Viaje al corazón del vino
De la mano de Saint Felicien, la visita a dos de los chateaux que Domaines Barons de Rothschild Lafite, el viñedo y bodega más importante de Francia, tiene en Bordeaux, es una experiencia única y más aún si el guía del recorrido es Charles Chevallier, quien fue director técnico por 33 años y ahora es embajador mundial
Día 1: Chateau Rieussec
Llegó la hora de una de las ciudades más famosas del mundo por su vino. Se trata, para nosotros, de uno de los objetivos principales de este viaje por el país galo: conocer dos de los cuatro châteaux que Domaines Barons de Rothschild Lafite tiene en esta región de estadísticas escalofriantes: se dice que acá hay 14.000 productores de vino, 118.000 hectáreas de viñedos, 400 “négociants” (quienes tienen licencia para comercializar las preciadas botellas) y un volumen de negocio de 14.500 millones de euros. No por nada la industria vitivinícola es la segunda en importancia del país, detrás de la aeronáutica.
El día empieza muy temprano con Michel Négrier, director de exportaciones de DBR Lafite y pieza fuerte en las cartas que la compañía juega en mercados emergentes como el indio, el tailandés o el chino, interesados recientes en el amplio y complejo universo del vino. Vamos conversando plácidamente camino de Château Rieussec, bodega situada en el corazón de Sauternes, nombre del vino dulce que se elabora en la zona.
Allí nos recibe Charles Chevallier, un viejo lobo de la industria: fue durante 33 años el director técnico de DBR Lafite y en febrero le cedió su lugar a Éric Kohler para convertirse en el embajador mundial de la firma, tarea que lo hará sobrevolar las 1.200 hectáreas de viñedo que tienen alrededor del globo, en Argentina -donde fundaron, en 1999, la bodega Caro en sociedad con Catena Zapata-, Chile, Francia -Bordeaux y Languedoc- y China.
Siempre con una sonrisa, Chevallier representa el anfitrión perfecto. Su facha de paisano sabio y conocedor eterno de la vid se trasluce en su manera de narrar la historia de la tierra que pisamos y que linda con la de Château d’Yquem, otro emblema de la zona. Con él paseamos por las viñas de sémillon, sauvignon blanc y muscadelle que están a punto de ser cosechadas minuciosamente y que componen el blend de las dos etiquetas que se elaboran acá: Château Rieussec (un “premier cru classé”, según la célebre clasificación que Napoleón III estableció en 1855) y Carmes de Rieussec, el “pequeño vino”, el hermano menor.
Después del recorrido con un clima ideal: cielo azul y una leve brisa, visitamos las instalaciones de la bodega, ubicada en una vieja iglesia, y conocemos, pasmados, algo así como un diminuto museo subterráneo que funciona como cava privada y biblioteca en la que descansan ejemplares de todas las cosechas del Château, empezando por muchos, muchos años atrás. Las paredes nos muestran infinidad de botellas con tonalidades color durazno, pomelo, damasco, maracuyá y limón, sutiles amarillos y naranjas dialogando en silencio hacia el descorche que los saque del ostracismo.
La instancia más esperada de la visita es la degustación, guiada por don Chevallier, a quien rápidamente bautizamos “Carlitos Caballero”. Probamos una botella de Carmes de Rieussec 2015, aún en sutil evolución, y dos Château Rieussec: uno 2015 y otro 2005 que nos quita el suspiro. Si bien, al decir del embajador, el Sauternes es “un vino indestructible que resiste más que ninguno el paso del tiempo”, éste parece estar en su mejor momento, ahí radica su seductora elegancia, su poder de adaptación. Nuestro prestigioso guía recuerda, emocionado, cuando probó un Sauternes ¡de 1859! y aconseja: “el buen vino es para los pacientes”.
Vale la pena recordar que las uvas con las que se hace este vinazo están afectadas por el hongo de la botrytis, también conocido como “podredumbre noble” porque, al revés de lo que sucedería con otras cepas, en este caso el proceso no es sólo benévolo sino también necesario para lograr tanta concentración de azúcar, lo que termina generando un producto suave e intenso a la vez al que quizá el paladar argentino todavía no está muy acostumbrado.
Día 2: Chateau L´Evangile
La segunda parte del periplo por Bordeaux nos lleva al día siguiente a pasear por el adorable pueblo de Saint-Émilion, declarado Patrimonio de la Humanidad y cuna, además, de algunas de las mejores botellas del planeta. Allí, para que se den una idea, los romanos plantaron viñedos en el siglo II antes de Cristo y fueron unos monjes bretones los que empezaron la producción comercial de vino en la zona. Los paisajes quebradizos y de gran luminosidad remiten por momentos a la Toscana.
Almorzamos frugalmente en la plaza después de recorrer callecitas que suben y bajan y que contienen decenas de comercios que se dedican, por supuesto, al vino y sus adyacencias. Bebemos Merlot orgánico de pequeños productores locales -el Merlot es una de las tres cepas que se plantan acá, junto al Cabernet Franc y el Cabernet Sauvignon- y lo maridamos con “foie gras poêlé”, algo así como hígado a la sartén, junto a una confitura ácida de ciruela.
“Panza llena, corazón contento”, como dice la expresión popular, estamos listos para continuar con el recorrido. A la tarde nos toca cambiar de terruño y visitar Pomerol de la mano del experto Charles Chevallier, quien insiste, camino al Château L’Évangile, que en Francia “el vino es cultura y se toma desde niños, por eso no se lo considera ‘alcohol’”. Mientras nos acercamos a nuestro próximo destino, él nos cuenta que el secreto de DBR es el suelo y que no hay como las tres “b”: buena mesa, buenos vinos y buenos amigos; al tiempo que nos desasna al explicarnos que el término “château”, referido al vino, no significa necesariamente la presencia de un castillo sino el hecho de tener un viñedo y encarar allí, in situ, la producción y el embotellado.
Desembarcados en la imponente bodega, vecina de otros monstruos como Pétrus y Cheval Blanc, conversamos de climas, de añadas, de suelos y de otras yerbas mientras caminamos entre las vides de Merlot y Cabernet Franc, el blend que hace de las dos etiquetas que se producen aquí -Château L’Évangile y Blason- algo único y tradicional.
Otra vez, el pico álgido del tour es la degustación, liderada por Chevallier. En esta ocasión nos toca probar dos versiones del gran vino (2008 y 2013) y una versión del “petit vin”, cosecha 2013. Notamos el paso por madera en toneles que produce la propia tonelería de DBR -cinco artesanos fabrican 2.000 toneles por año -y, a su vez, una marcada intención frutal que llena la boca sin jamás llegar a invadirla. Son vinos sedosos y amables que garantizan una guarda excelente.
A modo de cierre de otra gran jornada en terruños centenarios, comemos en la mítica Brasserie Bordelaise. Se trata de una taberna aggiornada que se ubica en el centro histórico de la ciudad y que ofrece una copiosa carta de vinos de 800 referencias. Probamos ostras de Cap Ferrat y de Charente, una ensalada con cinco variedades de tomates (el verde es asombroso: ¡parece kiwi!) y un platazo de jamón negro de Bigorre, otro producto que cuenta con apelación AOC.
Para mimar el paladar, descorchamos un Château Latour-Martillac 2012 (un blanco delicioso que huele a pólvora), un Château La Croix Lartigue 2009 y un Château de Pez 2010. Luego de tantos castillos, el festejo final tiene lugar en la barra, donde brindamos por la nueva cosecha de DBR empuñando una copa de Armagnac Darroze cosecha ‘93. ¡Santé!
El gran dato
Para quienes deseen vivir esta experiencia de conocer de cerca las viñas y las bodegas de , se puede acceder a una cita previamente solicitada por mail para visitar el lugar ( visites@lafite.com ), el recorrido es en francés o inglés, exclusivamente en días de semana y en un horario restringido. Incluye una degustación luego del paso por las instalaciones técnicas.
LA NACIONTemas
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