La comunidad ahmadia, una rama del islam que es perseguida por los más ortodoxos, reúne anualmente en una convención a decenas de miles de fieles en el Reino Unido, donde está su sede principal desde que escaparon de Paquistán
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LONDRES.- El sol no salía y ellos rezaban arrodillados. Estaban lejos de Paquistán, pero el valle inglés de Alton, en Hampshire, no se veía tan distinto: había montañas de verde, abejas, olor a comida que hierve y 30 grados el primer sábado de agosto de 2019, seis meses antes de la pandemia que cambiaría al mundo.
Un cartel que decía Hadeeqatul Mahdi [Jardín del Mesías] estaba estaqueado en la entrada, sobre una calle de polvo, a unos 80 kilómetros al suroeste del Big Ben. En ese jardín de 75.000 metros cuadrados cercados por cipreses, en la convención musulmana más grande de Occidente, dos argentinos esperaban su ceremonia para convertirse a la rama más perseguida del islam: la Comunidad Musulmana Ahmadia.
La comunidad ahmadia nació el lunes 23 de marzo de 1891, cuando Mirza Ghulam Ahmad proclamó que él era el último Mesías prometido por todas las religiones monoteístas. Desde aquel día, señaló con el dedo cada uno de los errores que cometían los musulmanes, insistió en la sumisión a la voluntad de Allah, promovió la paz entre las distintas religiones y rechazó las ideas extremistas, como la perpetración de atentados. Por eso es considerado un movimiento reformador dentro de las 70 ramas del islam.
El crecimiento de la comunidad -comenzaron siendo 70 fieles y hoy son unos 17 millones en todo el mundo- molestó a los más ortodoxos del islam. Tanto fue así que el gobierno paquistaní llegó a declararlos no musulmanes, les prohibió llamar mezquitas a sus templos, pronunciar insha’Allah [si Dios quiere] o alhamdulillah [Gracias a Dios] o recitar el Corán.
“En diciembre de 1984 nos ordenaron clausurar nuestra convención, llamada Jalsa Salana, en Paquistán. El último año asistieron unos 250.000 ahmadis. Después nos vinimos a Londres porque era el lugar con más facilidades para obtener una visa”, contó a LA NACION Usman Karim Nel Din, uno de los 39.000 fieles que llegaron a la Jalsa en Londres de 2019 -la última presencial hasta el momento-, sentado dentro de una carpa de lona blanca, con una túnica negra.
“Lo que nos diferencia de otras ramas del islam es la creencia de que el último profeta sobre la Tierra no fue Mahoma. Solo eso. Por eso nos echaron y nos persiguen. Nosotros nos fuimos de allí porque no buscamos la confrontación. Nuestro lema es ‘amor para todos, odio para nadie’. Por eso, pese a que todavía nos persiguen, nosotros nos sacrificamos. Cumplimos. Los sacrificios nos dejan en paz con Allah”, dijo el imán Marwan Gill, de 31 años, nacido en Alemania, hijo de paquistaníes y misionero de la Comunidad Musulmana Ahmadia en la Argentina.
La conversión
Cautivados por ese mensaje, llegaron a la Jalsa Salana de Londres en 2019 dos argentinos recién conversos: Santiago Reinoso y Edith Vera. Ellos son parte de una comunidad de 30 fieles ahmadis en el país, donde esta rama del islam busca sumar nuevos creyentes.
Cuando Edith entró por primera vez al predio de la Jalsa en aquel agosto, vio que en el predio del Jardín del Mesías había una gran carpa para las mujeres, un cerco y otra para los hombres.
“Eso me hizo sentir más cómoda. Nosotras podíamos cruzar a la carpa de los hombres, pero no al revés. Esto es para conservar la privacidad. Por ejemplo, durante la oración nos postramos o nos arrodillamos en el piso, por eso está bueno estar entre mujeres”, comentó.
Edith llegó a la Jalsa Salana sin saber cómo ponerse bien la hiyab, el velo que cubre la cabeza y el pecho de las musulmanas. Había buscado tutoriales en internet antes de subirse al avión, pero no le salía. Entonces andaba con la cabeza llena de pinches. “Cuando me encontré con mis hermanas, ellas me dieron una mano en todo”, incluida la hiyab, destacó.
Ese “todo” incluye hasta su vida sentimental. Sus correligionarias le dijeron a Edith, que está soltera y quiere formar una familia con un musulmán, que les gustaría conseguirle un marido. Todas tenían un primo para presentarte, porque las relaciones funcionan más o menos así: “De boca en boca”. “Me dijeron que existe una oficina que busca parejas. Pero no tengo tanto apuro”, comentó la argentina.
En relación a la familia, y a los mitos sobre la religión musulmana, los primeros capítulos que Edith quiso leer del Corán fueron los relacionados con las mujeres, porque quería saber si eran oprimidas por sus parejas, pero se dio cuenta de que “el contrato decía todo lo contrario a la mala prensa”. “Cuando me acerqué a la comunidad, empecé a leer el Corán todos los días antes de levantarme de la cama. Cuando volvía del trabajo hacia resúmenes. Me aprendí las letras en árabe, el abecedario. Porque pensé que primero tenía conocer de qué se trataba el islam para saber si lo aceptaba o no”, contó Edith, quien antes de la conversión era cristiana católica, mantenía una comunicación con Dios –dijo-, pero no iba a misa.
"Cuando me acerqué a la comunidad, empecé a leer el Corán todos los días antes de levantarme. Me aprendí las letras en árabe, el abecedario. Porque pensé que primero tenía conocer de qué se trataba el islam para saber si lo aceptaba o no"
En Londres, además de conocer a decenas de miles de ahmadis como ahora son ellos, tanto Edith como Santiago le juraron su lealtad personalmente al quinto califa espiritual de los ahmadis, Hazrat Mirza Masroor Ahmad, quien los escuchó en su despacho y les regaló varios libros para que sigan con su formación en el islam. Además, a Santiago le dio un nuevo nombre, Bashir, que significa “el que trae buenas noticias”.
“Cuando nos convertimos dejamos atrás nuestras vidas. Eso incluye mi nombre. Eso me gustó. Yo interpreto que ahora tengo un trabajo de transmitir buenas noticias. Por ahora lo uso de a poquito con mis hermanos musulmanes. Más adelante me gustaría incluirlo en el documento nacional de identidad”, dijo.
Santiago mencionó que no solo dejó atrás el nombre con el que su familia católica lo bautizó. “Yo me levantaba a la mañana, me miraba en el espejo y me daba cuenta de que no era feliz. Tenía trabajo, una casa, un auto, mis perritos, mis plantitas, la mujer que siempre quise tener. Pero no era feliz. Recuerdo que un día estaba con mi señora durmiendo una siesta, me senté en la cama y la palabra ‘islam’ empezó a resonar en mi cabeza. Me da cosa contarlo porque es algo que no lo puedo probar”, relató sobre su primer vínculo con su nueva religión.
Además, contó que dejó atrás algunos hábitos, como tomar alcohol cuando se junta con sus amigos. Pero una de las cosas que más le costó de abrazar al islam fue rezar cinco veces por día y ayunar durante el mes de Ramadán. “A medida de que va pasando el tiempo te vas familiarizando con ese hábito y lo terminás necesitando. Yo fumaba mucho. Me tomaba siete minutos y disfrutaba de eso. Y esto es lo mismo, pero más sano, obvio. El ayuno me costó mucho. Fue un desafío”, comparó.
"En el mes de Ramadán, el ayuno me costó mucho. Fue un desafío"
Santiago, o Bashir, viajó a la Jalsa Salana acompañado por su esposa, que sigue siendo católica practicante, un tema que despierta “debates interesantes” en la pareja, como qué religión adoptarán sus hijos cuando los tengan. “Yo creo que no tiene que ser nada y después cuando tenga conciencia y conozca las dos, que decida. O por una cuestión cultural, que sea bautizado católico. Después que decida si quiere ser musulmán, católico, budista o karateca”, comentó, con humor.
El califa
Sentado detrás de un escritorio cubierto de papeles, la cabeza de Hazrat Mirza Masroor Ahmad se torcía hacia la derecha como si fuera por el peso de su turbante. Estaba rodeado de libros, regalos, fotos de nietos sonrientes. Su Santidad, como le llaman, tiene 68 años.
La entrevista con los nuevos ahmadis argentinos fue después de la Jalsa Salana, en la misma oficina en la que dialoga a diario con líderes mundiales sobre los principios y las enseñanzas islámicas. Allí también recibió a LA NACION.
“No es un trabajo fácil enseñar valores. Nosotros lo hacemos, entonces nuestros fieles se dan cuenta de que este es el camino correcto, que esta comunidad está en el camino correcto. Es una tarea difícil. Mi trabajo tiene una gran responsabilidad, pero Dios, que es también el Dios de judíos y cristianos, está conmigo”, explicó.
Masroor Ahmad creció lejos, en Rabwah, una aldea de Paquistán que supo ser la sede de los ahmadis. Criado en una casa devota, trabajó con su padre en una granja. Quiso ser médico, pero no tuvo éxito. Tampoco lo tuvo en el ejército. Entonces estudió economía agrícola y fue director de una escuela en la que ensañaba técnicas de plantación de trigo. “Ni la persona más loca podría haber soñado que iba a convertirme en el califa”, mencionó.
Hoy vive al lado de la mezquita Islamabad de Tilford junto a su esposa, Sahibzadi Amatul Sabooh. Con ella tiene una hija, Amtul Waris Fateh, y un hijo, Mirza Waqas Ahmad. En el mismo predio se levantaron varias oficinas de la comunidad ahmadia, una sala de usos múltiples y un complejo residencial enrejado y tapado con un cerco de madera.
En un día típico, se despierta unas tres horas antes del amanecer para rezar en dirección a La Meca. Cuando sale el sol, desayuna cereales, huevos, pan y té. En su oficina responde cartas, dirige oraciones, participa de reuniones y audita las donaciones a voluntad de los fieles, con los que se financia la Comunidad. Después del almuerzo duerme la siesta, arregla su jardín de flores rojas y arbustos verdes. Pero gran parte de su tiempo lo dedica a mantener correspondencia con otros niños.
“Le preguntan qué color le gusta, qué animales le gustan y si tiene mascotas. Es algo muy sencillo, pero para él es muy importante”, comentó un colaborador de su despacho, al que no se puede entrar con celulares ni cámaras fotográficas ni grabadoras.
Masroor Ahmad está ilusionado con visitar la Argentina para inaugurar una Jalsa Salana y la primera mezquita de la comunidad en Buenos Aires. “Ojalá que el presidente me invite para discutir esto”, comentó con gracia.
Los ahmadis en la Argentina
Marwan Gill se graduó como teólogo islámico en 2016, en Londres. Después de un corto viaje por África, en septiembre de 2017 el califa lo envió a la Argentina como el primer representante de la comunidad ahmadia en el país.
Primero empezó a dar clases de árabe e islam en los cafés porteños. Muchos se acercaron para aprender el abecedario, algunos continuaron con las clases de religión y al final unos 30 terminaron convirtiéndose en musulmanes. “Nuestra comunidad en la Argentina es como un niño pequeño que acaba de comenzar a caminar”, menciona.
En la Ciudad de Buenos Aires se juntan a rezar en su local de Güemes 4151, en el barrio porteño de Palermo. Los ahmadis también pueden ir a la mezquita del Centro Islámico, pero sin identificarse como de la comunidad. Por eso esperan poder inaugurar pronto su propia mezquita en la Argentina.
“Para los ahmadis, luego de la llegada de nuestro Mesías solo falta que llegue el fin del mundo. Y por eso vine a la Argentina. Me encomendaron una tarea de reformación, para que conozcan el islam. Por eso intento eliminar los prejuicios o conceptos erróneos. Somos paz, realizamos obras de caridad en villas, comedores, centros de salud. Buscamos mejorar la vida de las personas, no destruirlas”, dice.
-¿Cuáles son los prejuicios de los argentinos?
-Las preguntas más comunes que siempre me hacen tienen que ver sobre la violencia supuestamente en nombre del islam o el papel de la mujer en el islam. Sorprendentemente para mí, muchas personas también confundieron la cultura árabe con las enseñanzas universales del islam, mientras que otros consideraban que era una religión solo para los árabes. ¡Incluso una vez me preguntaron si venía de Musulmania o si estaba casado con muchas mujeres! Eso me dio un poco de gracia. Pero la verdad es que los argentinos tienen mucha fe en Dios, que es nuestro Dios.
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