
Viaje a la caldera de un volcán. Fumarolas, lagunas cristalinas, flamencos y resabios de un planeta primitivo
El Galán, en la Puna catamarqueña, está a 4700 metros sobre el nivel del mar y es hogar de microorganismos similares a los que generaron las condiciones para la vida en el planeta
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EL PEÑÓN, Catamarca.- Para aclimatarse a la Puna conviene subir de a poco. Puede sangrar la nariz, doler la cabeza, faltar el oxígeno. Es el primer día en que empieza a sentirse la altura de verdad, después de haber desembarcado en San Miguel de Tucumán. Hay malestar generalizado, analgésicos que se intercambian, tés para ayudar al cuerpo a que se recupere rápido.
Pero el tiempo apura: el grupo de excursionistas tiene que salir de El Peñón, una localidad de Antofagasta de la Sierra, en el noroeste de Catamarca, con poco más de 260 habitantes según el último censo nacional. Van a subir de 3400 metros sobre el nivel del mar a 5000. Es un recorrido pedregoso y serpenteante que los llevará por primera vez a enfrentar un paraje agreste que eriza la piel.

Las advertencias se escuchaban de antemano: “Cuando alguien llega por primera vez a la Puna, impresiona la inmensidad. Sentirte nada en estos paisajes tan extremos”, dijo, por ejemplo, Javier Echenique, guía turístico de la expedición. Empieza el ascenso y se divisan los primeros volcanes monogenéticos de la zona, esos que erupcionaron una sola vez, o lo hicieron en series de cortos períodos. Se erigen en medio de una obra de arte propia, de hace millones de años: restos de los flujos de lava, anillos de tobas.

El destino de hoy es la entrada a un volcán. No puede preparar la mente para eso. Para algunos es un viaje al inframundo. Para otros, una caída al vacío, la puerta a la nada.
Probablemente, pocos imaginen algo parecido a lo que van a encontrar en realidad. Después de subir hasta los 5000 metros, condición obligatoria para adentrarse en el Galán, un volcán en la puna catamarqueña, la tropa desciende hacia los 4700, hasta llegar a su caldera, la depresión que forma su cráter. Adentro hay lagunas cristalinas, vicuñas y flamencos. Un locus amoenus en la tierra. La caldera del Galán es una de las más grandes del mundo: mide 45 kilómetros de norte a sur, y 24 de este a oeste.

En total es un trayecto de casi 200 kilómetros desde que se sale de El Peñón. Pero hablar de kilómetros en parajes como estos, montañosos, poco preparados para el tránsito, no es útil: las distancias son distintas, con tramos que suben y bajan siguiendo los movimientos de las mismas montañas y volcanes. La ruta no es recta, no hay aburrimiento, la vista está siempre ocupada en algo más.
Facundo Martínez es geólogo y forma parte del equipo del Observatorio Ampimpa (Tucumán), que está a cargo de Alberto Mansilla, quien organizó la “Expedición Puna 2025”, un viaje de turismo científico al que se sumó LA NACION. Martínez explica que en esta caldera todavía se registra actividad geotérmica, como lo evidencian las fumarolas, hervideros de agua caliente que supera los 80°, y el vapor que se eleva de ellas.
La temperatura baja más de diez grados a medida que se asciende sobre el nivel del mar. Por momentos, y en sectores, nieva garrotillo, y el suelo oscuro se cubre de blanco. Los expedicionarios aprovechan el calor de esas fumarolas: acercan las palmas al agua. Algunos la rozan, la usan a modo de estufa para inyectarle movimiento a los dedos. Todo es resto de otra época: se estima que el Galán erupcionó hace más de dos millones de años, pero sigue vivo en su profundidad.

Pero para llegar a ese punto hay que tener paciencia. Es uno de los últimos lugares en el que se detendrán antes de emprender la vuelta, y la sorpresa asoma en los ojos desde mucho antes, cuando se ingresa por el campo Las Tobas, una parada obligatoria en la que todavía se sienten los 26° y el sol del mediodía pega fuerte.
Se trata de un sitio arqueológico de casi 250 metros de largo y 50 de ancho en donde se ven petroglifos —grabados esculpidos en la roca que resultó de los depósitos de ceniza—, que registran la actividad humana en el lugar hace por lo menos 1000 años.
La segunda parada lleva al grupo hasta el Cañón de Miriguaca. Están ingresando por el oeste, y empiezan a juntarse caravanas de turistas, franceses y suizos, que se asombran ante esta especie de Gran Cañón del Colorado argentino. “No tenemos nada que envidiarle”, comenta una de las expedicionarias del grupo de Mansilla. Y todos asienten en silencio.

Es necesario sentarse un rato, absorber los límites de la mirada. Tomar fuerzas para seguir el ascenso. Esta es una parada panorámica, explica Martínez, donde lo que se ve es un cañón tectónico: “Es difícil que un paisaje tan profundo se forme solo por erosión. Está labrado sobre una roca ignimbrítica, camino a la caldera del Galán”, continúa. Esta es otra evidencia de los depósitos volcánicos de la zona: esa roca se forma a partir de la nube de cenizas que se acumula, junto con los gases, en el suelo.
Se cruzan ríos, hilos que corren casi imperceptibles por esa tierra arcaica. Para entrar se tiene que cruzar el Cañón de Real Grande, un pasadizo que parece derrumbarse sobre las camionetas que lo atraviesan. Son paredes de más de 50 metros de altura, también restos de esa erupción originaria. Las 4x4 maniobran con cuidado, el espacio es apenas el necesario para que pasen a velocidades mínimas, prestando atención para no llevarse puestas las rocas que cercan el camino.

Una vez en la caldera, la imagen menos esperada se da al llegar a la Laguna Diamante. La elección del nombre no es azarosa: la luz que se refleja en el agua destella como un cielo nocturno. Esta es la parte más profunda.
Así lo explica José Francisco Paz, biólogo y parte del equipo científico del Observatorio Ampimpa. En la laguna se encuentran las arqueas más primitivas, los microorganismos unicelulares más antiguos que se hayan descubierto hasta el momento. “Es decir, las formas de vida más ancestrales, muy parecidas a la forma de vida primigenia de la historia de la Tierra, que era el famoso LUCA [por sus siglas en inglés: Last Universal Common Ancestor], el antepasado común a todos los seres vivos”, cuenta.

Mucho de esto puede pasar desapercibido a simple vista, pero se trata de estromatolitos, depósitos minerales, parecidos a rocas, que se forman por los desechos de las bacterias, arqueas y algas que realizan intercambio de dióxido de carbono y oxígeno, como las plantas. Están presentes en unos pocos lugares del mundo, como Bahía Tiburón, en Australia, o Yellowstone, en Estados Unidos. Sin embargo, ninguno imita más perfectamente que la Puna las condiciones que había en la Tierra cuando, poco a poco, la atmósfera empezó a cambiar.

Por esto, Mansilla ahonda en esa similitud entre la región y ese planeta primitivo de hace 3400 millones de años: baja presión de oxígeno, alta radiación UV, volcanes activos, viento. “Nuestra Puna, por más que la vemos grande, es muy sensible —dice—. Construís un puente y destrozás microorganismos”.
La Laguna Diamante tiene características extremas. Con un pH alcalino y alta concentración de arsénico, es un agua que puede quemar. “Pero en las zonas costeras, donde empiezan a venir las vertientes naturales que la alimentan, el agua es dulce. La beben las vicuñas y los animales que habitan dentro del Galán. En el encuentro de esas aguas se forma un ambiente donde van los flamencos a alimentarse, por ejemplo”, agrega Paz.
Estos pueden encontrarse, sobre todo, en la Laguna Grande, la última parada antes de encarar la vuelta al pueblo. De hecho, según el último censo, se calcula un promedio de 20.000 flamencos rosados, parinas grandes y chicas solamente ahí. Una visión que descoloca en esta especie de páramo.
Arqueas y animales representan la yuxtaposición más pura de la Puna. Como dice Mansilla: “Acá tenés el mundo visible y uno microscópico que nos cuenta la historia y que no se ve. Y a la noche, el cosmos. Hay muy pocos lugares del mundo donde se ven con claridad las tres cosas”. Y es que cuando baja el sol y la luna alumbra poco, aparece la otra maravilla: un cielo sin contaminación lumínica que deja al descubierto los rincones más lejanos del universo.
Es difícil dejar atrás el Galán cuando se vuelve a El Peñón. Dejar las varias temperaturas, los varios mundos que se atraviesan en unas pocas horas de viaje. Es necesario que las imágenes se asienten y se vuelvan recuerdo antes de cambiar el paisaje: el de la soledad, el del viento, fiel compañero del norte.
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