Una ballena en la ciudad: por primera vez, se podrá experimentar una de las principales amenazas a una especie que es monumento natural nacional
En una plaza del barrio de Recoleta, el domingo, Greenpeace recreará los estruendos de la exploración sísmica que afectan a los ejemplares de franca austral
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Aun cuando la ballena franca austral fue declarada monumento natural nacional para garantizarle el máximo estatus de protección, las amenazas sobre esta población que cada año llega a las costas argentinas para alimentarse y reproducirse continúan. El domingo próximo, en una plaza porteña, se podrá experimentar uno de esos peligros: los estruendos que estos mamíferos padecen con la exploración sísmica del fondo marino.
La cita será, de 14 a 18, en la plaza Rubén Darío, junto al Museo Nacional de Bellas Artes (av. Figueroa Alcorta al 2300). Ahí, la organización ambientalista Greenpeace instalará una escultura educativa de cuatro metros de la ballena y una estación sonora para que los visitantes puedan experimentar el ruido de las explosiones para la exploración petrolera costa afuera que los ejemplares de franca austral sufren cada 10 segundos, según anticipan los organizadores.
La actividad coincide con el Día Nacional de la Ballena Franca Austral, que recuerda el rescate de Garra en Puerto Pirámides, Chubut, hace dos décadas. El ejemplar juvenil había quedado enredado en las cadenas de fondeo de un catamarán de avistaje en la bahía y se lo pudo trasladar hasta la playa para liberarlo, luego de varios intentos de buzos y guías balleneros locales. El Instituto de Conservación de Ballenas (ICB Argentina) había registrado por primera vez a Garra el 25 de agosto de 2001, cuando Mariano Sironi, fundador y director científico del ICB, lo observó nadar junto a su madre, Victoria, desde un acantilado en el Golfo San José. En ese momento, por unas manchas blancas en el cuerpo similares a un arañazo, lo bautizaron Zarpazo. Ese registro permitió que, al año siguiente, pudieran identificarlo como el mismo ejemplar fotografiado un año antes.
“La ballena franca austral es el mamífero de mayor tamaño que habita nuestro mar. Es un cetáceo de la familia Balaenidae propia del hemisferio sur. Vive entre 50 y 100 años. Los primeros monitoreos empezaron a hacerse en la década de 1970, por lo que no se sabe con exactitud su tiempo de vida”, explica Luisina Vueso, coordinadora de la campaña de Greenpeace por la protección del Mar Argentino.
Son las costas argentinas, según recuerda, la zona de cría más importante del hemisferio sur. “Aunque recorren miles de kilómetros, suelen volver año tras año al lugar donde se criaron, otro vestigio del fuerte lazo que mantienen las madres con su ballenato, a pesar de que después de algunos años juntos, finalmente se separan y continúan sus vidas independientes”, describe.
La ley 23.094, de 1984, estableció su protección en aguas argentinas de acuerdo con las normas por la Ley de Parques Nacionales, Monumentos Naturales y Reservas al declarar a la ballena franca austral monumento natural nacional. “Esto implica que cada ballena es de hecho un monumento natural en sí –precisa Vueso a través de un comunicado–. Por eso, deben contar con protección absoluta, indistintamente de la zona que estén transitando en sus migraciones. En otras palabras, son como ‘parques nacionales’ ambulantes, como sostiene César Gribaudo, del Museo Educativo Patagónico.”
Con la prohibición de la caza comercial, se estima que sus poblaciones se van recuperando poco a poco, con un 7% de aumento anual de ejemplares a pesar de episodios de mortandades masivas conocidos en los últimos años.
En un nuevo aéreo anual de foto identificación que el ICB hizo hace tres semanas, el equipo del programa de investigación a cargo de Sironi registró en Península Valdés 1420 ballenas francas, lo que los investigadores definieron a través de un informe que difundieron con los resultados como el “máximo número de individuos observados en 51 años de estudios”.
En este monitoreo se obtuvieron 12.500 fotografías que analiza el equipo científico para sumar registros al catálogo con más de 4000 ejemplares conocidos. El reconocimiento de los ejemplares se hace a través de las callosidades que tienen en la cabeza. Siguen un patrón único que permiten identificarlas como si fuera una huella dactilar humana, un descubrimiento que en 1970 hizo el biólogo Roger Payne, fundador de la Ocean Alliance, que trabaja con el ICB, y el Whale Conservation Institute.
“Es sorprendente su gracia, el poder que les da su enorme tamaño y, a la vez, la delicadeza con la que se comportan. En un viaje, vimos cómo una cría se acercaba con energía a su madre, que se dio vuelta en el agua para colocarla sobre su pecho y la golpeó suavemente con la aleta para calmarla. Basta con ver una ballena alguna vez en la vida para no olvidarlo jamás”, describió Payne hace una década, en diálogo con LA NACION, de paso en el país para participar en Chile de una reunión de la Comisión Ballenera Internacional.
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