Una argentina en Tanzania. "Con la pandemia no se puede hacer nada: acá no hay respiradores ni pueden importarlos"
Después de varios intentos fallidos, la imagen de Nani Dowling finalmente aparece en el monitor. Son las 20 en Tanzania y aunque parece una noche tranquila, al terminar esta conversación, ella y su marido irán a buscar a un pescador perdido en el Lago Eyasi, ubicado a pocos metros de su casa. El operativo de rescate convoca a varios miembros de la comunidad.
"Llegué a África por lo animales y me enamoré de su gente", dice esta argentina, de 51 años, licenciada en ciencias políticas, acerca del país en el que se instaló en 1997 y donde formó su familia compuesta por su marido, Chris Schmeling, de origen alemán; Kian, que en mayo próximo cumplirá 20 años y Dylan, de 18. Allí desarrolló un emprendimiento turístico que, desde el comienzo de la pandemia que confinó al planeta, está cerrado.
La separan apenas 50 kilómetros de Karatu, la ciudad ubicada cerca del Cráter del Ngorongoro, un antiguo volcán que hoy es una reserva natural y uno de los máximos atractivos turísticos del mundo; pero en días normales, sin anegamiento ni lluvia, tarda casi dos horas en recorrerlos.
Ese país de África oriental, conocido por el Kilimanjaro -el punto más alto del continente con casi 6000 metros de altura- y las llanuras del Parque Nacional Serengueti, ocupó el centro de los medios periodísticos argentinos a raíz de la muerte de Fernando Morales, el médico de 40 años que falleció en un hospital de Dar es-Salaam sin haber podido recibir la asistencia de un respirador artificial y cuyo hisopado pos mortem confirmó que no había contraído coronavirus. La hipótesis que se maneja por estas horas es que la causa de la muerte haya sido una complicación causada por la malaria, la enfermedad que había contraído.
Nani Dowling se entera por LA NACION de la muerte de Morales. El gobierno tanzano liderado por el presidente John Magufuli mantiene un estricto hermetismo sobre cifras de contagiados (posibles contagiados) o muertos por el Covid-19. "De la pandemia se habló al principio porque la gente estaba preocupada. Después el gobierno dejó de publicar datos y ahora no hay información. Están intentando que no haya pánico y que la gente sea cuidadosa porque igualmente no se puede hacer nada: no hay respiradores ni pueden importarlos", comenta.
La ausencia de respiradores y de una mínima infraestructura sanitaria impide pensar en el cuidado masivo de habitantes acostumbrados a lidiar cotidianamente con la malaria, la tuberculosis, el HIV, la mosca tsé-tsé, la chikunguña y el cólera. Desde que Dowling vive en Tanzania, hace más de 20 años, ha visto más muertes por malaria que por otra cosa, dice. "Y la gente también se muere de tuberculosis porque no se vacuna o se muere por el sida o el cólera. Todos los años tenemos epidemia de cólera. Nadie parece darle más importancia a esto `que mata viejos y enfermos´ que a otras pestes o enfermedades. Así que han decidido que lo mejor es que la vida siga como siempre".
A diferencia de los países que decidieron confinar a su población, Tanzania siguió el "camino sueco", dice la argentina, no por elección sino por necesidad. "El gobierno considera que es imposible cerrar una economía de subsistencia. Muy poca gente tiene heladera y electricidad, por lo tanto no puede guardar comida y tiene que salir todos los días a conseguir alimentos: o porque va a cosechar, o porque los va a comprar. Lo único que cerraron fueron las escuelas. Sigue habiendo mercados públicos y siguen abiertas las iglesias, sigue habiendo misas. Han criticado mucho al presidente Magufuli porque ha dicho que confiemos en Dios y que la gente siga rezando y como no han cerrado las iglesias, la gente sigue yendo a rezar. En Kenia es distinto. Kenia cerró todo y están con un hambre feroz. Están sufriendo mucho porque además, ahora, tienen invasión de langostas", compara.
A siete kilómetros de su casa, dos curas españoles que cargan viejas dolencias, ajenas a la pandemia, están a cargo desde hace años de la escuela, la iglesia y el hospital y siguen recibiendo a la gente de la comunidad. "Solo cerraron la escuela pero no cerraron el hospital, por supuesto, ni tampoco la iglesia porque no es obligación", dice Dowling sobre esos curas por los que, se advierte, siente profundo cariño.
Hace dos meses que Dowling no sale de su casa: los efectos de la pandemia destrozaron la industria turística, principal fuente de ingresos de uno de los países más pobres del mundo. Solía ir a Karatu a abastecerse de compras para su pequeño hotel compuesto por varias carpas, pero desde el inicio de la pandemia, todo colapsó. "Tanzania vive más que nada del turismo y el turismo ha muerto", dice con preocupación.
"No sé qué va a pasar con la economía tanzana porque dos tercios de la población trabajaba en el sector turístico y hoy está sin trabajo. Eso va a ser muy duro. La gente no ha cancelado los viajes y los han pospuesto para el 2021 o el 2022. Deja un año para que las compañías turísticas puedan sobrevivir pero el problema es que el gobierno no va a tener a quién cobrarle impuestos porque las compañías de turismo y los hoteles somos los únicos que pagamos impuestos en este país".
Su emprendimiento solía recibir a todos aquellos interesados en hacer turismo cultural y conocer las costumbres de los hadza o hadzabe´e, una de las últimas tribus de cazadores y recolectores de frutos que todavía mantienen intactas las costumbres ancestrales. Hasta allí solían llegar viajeros de todos los continentes, aunque un poco menos de América del Sur, detalla. "Los sudamericanos suelen elegir Sudáfrica o Kenia".
¿En qué han cambiado las costumbres tanzanas en estos dos meses? Los que quieren y los que están en riesgo se ponen máscaras hechas con lo que pueden, de cualquier material; pero hay muy pocas máscaras verdaderas y todas ellas están destinadas al uso en hospitales, explica Dowling.
"El gobierno recomienda lavarse las manos pero tampoco hay agua corriente en todos lados. En distintos lugares de las ciudades, al frente de los negocios y de las estaciones de colectivos, han puesto baldes de agua y jabón. Y el tema del transporte público es complicado: son camionetas que suelen trasladar a 20 personas y ahora llevan a 11", agrega.
"Han recomendado no trasladarse a menos que sea necesario pero no pueden parar la economía porque es una economía de subsistencia. Lo único que pide el gobierno es que mantengas la distancia social pero en África no existe la distancia social: si estás viendo un video en tu teléfono, tenés 20 cabezas pegadas encima tuyo queriendo ver el video. Entonces, ahora, en vez de tenerlas encima las tenés a cinco centímetros", dice entre risas.
El único cambio que advierte es que la gente dejó de darse la mano. "Veinte veces te encontrabas con la misma persona y 20 veces nos dábamos la mano y eso ahora se ha dejado de hacer", grafica.
Cuando Dowling llegó a África supo que era su lugar. A ella le dedicó su libro Pura África (Turpial) y en ella nacieron y crecieron sus hijos, criados en tres idiomas: swahili, alemán e inglés. "Fracasé con el castellano y con las verduras", dice a carcajadas y recuerda las peripecias que la familia vivió con toda clase de serpientes, incluidas las temibles black mambas.
"Cuando uno elige vivir acá, no elige seguridad y también elige estos riesgos; pero es un país muy lindo, de gente fantástica, muy cálida y simple, que no juzga y que recibe a todos con los brazos abiertos", sostiene.
Y se despide. Irá en busca del pescador perdido.
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