Una tarde en el festival de lucha
En Mongolia, donde el combate es el deporte nacional, la tradición enseña que sólo vence quien persiste. Pero ¿cómo divertirse en un país sin balones?
Si naciste en Argentina en la década de 1970 o en la de 1980, sabés que los mongoles son luchadores natos porque viste a Genghis Khan, ese personaje de Titanes en el Ring y Lucha Fuerte que llegaba hasta el cuadrilátero gritando y asustando a los niños. También había un capitán galáctico y una momia. Había personajes de lo más extraños que hacían catch, pero no era casualidad que ese tipo estuviera ahí.
En Mongolia el fútbol no atrae multitudes, el equipo de básket lleva pocos años en los torneos internacionales y la unión de rugby parece no existir. ¿Messi? Simplemente no es famoso.
En este país, el deporte es otra cosa.
Los hombres sobre los que voy a hablar comenzaron a entrenarse cuando las nieves se derritieron. Luego de un invierno cruento, el sol asomó y entonces ellos empezaron a levantar pesas y rocas, a correr entre los arbustos, a fortificar las manos, a curtir las piernas. A agrandar los músculos. A endurecerse.
Ocurrió este año, pero podría haber ocurrido en cualquiera de los últimos ocho o diez siglos.
El asunto es bien serio: durante tres meses, estos hombres dejaron de comer la comida de todos los días, y la cambiaron por carne de cabra, entraña de caballo y sangre de antílope. Alimentaron a todos esos animales, además, con hierbas especialmente escogidas. Ya no madrugaron: advertidos de que durante el sueño los músculos se regeneran, se despertaron al mediodía. Tres veces por semana, de tres a seis de la tarde, se reunieron con un entrenador y en los siguientes dos meses dejaron sus hogares, olvidaron a sus mujeres y se fueron con un grupo de compañeros tierra adentro, donde el entrenamiento se hizo aun más crudo. Al final, cada uno de ellos ganó cinco kilos y no eran de grasa, sino de músculo y fibra.
Ahora, cuando por fin llega la hora de combatir, los luchadores mongoles se ven como hombres macizos, como gigantes de ojos rasgados, como tótems en movimiento. Al lado de ellos, los gladiadores de Titanes en el Ring, que nos fascinaban cuando éramos niños, parecen animadores de comparsa. Estos tipos no son eso, pero tampoco son máquinas de golpear y sonreír, como Conor Mc Gregor, la última estrella de la UFC , ni son millonarios confundidos como Mike Tyson.
Son otra cosa: son guerreros, como lo fueron sus ancestros hace mucho tiempo.
Su combate se llama bökh.
Viajé hasta el pueblo de Nalaikh para verlos en acción: hoy hay 256 de ellos, y están reunidos para luchar bökh en un campo polvoriento y áspero, bajo un sol abrasador, entre las montañas. Yo me tomé dos ómnibus: uno era un colectivo urbano y el otro, un poco destartalado, apenas esquivaba los pozos de la ruta provincial. El interior de Mongolia se parece bastante al interior de cualquier país latinoamericano, y los micros también. Los luchadores, en cambio, llegaron desde todos los rincones de este país tan grande, habitado por tan poca gente.
En Nalaikh no pelearán en un ring, sino en una suerte de cancha de fútbol, rodeada por tribunas bajas. Más allá, varios puestos de comida venderán croquetas de carne y leche de yegua, y habrá tiendas que darán un poco de sombra, un tobogán acuático y una pista de autitos eléctricos para los niños.
El sol y el viento dan hambre, y la leche de yegua es densa y agria. Se prepara a la antigua y se conserva en barriles de plástico, de donde te la sirven con un cucharón. Dicen que es nutritiva y que limpia el estómago. Como sea, yo no pasé del primer trago.
Mientras los gladiadores se preparan, el público llega, y también hay ancianos con sombreros de ala y ancianas con el pecho cubierto de medallas. Las mujeres que tuvieron más de cuatro hijos son condecoradas: poblar el país más vacío del mundo es suficiente para ser un héroe de Estado.
El festival Naadam está por comenzar, y es el encuentro deportivo más popular de Mongolia.
Desde los primeros encuentros queda claro que la lucha no es brutal, sino esforzada. Los hombres se miden con prudencia, se sujetan con manos que parecen tenazas, se confunden en abrazos deformes, se patean para desmoronarse y por fin uno encuentra el modo de arrojar por el aire al otro. El asunto dura dos o tres minutos.
La fuerza da un espectáculo lento.
Según me cuenta un anciano en la tribuna, los luchadores antes eran más livianos, más rápidos y más ágiles, pero todo se volvió un poco más torpe desde que comenzaron a ganar peso para no ser arrojados tan fácilmente.
Voltear a una mole escurridiza de 120 kilos, que a la vez te quiere tirar al piso y te patea con sus botas, no debe ser una tarea nada sencilla. “Para aprender bökh, primero tienes que observar”, me dice el anciano.
La gente en la tribuna (hombres, mujeres, niños y viejos) no se descontrola como si fuera un gol cuando un luchador tira al otro, pero sí aplaude y grita. Los combates se suceden durante toda la tarde, y hay algunos con más espectadores que otros. Así que en un momento de calma, bajo de la tribuna y hablo con algunos gladiadores.
El primero es: el Luchador Rengo.
Es un hombretón llamado Batjargal y gana su primer combate con esfuerzo. Su oponente no tiene su tamaño, pero a él le cuesta vencerlo porque compite con un desgarro en una de sus piernas, y eso se siente.
Batjargal -que no se presenta con su apellido porque entre los mongoles la regla es usar un solo nombre- tiene un rostro curtido, con la piel dura, y un cuerpo como de concreto que oculta sus 34 años.
“Mi padre y yo éramos pastores, y uno de mis abuelos, Sodom, fue campeón en la década del 1920”, me dice un rato después de su pelea, al costado del campo de lucha. El abuelo había llegado por sus victorias a la categoría de Arslan, o León: un gran título.
Batjargal no logró tanto. Luce el grado de Khartsaga, o Halcón, que igual es respetable. Sin embargo, no logra ganar dinero con el bökh y trabaja en la construcción, en las minas y en los campos.
En Mongolia la lucha es el deporte nacional y apenas ha cambiado desde los tiempos de Genghis Khan. De hecho, el presidente Khaltmaagiin Battulga es el hijo de un entrenador de bökh, y se hizo famoso como luchador de judo. En orden de popularidad, al bökh le siguen las jineteadas y el tiro con arco y flecha, que también se practican en el festival Naadam.
Mongolia nunca fue a un Mundial de fútbol y su tenis llegó a la Copa Davies recién en 2003, pero sus atletas ganaron medallas olímpicas en boxeo, lucha, judo y tiro, los deportes derivados de los tres juegos de Naadam.
Aunque el bökh se practica de modo amateur la mayoría de las veces, los mejores, quizás, logren encontrar dinero en Japón: en el sumo, los mongoles importados son potencia.
Otro gladiador: el Luchador Ambicioso que No Ríe.
Uno de los guerreros más célebres que compiten hoy se llama Otgonbaatar. Se despertó a las seis y media, desayunó y entrenó. Más tarde venció en una serie de combates y revalidó su categoría. A simple vista, fueron peleas sencillas en las que sus oponentes le duraron unos pocos minutos.
Sin embargo, la mirada de Orgonbaatar luce apagada y su sonrisa no aparece. Sólo él conoce todo el esfuerzo y el sacrificio de su preparación, y no lo va a confesar.
Hace poco era un pastor, como su padre, en la provincia de Bulgan (en el norte de Mongolia), pero ahora su objetivo es ser el campeón nacional. Tiene 33 años y ostenta el grado alto de Arslan, o León. Es bueno de verdad: como miembro de un grupo llamado Bulgan Khan, en el que entrena junto a otros 32 luchadores, logró vivir del bökh.
"Quiero alcanzar el título máximo", me dice en un momento, viendo una lucha ajena. "Más adelante, espero ser un entrenador. Al final de mi vida, dentro de mucho tiempo, volveré a ser un pastor. Ordeñaré a las yeguas". El día de hoy, al menos, termina de acuerdo a ese plan.
En Historia secreta de los mongoles –una saga escrita en el siglo XIII– se menciona a un luchador llamado Buri, célebre en esos tiempos. Genghis Khan, contemporáneo de Buri, forjó un imperio que se extendió desde el Océano Pacífico hasta el actual territorio de Irán (y sus hijos y nietos lo expandieron aún más) y organizó festivales de lucha, de arquería y de jineteada; es más, los hizo parte del entrenamiento de sus ejércitos. Desde entonces, esas tres disciplinas, que ahora se conocen como “las tres grandes habilidades”, son un capítulo importante de la educación tradicional de un hombre mongol.
En tiempos en que los robots son cada vez más inteligentes y se ofrecen a hacer todo el trabajo pesado por nosotros, quizás este sea el último rincón del mundo donde la fuerza física sirva para algo. No se trata sólo del espectáculo del Naadam: el bökh es la consecuencia de la vida dura en la estepa. Los mongoles no le tienen miedo al frío gélido ni al calor agobiante: se adaptan al territorio. Como en los tiempos de Genghis Khan, muchos se piensan de un modo amplio y primitivo, sin fronteras ni anclas, y aún son nómades. Crían cabras, doman camellos, adiestran águilas. Para ellos, un hombre no se consagra moldeando los bíceps, sino venciendo a la naturaleza.
Y por último: el Luchador Coraje.
"En el bökh siempre hay que levantarse luego de una caída", me dice ahora Gochoosuren, un amateur que compite en Nalaikh y que no vino con expectativas, sino con algo de audacia. Su padre, que ganó una medalla en los Juegos de Asia, le enseñó a pelear, pero él nunca fue exitoso. Lo suyo ha sido la zancadilla y el empujón: una técnica fácil y primaria. Sin embargo, un día, hace tiempo, una dislocación en el hombro le reveló la fuerza de voluntad que un mongol debía tener, y que él descubrió que tenía, para continuar luchando lesionado. "Cuanto más persistente eres, más te respetarán", sigue. "Nadie es invencible y por eso lo más importante es que después de tu caída vuelvas a levantarte. Para nosotros, los mongoles, de eso se trata luchar. Y por eso amamos al bökh".