Un tradicional baile porteño se convirtió en aliado de los pacientes con Parkinson
Incluye pasos similares a los de la rehabilitación y se baila siempre acompañado, lo que da seguridad al enfermo y mejora su socialización
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Son muchas las mañanas en que Liliana solo puede arrancar su día después de hacer el 8, ese paso mágico y visceral del tango. “El tango es un antes y un después en mi vida”, dice. Liliana tiene 57 años y hace 20 que vive con Parkinson. La enfermedad apareció luego de ser madre; otros integrantes de su familia también lo tienen, aunque ella es la que empezó más joven. El tango ya le gustaba, pero unos años después del diagnóstico, cuando estaba prácticamente postrada –llegó a no poder alimentarse ni a pararse por sus propios medios–, sin trabajo y con un hijo que criar sola porque su pareja se había ido, volver al tango fue volver a vivir. “Me apasioné tanto que organicé cuatro milongas”, cuenta, mientras guarda las sandalias con las que le gusta bailar.
En nuestro país, el Parkinson afecta a no menos de 90.000 personas, aunque la Fundación Parkinson Argentina indica que no hay datos locales precisos. Con más riesgo a medida que se envejece, y por alguna causa que no se descubrió todavía, las neuronas que deberían transportar dopamina al cerebro para controlar el movimiento y la coordinación del cuerpo lentamente van dejando de hacerlo. Esta deficiencia causa los síntomas cardinales de la enfermedad: el temblor, la rigidez, la lentitud y la inestabilidad. No se cura, pero se trata con medicamentos y otras herramientas. Una de ellas, la actividad física. Y el tango parece que se lleva buena parte de las palmas.
“Cualquier ejercicio es beneficioso –explica Tomoko Arakaki, médica del Servicio de Neurología del Hospital Ramos Mejía–. Pero el tango tiene un plus: se baila de a dos, ayuda a la coordinación, el equilibrio y tiene pasos para adelante, para atrás, para un costado y el otro, y el 8; son los mismos ejercicios que se practican en rehabilitación. En Parkinson siempre se baila con alguien que no tiene la enfermedad y ayuda a sostener. Durante años tuvimos un taller para pacientes del hospital, que costeábamos con la beca de un laboratorio, pero con la pandemia se cortó. Pedimos nuevas becas a otros laboratorios y no tuvimos respuesta. Parte del plantel docente era voluntario, gente tanguera joven que venía a ayudar, pero a los profesores al menos tenemos que poder costearles los viáticos”.
Del hospital a la pista
El taller de tango y Parkinson del Ramos Mejía no solo permitió probar los efectos beneficiosos de la práctica sobre los pacientes, sino que también dejó huella. Laura Segade –bailarina, milonguera, profesora de yoga para personas con necesidades especiales, danzaterapeuta– y Manuel “Manuco” Firmani –bailarín y coreógrafo– decidieron continuar, y junto con Verónica Alegre –bailarina, milonguera, danzaterapeuta y profesora de expresión corporal– llevaron la propuesta a un lugar donde el tango se respira en cada molécula del aire: el Salón Marabú, de Maipú al 300, inaugurado en 1937 y escenario del debut de Aníbal Troilo con su orquesta, el 1° de julio de ese año.
“Intentamos desinstitucionalizar el taller, sacarlo del ámbito hospitalario y traerlo a una pista, a una milonga, para que también pudiera integrarse quien quisiera, no solo los pacientes del hospital”, coinciden los tres docentes. @Tangoparkinson se reúne allí todos los martes de 16.30 a 18. Las cuatro clases mensuales cuestan $7000.
Victorino, de 79 años, es de los que no faltan nunca. Es uruguayo, nacido en Montevideo, fue encargado de una confitería, hincha del Nacional allá y del Rojo acá; hace 10 años que vive con Parkinson. “La pandemia me afectó mucho, antes yo hacía natación y pilates”, recuerda, en voz muy baja, junto a Javier, su acompañante terapéutico, con quien viaja desde Lanús hasta el centro. Victorino camina con la ayuda de un bastón y no descansa ni un minuto durante la tarde milonguera. Da pasitos pequeños, pero sus pies nunca dejan de moverse. Y sonríe mientras baila. “Los profesores siempre me trataron muy bien y me siento contenido”, afirma.
Pedro, de 77, vive en Boedo y viene a bailar tango con su hija Karina, que es psicóloga. Hace dos años empezó con temblores. Fue gerente de personal de una empresa, pero le daban la medalla al mejor compañero. “Un gerente muy especial”, expresa Karina, que tiene una sonrisa enorme e inmensa todo el tiempo mientras baila con su padre y con otras personas, porque algunos de los ejercicios suponen cambiar de pareja. “Nunca pensé que iba a aprender algo nuevo”, se asombra Pedro.
La pista es amplia y los alumnos se desplazan por cada uno de sus rincones. Hay una buena entrada en calor al inicio de la clase y después se baila, sin excepción. “Acá hay escaleras y también ascensor –comenta Firmani–. Para muchos esto es un gran desafío. Algunos bajan en ascenso[es un subsuelo], pero después suben por la escalera. Es que cambiaron su estado físico, no solo actitudinal, hay procesos que sucedieron durante esta hora y media: gastan energía, se concentran. Fluyen, algo que se vincula con la velocidad y el placer”.
“El tiempo que paso acá a mí se me termina el mundo afuera –corrobora Estela, de 73, que hace 22 vive con Parkinson–. No son clases típicas de tango, esto es especializado y los pasos no se aprenden por internet: acá venimos a bailar”.
“A mí siempre me gustó el tango. Durante la pandemia hice clases por zoom. Me ayuda muchísimo. Me siento más ágil y más segura, y emocionalmente hace muy bien, porque sentís que podés. Cuando no tenía Parkinson, no me animaba a bailar, y ahora sí”, explica Belén, de 68, profesora de inglés, que fue diagnosticada hace seis años.
Cada clase termina con una ronda en la que todos comparten sus sentimientos y sus vivencias. “Queríamos también desplegar un poco más las alas y trazar una continuidad entre lo expresivo y lo terapéutico –detallan Segade, Firmani y Alegre-. Acá dejan de ser pacientes: son alumnos, son bailarines. Las leyes del tango son iguales para todos. Ellos no viven en esa igualdad. Siempre están en situación de disminución. Nosotros respetamos sus tiempos y trabajamos con lo potente, con lo que pueden. Vamos a buscar ese bailarín que hay dentro de cada uno. Y ese bailarín, o bailarina, aparecen. Todos podemos bailar”.
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