Vietnam: un país y dos hijos se unen para honrar a un cronista caído en la guerra
Una densa niebla nos acompaña en nuestros primeros pasos en Hanoi. El calor y la humedad son constantes, por momentos como lluvia y de a ratos no, pero manteniendo un mismo halo envolvente y pegajoso. El fin de la noche de 30 horas de vuelo a contramano del giro solar, que roba un día al calendario, se vislumbra apenas con la tibia claridad de las calles de la capital vietnamita, tan atestadas como la cabina del avión.
La sensación de duermevela que le sigue al viaje hace aún más irreal un hecho que todavía creemos a medias: estamos en Vietnam y visitaremos en unos días el lugar donde hace 50 años Ignacio Ezcurra, mi padre, llegó como corresponsal de LA NACION a buscar otra de sus notas, la de una guerra tan insensata como todas, y le puso a esta historia su propio nombre. El 8 próximo, estaremos en Cholón, barrio ahora integrado a Saigón, donde se lo vio por última vez y donde suponemos que sus huesos yacen en alguna fosa común.
Llevamos el recuerdo de los hermanos de Ignacio, que juntos fueron para nosotros mucho más que un solo padre.
A mi hermano Juan Ignacio y a mí, que apenas habíamos nacido, nos siguió siempre el efecto de ese último gesto. '¿Ezcurra? ¿Como el periodista que murió en Vietnam?'', era una señal de orientación en la maraña de una prolífica familia. Hasta Vietnam es el título del libro que recopila sus notas y fotos.
Si ese hecho final fue el legado de nuestro padre, que lo asumiéramos con orgullo, sin alharaca ni sentimentalismo, es una impronta que heredamos de mamá.
Con los años fuimos agregando matices a una imagen paterna que, como las del archivo de su obra, era en blanco y negro. En mis años de periodismo conocí por relatos y emociones compartidas de amigos la zozobra de su desaparición, que, descripta por uno de ellos, Bartolomé de Vedia, 'no fue el rayo fulminante que ciega y paraliza: fue la larga agonía de una serie de noches, la tensa vigilia de los suyos y de sus compañeros de Redacción mientras el último hilo de esperanza se iba debilitando y un enjambre de cables y fotografías borrosas traían desde lejos su carga de malos presagios".
El tiempo también nos pintó con claroscuros al viajero desprevenido que había recorrido América y todo el país a dedo, al curioso insaciable, al tesón sin límites que le permitía entrevistar a Martin Luther King después de meses de seguirlo o que lo dejaba en vilo luego de vender sangre para pagar el ingreso en una frontera, a quien ya veía fotográficamente antes de que Sara Facio le recomendara su primera cámara, que aún conservamos.
Sus últimos años como cronista de LA NACION fueron intensos: en 1967 viajó a cubrir los conflictos raciales en Estados Unidos. Al año siguiente, partió hacia Vietnam para escribir sobre la guerra hasta su desaparición, el 8 de mayo de 1968.
No llegó a saber sobre la muerte de Ho Chi Minh, al año siguiente; la firma de tratados de paz, en 1973; ni dos años después, el día que marcó el inicio de la Vietnam actual, lo que los manuales llaman la "Caída de Saigón" y aquí, mañana, celebran como la Reunificación. Imposible no notar esta fiesta: en Hanoi, banderas rojas con la cruz amarilla brotan como ramos de cada casa, puesto, balcón o poste. Forman un friso monocromático y mudo sobre el bullicio variopinto de sus calles, que contienen la paleta infinita de la vida expuesta sin remilgos. Una metáfora fiel de la política que marca el ritmo y una melodía que mueve velozmente la economía.
Su imagen, la del periodista absoluto, continuará siempre alerta, siempre activa, siempre impregnada de tensa juventud. -escribió sobre mi padre, en 1970, Manucho Mujica Lainez-. No conocerá la bonanza de los años altos, pero no sabrá su melancolía. Y su clara sonrisa seguirá siendo invulnerable". Pero nosotros hace tiempo pasamos la edad que él tenía al morir, 28, y lo interpretamos más cerca de los padres en que nos convertimos que de los hijos que dejó.
Así fue como nos animamos a pensar en venir a Vietnam. En nuestra mezquina visión personal, no era un país, ni siquiera una guerra. Era la tumba que todavía guarda sus restos, que nunca fueron encontrados, era interpelar su decisión de asumir riesgos, era palpar la herida de desgarro que provocó a quienes lo querían.
Por eso fue una idea incómoda antes de ser un plan concreto. Seguiría siéndolo si no hubieran sucedido tantas casualidades que preferimos disimular antes de abandonarnos a la credulidad temeraria. Pero lo cierto es que la conversación insistente que había empezado hace un año comenzó a encauzarse cuando mi hija Teresa nos hizo notar la coincidencia de este año con el aniversario redondo de su desaparición, 50. El almanaque le dio el primer envión hacia la realidad, si esto es tal.
Le pusimos un condicionante exagerado: que una visita al Museo de los Restos de la Guerra de Saigón nos permitiera incluir a Ignacio en el listado de fotógrafos muertos, donde sabíamos por testimonios de viajeros que no figuraba. No encontrábamos la punta al ovillo sobre cómo iniciar esa gestión cuando, cerca de Navidad, escribí a la representación argentina en Hanoi. A las dos horas abrí la respuesta encabezada con la desconcertante frase de: "Mirá el mail que llegó a la embajada". El sorprendido era el cónsul Francisco Lobo, quien el mismo día -sí, exactamente el mismo día- había recibido del embajador, Juan Valle, un mensaje por WhatsApp con el pedido urgente de averiguar más sobre la foto que le enviaba de la calle Martín y Omar, en San Isidro, donde hay una placa que recuerda que allí nació Ignacio Ezcurra y la mención de Vietnam. El diplomático informaba que indagaría más sobre el caso y que al regreso iniciaría las conversaciones con el museo de Saigón, que le costaba creer todo esto.
Decisiones
El primer contacto empezó ante una actitud desconfiada de los representantes del museo. Era el único argentino, el único latinoamericano y no tenían registro alguno del caso. Había que probarlo, algo que hicimos rápidamente y la actitud se invirtió completamente: hoy son los vietnamitas los principales promotores no solo de sumarlo a la memoria, sino de rendirle un homenaje en ese lugar junto a veteranos de guerra, exponiendo su foto, biografía, el libro con algunos pasajes traducidos al idioma local y algún objeto que quisiéramos donar.
Eso nos puso frente a la decisión de si dejar la cámara de fotos Pentax, que fue y volvió de la guerra, igual que la máquina de escribir Lettera. Dudábamos. Últimamente, eso precede momentos extraños. En marzo, visitando la Biblioteca Nacional junto a otros invitados, reencontré casualmente a Abel Alexander, historiador de la Fototeca, que fue quien tomó a su cargo hace unos diez años la donación que mi madre, Inés Lynch, hizo del archivo fotográfico de Ignacio. 'Tanto tiempo -saludó-, justo estamos planeando una muestra de tu papá para fin de año''. Le pregunté si era por el aniversario y abrió los ojos como platos: no lo había relacionado con la fecha. Le comenté lo de la cámara y saltó: la cámara no, nunca, pero sí puede la Fototeca donar archivos en alta definición de fotos sacadas por Ignacio para el fondo del museo.
Así que llevaremos los DVD con una carta de Alberto Manguel, director de la Biblioteca Nacional, y ofrecimos la Lettera junto a textos que revelen la visión doliente que ya entonces tenía de esa guerra. Mientras, la Pentax viene también, pero será con mi hija Luisa, que en paralelo a su carrera de Arquitectura estudió fotografía. Que la lleva a todos lados y cuyo lente ha forjado su mirada atenta y cándida.
Nuestra tierra está llena de muertos -me dijo antes de viajar en Buenos Aires el embajador vietnamita, Dzung Dang-, de nuestro pueblo y extranjeros. Honramos a nuestros ancestros y es importante que ustedes y todos quienes perdieron a alguien, no importa por qué, lo hagan también. Sean bienvenidos''.
La pasión por el periodismo
Ignacio Ezcurra nació en San Isidro en 1939. Se recibió de bachiller en 1956 en el colegio El Salvador. Poco después, empezó la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA) e ingresó a LA NACION en la sección Avisos Clasificados. En 1958, junto a dos amigos, viajó a dedo por Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, México y Estados Unidos. Allí, en 1960, estudió periodismo en la Universidad de Missouri, gracias a una beca.
Al regresar al país, en 1961, hizo el servicio militar y fue enviado por la Secretaría de Cultura de la Nación y el Instituto Di Tella a recorrer más de 60 ciudades del interior para ofrecer espectáculos audiovisuales y películas documentales. Un año después, se reincorporó a LA NACION como cronista volante e ingresó a las carreras de Sociología e Historia en la UBA. También trabajó asiduamente como fotógrafo.
En este diario escribió en las secciones Un rostro en siete días y Visiones de América. Además, publicó artículos en las revistas Atlántica, Vea y lea, El reflector, Cristina, Autoclub y La chacra. En 1965 se casó con Inés Lynch. Ese mismo año, invitado por la embajada de Siria, visitó Medio Oriente.
Dos años después, fue enviado a los Estados Unidos para cubrir los conflictos raciales. Allí entrevistó a Robert Kennedy y Martin Luther King. Al año siguiente partió a Vietnam como correponsal de guerra. Desapareció en Saigón el 8 de mayo.
La autora trabajó en LA NACION desde 1987 a 2001