Son las 10.15. El cielo está despejado y el sol brilla sobre la villa 21-24, en el barrio porteño de Barracas. A lo lejos, se ve un grupo de agentes de la Policía Federal que camina hacia la villa. Cruzan el Riachuelo desde la provincia hacia la Ciudad a través de un puente ferroviario sin nombre que está apoyado sobre unas columnas de madera gruesa, aunque ya carcomidas por el tiempo y el agua contaminada.
Los agentes avanzan a paso lento. Están vestidos de negro, de pies a cabeza, desde los borceguíes hasta la remera de manga corta que llevan bien acomodada adentro del pantalón. "Ya viene, ya viene", dice el agente Silva, un hombre corpulento, cuya sola presencia y el movimiento lateral de sus brazos bastan para correr todo lo que se encuentra sobre las vías hundidas del tren, que durante el día son transitadas como cualquier otra calle de la 21-24.
Pasaron 15 minutos. Desde una zona arbolada al otro lado del Riachuelo, la bocina de una enorme locomotora con una veintena de vagones acoplados destruye el silencio de la mañana y espanta a los pájaros que se escondían entre las ramas. Entonces, ya con el tren de carga a sus espaldas, los agentes de la federal se ponen más insistentes. Quieren que la gente despeje la zona, que se hagan a un lado, como si ellos fueran los custodios de una bestia que podría destrozar el barrio.
Dos días atrás, a las 11, Ramona Ayala, de 32 años, se encontraba con su marido arreglando las rejas que protegen la puerta de su casa, en la villa 21-24. La construcción angosta de tres pisos en la que vive junto a su familia está a un metro de los rieles por donde pasa dos veces al día, de lunes a viernes, el tren de la empresa Ferrosur Roca S.A, una empresa que transporta cargas pesadas, en su gran mayoría minerales y materiales para la construcción.
"Cuando pasa el tren parece como si se hundiera el suelo", describió Ayala, que sonreía al decirlo porque su situación y la de todos los vecinos que viven al borde de las vías es tan particular que el relato sonaba absurdo.
"Vibra toda la casa como si fuera un terremoto, es impresionante, se te mueve la cama de lugar. Pero bueno, es donde podemos vivir, aunque sabemos que es un peligro porque acá juega mi nene de nueve años y se mueve la gente del barrio", agregó Ayala, que luego apuntó su dedo índice hacia un poste de luz que está al lado de su casa: "A este poste se lo llevó puesto el tren hace un tiempo y ahora lo corrieron un poco, pero imagínate lo que fue ese día", agregó.
El tendido eléctrico de la villa está hecho de una maraña de cables que va en todas las direcciones y cuelga apenas por encima de donde pasan los vagones del tren. Hay una escena que no sucedió pero que es fácil de imaginar. Si esa mole de hierro se enganchara con los cables, podría llevarse parte del barrio a cuestas.
Ferrosur Roca está controlada por la cementera Loma Negra y opera en la línea del Ferrocarril Roca, que fue construida a mediados del siglo XIX, es decir, se construyó casi un siglo antes de que se montara una villa alrededor de esos terrenos. La empresa tiene la concesión de esas vías desde 1993 y hasta el 2023. LA NACION intentó comunicarse con la empresa en repetidas oportunidades, pero prefirieron no dar ningún tipo de declaración sobre la situación en la 21-24. Según el Ministerio de Transporte de la Nación, el mantenimiento de esas vías es responsabilidad de la empresa.
Algunos tramos de las vías están partidos, hundidos en la tierra o tapados de basura. Cuando el tren recorre las 10 cuadras que van desde el Riachuelo hasta que sale de la villa, es común que se descarrile. Hay casas que llevan en el frente la marca de la locomotora, que alguna mañana se descarriló y fue a parar sobre la casilla de un vecino que no se derrumbó de milagro, aunque aún se ven las heridas en el cemento que les recuerdan a todos los riesgos de este sinsentido urbano.
Mientras Ayala seguía su relato, se acercó Lautaro Maidana, de 28 años, con su bebé en brazos. "¿Quiénes son ustedes?", preguntó Maidana, que tenía mucho para contar. Él es empleado de Ferrosur Roca y vive desde que nació en la villa 21-24. Su tarea consiste en limpiar las vías del tren. Es decir, quitar los escombros que los vecinos dejan en la puerta de sus casas, la basura o cualquier otro obstáculo que pueda sacar al tren de su curso para convertirlo en una aplanadora.
"Es complicada la situación. Por ahora el tren no mató a nadie, por suerte. Los vecinos ya lo conocen, pero, aún así, hay muchos que dejan materiales para la construcción o colchones sobre las vías y eso es muy peligroso. Yo les pido, les pido, pero a veces no hay caso", se lamentaba Maidana.
Y a esto se le suma otro problema. Muchos usan al tren como si fuera un enorme tacho de basura rodante. Cuando la máquina desfila lentamente por el corredor angosto que se formó con los años, los vecinos tiran la basura desde la terraza o las ventanas de sus casas hacia los vagones, que son enormes rectángulos metálicos que están al descubierto. De pronto, contaba Maidana, vuelan bolsas de consorcio llenas de residuos que, muchas veces, terminan al costado de la vía y el tren las aplasta.
Pero un descarrilamiento no es una mala noticia para todos. Cristina Gamarra, de 45 años, vive en la manzana 22 de la 21-24, frente a las vías del tren. Esa mañana caminaba junto a su hija, Naomi, de un año y medio. Decía, al igual que todos ahí, que le vibra la casa cuando pasa la formación y siempre está el temor a que descarrile y se les caiga encima. Pero, agregó, cuando la formación se detiene por algún motivo, muchos aprovechan para robarse la carga que llevan los vagones. "A veces descarrila y a veces lo hacen frenar apropósito. Como lleva materiales para la construcción, la carga acá es muy valiosa", dijo con cierta indignación.
En esta villa porteña, que es la más grande de la Ciudad, viven 51.000 personas. Actualmente se encuentra en ejecución un programa para mejorar la calidad de vida de los vecinos del barrio que se encuentran a la vera del Riachuelo que, según el Instituto de la Vivienda de la Ciudad (IVC), tienen la prioridad para ser relocalizados. Al día de la fecha, el IVC construyó 915 viviendas, y llevó adelante la relocalización de 595 familias. Sin embargo, aún no hay ningún proyecto para mudar a los vecinos que se encuentran al costado de las vías, que viven expuestos al peligro diario que el tren representa.
El relato que hicieron los vecinos dos días atrás ahora se hace tan real que todos deben pegar el cuerpo a las paredes de las casas para no ser atropellados. Ya son las 10.40 y como todos los días de la semana el estruendo de los bocinazos despierta a los que aún dormían y anticipa el paso del tren. La formación avanza y atraviesa el paso a nivel que está a la altura de la calle Osvaldo Cruz. A partir de ahí, los agentes corpulentos de la federal abandonan su custodia y dejan que la bestia de hierro siga su curso. Que no haya un auto, una moto o una persona en las vías, pasa a ser responsabilidad de los vecinos.
Y más adelante, todo empeora. Las vías están apenas inundadas por residuos cloacales y el agua que se usó para limpiar los pisos y las minúsculas veredas. Acá, a unos 500 metros de Osvaldo Cruz, el tren circula a unos 15 kilómetros por hora y pasa a centímetros de las casas. De hecho, es tan fino el margen que la locomotora y sus vagones encajan perfecto en este pasillo de la 21-24, como si todo se tratara de una obra precisa, de un espacio hecho a medida. Apenas unos minutos después, el peligro se fue. El estruendo de la bocina ahora parece lejano y las casas están quietas. Los vecinos reabrieron las puertas, el día continúa.
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