Una conexión que nunca habíamos visto
El autor del libro El cisne negro, Nassin Taleb, defiende una teoría sobre la expectativa de vida de las cosas conocida con el nombre de Efecto Lindy. Esa teoría sostiene que las cosas no perecederas (aquello que no tiene una fecha de caducidad orgánica) incrementa su sobrevida con el paso del tiempo. Cada día adicional puede implicar una esperanza de vida más larga: la tasa de mortalidad disminuye con el tiempo en lugar de aumentar.
Esa teoría fue puesta a prueba en 1993 por el físico Richard Gott, quien logró hacer una predicción con un 95% de acierto sobre qué espectáculos de Broadway iban a seguir en la cartelera al año siguiente y cuáles no, basándose exclusivamente en el tiempo que ya llevaban en cartel. Para lo imperecedero, el tiempo funciona como un editor que selecciona y al mismo tiempo robustece aquello que elige, haciéndolo cada vez más durable. Lo que sobrevivió cien años podrá hacerlo probablemente otros cien y lo que lo hizo por mil años seguirá acá mil más.
Si miramos el décimo aniversario de Twitter desde la perspectiva del Efecto Lindy podríamos creer que Twitter ya superó una prueba importante del tiempo y que tiene casi asegurada su supervivencia por los próximos diez años. Pero existen sombríos indicadores que hacen sospechar que tal vez no sea así, que las reglas que predicen la expectativa de vida de los espec-táculos en Broadway no funcionará en este caso. ¿Logrará mantener Twitter el interés de sus usuarios y será capaz de captar a otros nuevos? ¿Encontrará los algoritmos adecuados para que el contenido siempre sea relevante? ¿Estará en condiciones de alcanzar la agilidad de Snapchat, la inteligencia de Facebook, la alegría de Instagram? ¿O quedará estancado en esa hosca comunidad que es ahora, muchas veces inteligente, pero muchas más hostil, racista y fanática?
Pero para evaluar la importancia que Twitter tuvo en la cultura no importa el futuro. Ya dejó una marca permanente en la civilización, como advirtió la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos cuando en 2010 adquirió el archivo de Twitter de miles de millones de mensajes, dándole así la categoría de tesoro de la humanidad. Es que el mundo le debe una forma inesperada de telepatía, una conexión que nos permitió saber lo que piensan los demás sin preguntar, y sentir los sentimientos de los otros sin conocerlos.
Para la Argentina, Twitter fue un medio crucial. Ningún libro de Historia que se ocupe de entender estos años podrá soslayar, por ejemplo, las verborrágicas cascadas de tuits de Cristina Kirchner los domingos a la tarde, ni el novedoso género de las peleas matrimoniales de celebridades tuiteadas, ni la subordinación de los medios a algo más rápido que ellos, ni la genialidad sintética de algunos tweetstars, ni el predictivo comportamiento de los tuits en el cierre de campaña presidencial en 2015, ni la inédita capacidad colectiva para coordinar el repudio, el amor, la alegría, el odio, el dolor.
En todos estos años, con su estrecha regla de 140 caracteres, Twitter logró encauzar las conversaciones mentales de millones de personas. Pudimos ver cara a cara una parte de nosotros que nunca antes habíamos visto. Eso, hasta acá, fue extraordinario.
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