la persona que te gusta no se banque la situación, a no ser deseado nunca más. "Algunos pares piensan que se van a morir y otros no", aclara Ivo, "pero muchos no saben cómo llevar adelante la vida, porque la realidad es que manejes información o no, estés empoderado o no, el estigma y la discriminación van a suceder. Sigue existiendo en nuestros espacios de estudio, en nuestras casas, nuestros vínculos familiares, en nuestros círculos de amigos y nuestras camas. Es algo que está todo el tiempo y que nos vuela la cabeza".
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Matías Chaves no tuvo que retirar ningún test . En el consultorio del Hospital Garrahan donde él se atendía desde siempre, su abuela, su pediatra y una psicóloga le contaron que eso con lo que vivía era VIH. Tenía 11 años y hacía un tiempo que había empezado a hacer preguntas: quería saber por qué tomaba 14 pastillas por día. Su abuela le decía que tenía que ver con la toxoplasmosis que había tenido cuando era chiquito.
En jerga médica, ese instante en el que un chico se entera de que vive con el virus desde que nació se llama "develamiento". Cuanto más tarde llegue, peor, porque ya hubo tiempo para que se arme prejuicios propios sobre el virus. "Para mí fue la peor noticia", dice Matías. "Creo que en ese momento hubiera preferido que me dijeran que tenía cáncer."
Entre los 8 y los 11 años el tratamiento era un martirio: las pastillas eran grandes y Matías no quería tomarlas porque le arruinaban el estómago. "Y después, con la adolescencia, viene el tema de cuidarte, no cuidarte, decirle a tu pareja, tomar alcohol o cuidar tu hígado", dice ahora, hablando de él pero también de otros.
En 2007 murió su abuela, que lo había criado. Matías tenía 15 años y la crisis fue tan grande que dejó el tratamiento durante siete años. Su papá nunca había estado para él y su mamá tampoco: Matías habla de "un tema de adicciones", pero nada más. Volvió a tomar la medicación a los 22, cuando supo que iba a tener una hija. Su novia Sol, que en ese momento tenía 18, también es positiva, pero su hija hoy vive sin el virus.
Durante un año y medio Matías tuvo buena adherencia, llegó a estar indetectable y después volvió a abandonar el tratamiento. Ahora, en un bar de Congreso, cuenta que hace unos meses fue a buscar unos estudios y se encontró con que estaba muy bajo de defensas y con la carga viral muy alta. "Me tengo que poner las pilas de vuelta", dice.
Matías se sumó a la red en 2015. Ahí conoció a otros chicos VIH+ y otros "vertis" (por verticales), como se llaman entre ellos quienes nacieron con el virus por transmisión perinatal. En los grupos vio que muchas de las cosas que le habían pasado, y que transitó solo en su adolescencia, también les habían pasado a otros: desde el miedo que tenían a que se enteraran sus compañeros en la escuela hasta las distintas técnicas para esconder una pastilla que no habían tomado. Entrar en la red lo decidió a hacerse visible, un poco por él y un poco por los otros que no pueden o no se animan. "Es un gran paso, porque te exponés ante todos: tu familia, tus amigos, las redes. De la visibilidad no se vuelve: una vez que sos visible recibís mucho apoyo, pero a la hora de encontrar una pareja que no sabe del tema, quizás te stalkea y vos capaz todavía no se lo contaste... En esas cosas a veces te juega en contra."
Cuando empezó a militar en RAJAP, Camila Arce tenía 16 años. Como Matías, vive con el virus desde que nació, pero a ella su mamá se lo contó a los 4 años, después de la muerte de su papá por una enfermedad asociada al sida. Ahora tiene 24 pero, cuando nació, los médicos les dijeron a sus viejos: "No se ilusionen". En esa época, nadie pensaba que un bebé con VIH podía sobrevivir hasta la adolescencia. Los primeros años tomó medicación de adultos fraccionada en dosis pediátricas (todavía hoy no hay presentación pediátrica de los antirretrovirales) y justo antes de entrar en primer grado empezó con el cóctel. Llegó a tomar 18 pastillas por día. Camila dice que nadie (salvo su mamá) apostó por ella: los vertis son una generación de sobrevivientes. Muchos de ellos perdieron a sus padres por el virus y todos llevan 15, 20, 30 años de tratamiento encima.
Cuando entró a RAJAP, Camila hablaba con sus compañeros de la cura, pero no de la "cura-cura", explica ahora, sino de la "cura social": vivir bien con VIH más allá del estigma es estar curado socialmente, pensaban. "A mí me convencía la idea, me parecía interesante pensarlo en esos términos", dice por teléfono desde Rosario, donde vive con su mamá y estudia Trabajo Social.
Por ese tiempo conoció a Antonella, una chica vertical de 15 años que estaba internada en un hospital de Paraná, Entre Ríos. Empezó a visitarla dos o tres veces por mes y se hicieron amigas. Antonella estaba sola, su mamá había muerto de sida hacía unos años. Estaba cansada y ya no quería tomar la medicación. Murió un tiempo después, y a Camila toda la idea de la "cura social" se le vino abajo. "Ahí entendí que nosotros estábamos bien pero que no todo el mundo podía, especialmente las personas que también habían nacido con el virus y tenían historias muy parecidas a las nuestras", explica. En ese momento era una de las coordinadoras nacionales de RAJAP y con sus compañeros armó una campaña con el lema "Los adolescentes que nacimos con VIH nos estamos extinguiendo". "Eso fue lo que pasó con Antonella y otros más", dice. "A muchos chicos les dijeron que no iban a poder y realmente no pudieron. Toda una vida con VIH es algo bastante traumático y muchos de nosotros perdimos a un familiar muy querido y seguimos acá sin saber hasta cuándo vamos a estar tomando pastillas. Por eso necesitamos militar otra cosa que no sea solo vivir, que sea la cura. No queremos pastillas toda la vida, porque cuando la gente se cansa, ¿qué pasa? ¿Se muere?"
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La primera vez que lo contacto , Lucas Fauno Gutiérrez me explica algunas cuestiones básicas. Lucas es activista y periodista y, además de escribir notas sobre VIH y diversidad, todos los jueves publica el cómic Bicho y yo en la agencia de noticias LGBTI Presentes. En el cómic, Lucas va siempre acompañado de un fantasmita oscuro, el bicho, y reproduce con humor las charlas que una persona VIH+ tiene cuando es visible.
"Hay términos muy sensibles", dice Lucas por WhatsApp, "y palabras que odiamos". Delinea algunas pautas rápidas: nada de "portador", ni "enfermos", ni "contagio", que el VIH no es un arma que se "porta", ni las personas que lo tienen en sangre están enfermas. VIH y sida no son sinónimos: si no es tratada y llega a un estado crítico, la infección por VIH se convierte en un síndrome (lo que se conoce como "estadío sida") que deja a la persona sin defensa y expuesta a enfermedades oportunistas. Tampoco se contagia como una gripe, las formas de transmisión son tres: sexual, perinatal y por contacto directo con sangre o secreciones corporales (no saliva, ni sudor) infectada. "Por eso hablamos siempre de transmisión y de personas que viven con el virus", explica con pasión didáctica.
No es por capricho, ni una mera cuestión técnica: es una batalla por el sentido. Es que lo que diferencia al VIH de otras infecciones de transmisión sexual como la sífilis, la gonorrea o la hepatitis B (que tampoco tiene cura aunque sí vacuna) es el estigma que todavía tiene asociado. "Lo que hoy sigue pasando es que, pese a la mejora en los tratamientos y en el acceso al diagnóstico, las personas con VIH siguen sufriendo estigma y discriminación porque hay muchas creencias sobre el virus que están socialmente arraigadas", dice unos días después Cecilia Valeriano, responsable del área de Jóvenes de la Fundación Huésped, en una oficina soleada de Almagro adonde no llega el ruido de la calle.
Algunas de esas creencias son que una persona con VIH no puede hacer ciertos trabajos, que debe "cuidar" al otro de no infectarse, que el VIH es algo que les pasa a los varones gays, las y los trabajadores sexuales y los presos. Ese, cree Valeriano, es uno de los principales mitos que hay que derribar: que existen ciertas "poblaciones" que están en riesgo. "El 98% de las infecciones se dan por relaciones sexuales, con lo cual todas las personas que tenemos relaciones sexuales tenemos posibilidad", explica. El mejor ejemplo es que en los últimos años, así como creció el diagnóstico entre adolescentes por la falta de uso de preservativo, también creció entre adultos mayores, un grupo que tradicionalmente se consideraba más "a salvo". Otro punto interesante, dice Valeriano, es lo que pasa con los varones heterosexuales, que son los que tienen los diagnósticos más tardíos, mucho más que las mujeres –que en general se testean durante el embarazo– y que los hombres gays.
Para Valeriano, que trabaja hace casi doce años en la promoción de programas de salud sexual reproductiva con adolescentes, a los chicos y chicas no les falta información: la mayoría sabe cómo se transmite el VIH y las infecciones y saben cómo evitar un embarazo. "Pero tener la información y modificar las prácticas son dos cosas distintas", explica. En ese punto es donde ella cree que, más importante que las campañas de prevención, es la implementación de la Ley de Educación Sexual Integral (ESI).
El VIH fue uno de los primeros temas en entrar en las escuelas como contenido de educación sexual, en la década del 90. En esa época el enfoque era el del riesgo: toda una generación fue educada en la idea del sexo como algo peligroso, más asociado al miedo que al placer. Las campañas de prevención de aquellos años tenían el mismo tono, con una retórica que conectaba las relaciones sexuales con la muerte, plagadas de metáforas bélicas en las que el virus era un monstruo a vencer. Valeriano piensa que ahí hace falta otra mirada y que esa nueva mirada ya está contemplada en la ESI, aunque muchas veces no se cumple. En esa nueva orientación, el VIH entra en la currícula como las otras infecciones de transmisión sexual pero ya no desde el miedo sino desde el cuidado, para que los adolescentes se cuiden no por temor, sino porque entienden la sexualidad como parte de una vida asociada al bienestar, el placer y el consentimiento. "La idea", explica Valeriano, "es que la información nos permita ejercer nuestros derechos y tomar mejores decisiones: ¿queremos cuidarnos? ¿Cómo negociamos el uso de preservativo con nuestras parejas? ¿Nos hacemos un test?".
El cuidado no es solo por el VIH: entre 2013 y 2017 el número de infecciones de sífilis se triplicó y, según informan desde la Dirección de Sida, ETS, Hepatitis y TBC, la mayoría de los casos se da en chicos y chicas de entre 15 y 24 años. Para Claudia Rodríguez, titular de la Dirección, "esto demuestra que aunque hagamos base en el uso del preservativo y los entreguemos, hay un mal uso o directamente un no uso". Rodríguez, pediatra especializada en infectología que hizo su carrera en el Hospital Argerich y fue nombrada en enero, resalta la importancia del uso de preservativo y los testeos, un punto clave en un país donde el 30% de los diagnósticos son tardíos.
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Cuando a Mariana Iacono su novio le dio una paliza y después "la convenció" de que tuvieran sexo sin preservativo, ella tenía 19 años y él, 27. Dice que lo sintió en el cuerpo enseguida y que todavía estaba desnuda cuando le preguntó: "¿Y si me contagiaste?". Él le dijo que entonces podrían irse a vivir juntos. Mariana se hizo el test y le dio positivo. Entonces pensó que se moría. Empezó a ir al gimnasio para ponerse fuerte y estuvo un año sin coger.
Era el año 2002, Argentina se prendía fuego y Mariana no tenía con quién hablar del tema, no conocía a nadie con VIH. En esos primeros años recorrió algunos grupos, pero en todos había personas más grandes, de 40 o 50 años, con historias de vida que no tenían nada que ver con la suya. Por eso en 2009, con un amigo, cofundó RAJAP.
Para ese momento, Mariana llevaba varios años en el activismo. Había empezado en 2005, dando un taller sobre prevención en el instituto donde estudiaba Trabajo Social. Un profesor la convenció y le dijo que tenía que prepararse porque algún día ella iba a hablar frente a mucha gente. Unos años después, viajaba por América Latina armando redes de jóvenes por todo el continente. Incluso vivió unos años en Puerto Rico.
Cuando empezó a activar, Mariana hablaba de prevención, de la diferencia entre VIH y sida, el repertorio con el que comienzan todos los activistas. Con los años, empezó a girar el enfoque de sus intervenciones: ahora prefiere hablar del derecho al placer y al deseo para las personas positivas, de machismo y de cómo la violencia de género hace a las mujeres más vulnerables al VIH.
En estos años, Mariana se cruzó con muchos varones que, ni bien supieron que ella tenía VIH, se alejaron. "Conocés a alguien, está todo bien y cuando saben que tenés VIH ya no quieren tener sexo. Pero ¿cómo? Si recién era Julia Roberts", dice con una carcajada. Cuenta la historia de un novio que no pudo superar el miedo: "Tuve una relación once meses donde no tuve sexo con penetración. Él tenía toda la información, la entendía, sus viejos eran psicólogos... pero no llegaba a concretar la penetración porque tenía pánico".
Varias veces estuvo en bolas con un pibe en la cama explicando qué es la carga viral, cómo se transmite el virus, qué significa ser indetectable. Dice que, cuando tenés VIH, es como que quedás en espera de lo que el otro disponga, porque tenés menos posibilidades en el mercado del sexo; y que eso pasa mucho más con las mujeres. "Escucho muchas veces decir él me acepta con esto que tengo, se arriesga a estar conmigo... y pienso noooo, chica, no es así", dice. Ella lo sabe bien, porque después del diagnóstico, estuvo diez años sin que le hicieran sexo oral.
Pero ahora las cosas para ella son distintas: tiene 36 años y espera su primera hija con Caio Mota, un comunicador social y periodista brasileño al que conoció en un viaje a Belo Horizonte, donde los dos participaron en un encuentro de activistas de temas de género. Después de vivir juntos un tiempo allá, ahora viven en la casa de Sarandí donde ella creció, porque su mamá está grande y no quisieron dejarla sola.
Mariana y Caio son una pareja serodiscordante: ella tiene el virus y él no. Cuando empezaron a estar juntos, él le dijo que quería informarse, y al principio tenían siempre "sexo con condón", como dice Mariana, en ese español acaramelado que no puede disimular.
Hace 16 años que está "indetectable": su carga viral es tan baja que no aparece en los análisis. Y cuando eso pasa, el virus se vuelve intransmisible. Por eso, después de un tiempo dejaron de usar preservativo y empezaron a buscar un bebé.
Se acercaron al área del Hospital Muñiz que trabaja con parejas serodiscordantes. "¿Vos sabés con quién te casaste?", le dijo a Caio la psicóloga que los recibió ni bien Mariana se presentó. "Se puso a hablar las mil maravillas de mí, como si yo fuera la Evita del VIH", cuenta ahora. Todo bien hasta que llegó la pregunta: ¿tienen sexo con preservativo? Caio dijo "no" y Mariana pasó, a ojos de la psicóloga, de Evita a demonio. "Se enfureció, nos dijo que en esas condiciones no nos iban a atender y que teníamos que hacer un acuerdo en que íbamos a usar preservativo y que íbamos a quedar embarazados por el protocolo de poner el semen en mi vagina con una jeringa. Entonces fui con mi infectólogo y le dije que así no". Tardaron dos años y perdieron dos embarazos en el medio, pero en febrero, cuando Mariana recibe a Rolling Stone en su casa de Avellaneda, está a dos meses de parir.
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Todos los días, a las 5 de la tarde , Pablo (a pedido de él no damos su nombre real) toma dos pastillas: Remivir y Virontar. Si está en el subte, las saca de su bolso y las baja con una botella de agua.
Nos encontramos en un bar de Almagro al que Pablo llega después de laburar: es un chico alto y flaco, de gestos suaves, con un bigote fino que le da un aire distinguido. Tiene 32 años y prefiere no publicar su apellido ni su foto. La visibilidad todavía para él es su privilegio del que no disfruta: sus amigos saben que tiene el virus, un par de compañeras de trabajo también, pero no sus jefes, ni su familia, ni sus contactos en redes sociales.
"Antes de mi diagnóstico el tema entre mis amigos estaba muy hablado", dice ahora, un año y medio después. "Siempre se hablaba de manera muy liviana, hacíamos chistes sobre gente de la noche que sabíamos que eran positivos, una especie de chiste extraño, morboso... estábamos mal informados, ahora me doy cuenta." Él, especialmente, sabía mucho menos de lo que creía. "Yo soy de Luján, vine a Buenos Aires a los 26 y acá empecé a tener una vida sexual más activa, con otros chicos. Hasta ese momento había vivido con una madre muy religiosa, criada en colegio de monjas, fui a una escuela católica y crecí en un pueblo donde ser afeminado era un estigma, entonces vengo de una formación muy pobre en términos de educación sexual, y esto se traslada a mis vínculos. El VIH era un tema que estaba ahí pero yo pensaba que cuidarse era usar preservativo y nada más, nunca se me ocurrió que con sexo oral también me podía infectar."
Un año antes de su testeo, había tenido sífilis. La experiencia había sido algo traumática y ahora algunos de los síntomas habían vuelto. Por eso decidió testearse. Como es monotributista y nunca dio de alta su obra social, necesitaba ir a un centro público. Una amiga le habló del CESAC (Centro de Salud y Acción Comunitario) en Bonpland y Córdoba, donde sabía que podía hacerse el test rápido de venéreas y de VIH gratis y sin orden médica. Ahí lo atendió un enfermero grandote y chistoso, que después supo que se llamaba Dante.
–¿Qué anduviste haciendo? ¿Te mandaste una macana? –le preguntó.
A Pablo no le dio gracia, le pareció grosero y un poco desubicado. Le sacaron unas gotas de sangre y le pidieron que esperara afuera. Al rato, Dante volvió y lo hizo pasar a un consultorio.
–Sentate que hay malas noticias.
Dante le explicó que el test había dado positivo y que el protocolo indicaba hacer un ELISA para confirmar el diagnóstico. Le contó que él también era positivo, que no pasaba nada, que ahora con el tratamiento todo era más fácil, no como antes, no como en los 90, cuando él se infectó y los tratamientos eran más jodidos. En ese momento Pablo entendió que antes Dante intentaba generar confianza por si llegaba a hacer falta.
Los días siguientes se sintió corrido de eje, extrañado, como mirando la película de otra persona. "Es raro", dice. "Hacía semanas que yo maquinaba con el tema, pensando que podía pasar. No fue una escena dramática, ni un gran llanto, ni un ‘me voy a morir’, sino que yo miraba a mi alrededor, veía todo como siempre y pensaba ‘ah, está esto’, por el VIH. Enseguida pensé en ‘para siempre’, como cuando te hacés un tatuaje".
A fines del año pasado, Dante lo invitó a una reunión de personas VIH positivas en el jardín del CESAC. Ese encuentro informal, con hamburguesas a la parrilla, fue la primera vez que él se encontró con otras personas que tienen el virus. Era un grupo heterogéneo: mujeres y hombres hétero y gays, trabajadores, algunos con hijos, otros que podrían ser sus abuelos. Le gustó conocer historias distintas a las de él y sus conocidos. "Hay algo que pasa mucho en el mundo homosexual y es que pensamos que esto es nuestro, que es re de los putos porque cogemos un montón", dice.
Pablo cuenta que le costó volver a estar con un chico. Tuvo algunas historias de una noche, un par de matchs en Grindr pero nada más. Un año y medio después del diagnóstico, todavía no le encuentra la vuelta al sexo siendo positivo, aunque lleve más de un año indetectable. "Me da un poco de paja toda esa cosa de ‘¿qué tengo que hacer?’, ‘¿le tengo que decir?’", reconoce. "A las personas con las que tuve sexo casual no les conté, no creo que sea una obligación, pero ese pensamiento se me vuelve contradicción cuando siento que voy a conocer a alguien que me interesaría que sea para algo más. Hace poco conocí a un chico que me gusta, y todavía no sabe. Y me pregunto: ¿es ahora? ¿Es en el momento en que nos vayamos a sacar la ropa? ¿Es antes?"
Empezar el tratamiento fue más difícil de lo que pensaba: el día que a las 5 de la tarde tomó las primeras pastillas, de repente todas esas fantasías y elucubraciones sobre el virus se habían hecho realidad. "Esa fue una semana medio triste, yo estaba con mucho trabajo y tomar la pastilla por primera vez fue un tema. Me sentía derrotado. De mi grupo de amigos en ese momento yo era el chico más lento de todos, el que nunca estaba todo el tiempo teniendo sexo, no me iba todas las noches con un pibe, y había algo ahí, un pensamiento muy boludo de ¿a mí me viene a pasar esto? ¿A mí, que no cojo casi nunca? Sentía que la vida estaba complotada contra mí."
Ahora, un año y medio después, es más bueno con él mismo: piensa en el VIH como algo más con lo que tiene que convivir. "Me siento mejor y no es un tema protagónico en mi vida. Me cuesta categorizarlo, decir ‘soy positivo’, y tengo otros temas personales muchos más relevantes que el HIV, no es algo que me defina. Pero sí estoy en desacuerdo con eso de que es como ser diabético. Mmmmm, la verdad que no: hay otro estigma, otra mirada sobre el tema. No quiero sonar dramático, pero realmente el común de la gente todavía piensa que somos personas peligrosas. Nadie dice eso de alguien que tiene diabetes."
***
Mariana se enteró de su embarazo en Paraguay. Había pasado unos días con amigos en las Cataratas del Iguazú y estaba en Ciudad del Este cuando se hizo el test. Caio estaba lejos, ella viajaba con tres amigos, y se tomó un colectivo hasta Asunción para hacerse una ecografía. Después de dos abortos espontáneos, quería estar segura. Además, ya tenía turno con el médico para unas semanas más tarde: después de varios años probando, el ginecólogo les había dicho que no podía quedar embarazada de manera natural. Sin embargo, ahí estaba: podía verlo en la pantalla del ecógrafo.
Primero pensaron en parir en Manaos, en el Amazonas, donde planean vivir algún día. Pero no consiguieron obstetra que los convenciera y les dio miedo que Jair Bolsonaro, el nuevo presidente de Brasil, retirase la atención médica a extranjeros, entonces se decidieron por Argentina. Si iba a ser acá, Mariana quería parir en La Boca, en el Hospital Argerich, donde nació. Hasta ese momento le había costado encontrar un obstetra con el que se sintiera cómoda y a los temores que tienen todas las mujeres que van a parir, a ella se le sumaban otros, como que la discriminaran si se encontraba con un equipo médico que no la conocía, o que le hicieran una cesárea evitable, solo por el hecho de ser VIH+. Como activista, Mariana tiene todavía mucha más información que otras mujeres: así como sabía que no había riesgo de transmisión teniendo sexo sin preservativo, también sabe que con carga viral indetectable –como es su caso– no hay obstáculos infectológicos para un parto vaginal, pero muchas veces, por temor y falta de formación, los médicos optan directamente por una cesárea.
Es que ahora, a diferencia de lo que pasaba a principios de los 90, cuando nacieron Camila y Matías, el protocolo para prevenir la transmisión perinatal tiene estándares más claros: el riesgo de infección del bebé crece cuanto más alta sea la carga viral de la gestante. Los recién nacidos, además, reciben jarabe de AZT. En mujeres con buena adherencia durante el embarazo, carga viral indetectable y controles prenatales, las posibilidades de transmisión perinatal son casi nulas. En cambio, en las mujeres que se diagnostican en el embarazo, la carrera para bajar la carga viral es contrarreloj; cuanto antes se controle el virus, más chances hay de evitar la transmisión durante el parto, que es cuando se da la mayor parte de las infecciones en bebés. De hecho, la transmisión vertical está directamente relacionada con el diagnóstico tardío, y representa el 2% de las infecciones en Argentina: hoy, de cada 100 mujeres positivas embarazadas, nacen 4,1 bebés VIH+.
Durante su embarazo, Mariana escribió mucho sobre el tema: en la revista guatemalteca Nómada publicó varias notas en primera persona sobre cómo es estar embarazada teniendo VIH, y cuáles son las opciones para parir de las mujeres positivas. Desde que dejó RAJAP, cuando cumplió 30, Mariana se sumó a la Comunidad Internacional de Mujeres Viviendo con VIH (ICW por sus siglas en inglés) y se enfocó en militar el derecho de las mujeres positivas al placer y a decidir: con quién quieren tener sexo, a quién le cuentan su diagnóstico, cómo quieren parir.
En las fotos que acompañan las notas, ella está en el patio de su casa, una pequeña jungla conurbana, con la panza enorme al aire y el pelo negro suelto; o desnuda y brillante bajo el agua de la ducha. Por cómo contrasta con las históricas fotos que siempre se usaron para retratar la vida con el virus –las pastillas, la sangre, la delgadez–, su imagen de amazona también es un mensaje: una vida con VIH es mucho más que una vida atada a la medicación. Se puede vivir con VIH sonriente, desnuda y al sol.
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