Un viento con destino de clásico
El viento que arrasa , de Selva Almada, es una novela preciosa, de esas que aparecen una vez por década y que debemos celebrar. No la recomiendo sólo porque es única en su género, sino porque, además, tiene todo para transformarse en un clásico.
En principio, el argumento reúne, por azar, al reverendo Pearson y a su hija, Elena, que viajan por el país evangelizando, y al gringo Brauer y Tapioca, su ahijado, en un paraje perdido en un Chaco castigado por la sequía... Como en una road movie , el reverendo y su hija llegan al taller de Brauer con el auto averiado y pasan el día ahí, a la espera.
El narrador aprovecha esa espera para incursionar en el pasado de sus cuatro personajes. Con esta aventura retrospectiva, el espacio suspendido, desértico del presente, de pronto toma la fisonomía de sus habitantes y se transforma en región. Lo que parece fantástico de pronto se vuelve hiperrealista, un poco como en los cuentos de Rulfo o Sara Gallardo.
En tanto, la acción transcurre en un presente en el cual aumentan las tensiones: la esperada tormenta se acerca, el mundo adulto se tiñe de cólera, las juventudes desoladas de Tapioca y Elena encajan en la amistad. Ese día parece bíblico. En el paisaje vemos la furia de la naturaleza; en los hombres, afecciones, como el rencor, el egoísmo y el misticismo, que aumentan como si de pronto la noche que cae sobre ese páramo del Chaco fuera el día del juicio final. Es un día sobrenatural, con reminiscencias góticas, donde los únicos que parecen conocer lo que está por ocurrir son los perros que completan ese paisaje narrativo que tiene en la voz de Selva Almada el tono perfecto. Como toda gran novela, El viento que arrasa admite varias lecturas. Tantas como lectores.
Oliverio Coelho